—Sin duda, Michael. Con dos cabezas, tres pares de genitales y una maldición para los que se burlen de él. —George McCormack, único heredero del Castillo Cairnwell, levantó una tarjeta de tres pulgadas por cinco en la que había una raya de cocaína.

—Propongo una especie de brindis por él. Vieja bestia, viejo duende, némesis de mi viejo y, sin embargo, no-se-sabe-cuántas-veces-abuelo; a quien por fin conoceré la semana que viene.

Una rápida inspiración y el polvo desapareció.

George sonrió saboreando el tiro de coca, la comodidad de su estudio, la compañía, y se sorprendió pensando en pedirle a Michael que pasara la noche con él. Estaba a punto de hacerlo, cuando Michael preguntó:

—¿Por qué piensas que a los veintiuno? Si todo eso es tan importante, ¡por qué no antes?

—La mayoría de edad, Michael. Ya se sabe que todos los machos son vírgenes hasta esa edad, y ningún licor infame o, ejem, sustancias controladas han traspasado sus prístinos labios o las ventanas de su nariz. Por otra parte, no te puedo contar demasiado hasta que pase la próxima semana, e incluso entonces, con arreglo a esas mismas tradiciones sofocantes y fastidiosas, debo guardar los secretos profundos y oscuros de la familia solamente para mí.

—Sí, pero si no prestas más atención a esa tradición de lo que lo haces con las otras, bueno...

—¡Ah! ¿Te estás preguntando si hablaré? Te aseguro que si se puede sacar una libra de todo esto, sí, ¡joder!, claro que lo haré. Desde que era un crío he pensado que todo era una estupidez. Y las cinco mil libras que me ofrece tu bromita pueden pagar un montón de tradiciones violadas.

—Entonces, ¿cuándo nos vamos de Londres a los pantanos?

—¿Los pantanos? —resopló George—, Cuidado, tío. Estás hablando de mi castillo.

—Creía que era de tu padre.

—Bueno, sí —George frunció el ceño—. No parece que vaya a seguir cuidando sus cosas durante mucho tiempo.

—Supongo que le habrás preguntado cuál es el secreto.

—¡Dios!, docenas de veces. Siempre la misma respuesta: Es mejor que no sepas nada hasta que llegue la hora. Sí. Perdóname si tiemblo de miedo.

Vaya mierda. Cuando era un crío pasaba horas buscando paneles secretos, criptas ocultas, todas esas bobadas; y no encontré ni una. Al cabo de un rato, me aburría.

—¿Viste algún fantasma?

George lanzó a Michael una mirada fulminante.

—No —dijo categórico—. Lo que infecta a los McCormacks no son fantasmas —arrojó un almohadón a su amigo—, ¡Jesús! ¡A ver si dejas de tomar notas; me estás volviendo loco!

—George, esto es una entrevista y se te va a pagar.

—No sirvo para ser interrogado.

—Tú sabías que ya era periodista cuando nos hicimos— amigos.

—Ibas a decir amantes —George sonrió con descaro—, ¿Y por qué no?

—No hemos sido amantes desde hace meses.

—No por mi culpa.

Michael sacudió la cabeza.

—Estoy aquí para hacer un trabajo, no... para reavivar recuerdos. No sugerí tu historia de duendes a David porque quisiera empezar las cosas de nuevo.

—Y yo tampoco accedí a hablar contigo porque quisiera empezar de nuevo —mintió George—. Accedí por el dinero. Estamos manteniendo una delicada charlita de cien libras.

Y si me decido a tirar de la manta después de la próxima semana, mantendremos una charla aún más encantadora do cinco mil libras —George se levantó y se estiró, doblando su cuello hacia atrás y hacia los lados, en un gesto que confiaba que Michael encontrara erótico.

—Y yo estoy feliz de mantenerlo en esos términos —dijo Michael.

George dejó de girar el cuello:

—¡Qué bien! ¿Quieres subir conmigo a Cairnwell la semana que viene?

—No sabía que estuviera invitado.

—Por supuesto que lo estás —sonrió George—, Y yo les diré exactamente para qué estás: para revelar el secreto del castillo de Cairnwell; yo me ocuparé de desvelarlo al mundo entero babeante. Eso hará cagarse de miedo al viejo Maxwell.

—No me lo perdería. Gracias.

—Entonces supongo que me pagarás los gastos del viaje. Mi gusto por las cosas buenas me ha dejado bajo financieramente una vez más, y el maldito Marwell no quiere enviarme ni un penique. Permíteme decirte que, en cuanto sea el propietario de la propiedad, lo primero que haré será buscar un nuevo abogado.

• • • • •

El castillo de Cairnwell era la más destartalada acumulación de piedras que jamás se haya construido. Aunque George había crecido allí, se sentía intimidado por el formidable bloque gris que se alzaba sobre el suave paisaje escocés, como una megalítica cabeza amenazadora. Cuando era niño, se despertaba a menudo en mitad de la noche y, al darse cuenta de que estaba allí dentro, lloraba hasta que llegaba su madre y le consolaba y cantaba para él hasta que se quedaba dormido. Su padre no había aprobado su comportamiento, pero su madre siempre acudía cuando él lloraba, justo hasta la semana en que murió y ya no pudo hacerlo más. Desde entonces, se gritaba a sí mismo para volver a dormirse.

—¡Dios mío! Es un edificio feísimo —señaló Michael.

—Cierto. Ya ves por qué bajé a Londres tan rápido como mis piernecitas adolescentes pudieron llevarme.

Cuando entraron con el coche en el imponente patio formado, sin ningún atractivo, por dos alas de sucia piedra, pudieron ver a un hombre mayor vestido con traje de tweed, de pie ante la puerta delantera.

—Maxwell —dijo George—, Richard Maxwell.

El hombre aparentaba cada uno de los días de sus sesenta y tantos años y tenía la constante mirada de desaprobación con la que George siempre la asociaba. Sus cejas se levantaron cuando observó el erizado cabello rubio de George y el pequeño diamante que centelleaba en su oreja izquierda. Se elevaron aún más cuando se enteró de la profesión de Michael Spencer y le pidió a George que hablaran a solas.

Dejando a Michael en el recibidor, Maxwell condujo a George al interior de una antecámara enorme y severamente amueblada y cerró tras de sí la maciza puerta.

—¿Qué te propones trayendo a un periodista? —dijo.

—Creo que hago un favor al mundo compartiendo el secreto de los señores de Cairnwell, para que podamos dejar de vivir una novela gótica, Maxwell, eso es lo que estoy haciendo.

La tez rubicunda de Maxwell se tornó pálida.

—¿Sacarías a la luz el secreto?

—Si resulta tan absurdo como pienso que es.

—No puedes. No te atreves.

—Ahórrate la comedia, Maxwell. Estoy seguro de que has ensayado tu papel desde hace meses, esperando a mi cumpleaños; pero, realmente, es el colmo.

—No lo entiendes. No es la Naturaleza del secreto en sí lo que te disuadirá de sacarlo a la luz, aunque me atrevería a decir que querrás mantenerlo tan reservado como lo hicieron tus antepasados. Más bien son los términos de la herencia los que asegurarán tu silencio —Maxwell sonrió con suficiencia—. Si alguna vez revelas lo que verás mañana, pierdes Cairnwell y todas las propiedades de la familia. En total, viene a ser medio millón.

—¡Perderlo! ¿Cómo demonios puedo perderlo? Soy el único heredero.

—Puedes donarlo para obras de caridad, como está estipulado en el documento escrito y firmado por el decimoséptimo señor de Cairnwell, que se prorroga a perpetuidad. Te he hecho una copia, que recibirás mañana. Además, establece que debes pasar nueve meses al año en Cairnwell, y si tienes un heredero varón —aquí Maxwell hizo una mueca de desprecio—, se le revelará el secreto en su veintiún cumpleaños. Cualquier desviación de estas cláusulas significa que pierdes el rango. ¿Comprendido?

George sonrió sombríamente.

—Todo eso, ¿lo has organizado tú?

—Yo no. Un antepasado tuyo de hace diez generaciones.

—Astuto viejo bastardo.

—Ahora —continuó Maxwell, ignorando el comentario— me gustaría que despidieras al periodista y vinieras a ver a tu padre. Te está esperando.

George volvió lentamente al recibidor, donde le estaba esperando Michael.

—Me temo que tengo noticias bastante malas —y observó el fruncimiento de labios de Michael—. No puedes quedarte, lo siento.

—¿No puedo quedarme? —George pensó que la última palabra había subido, por lo menos, una octava.

—No. Es parte de la... tradición, ya ves.

—¡Oh, por los clavos de Cristo, George! ¿Quieres decir que conduje todo el camino hasta esta mole dejada de la mano de Dios para nada?

—Te llamaré tan pronto como termine todo —dijo George suavemente, temiendo que le oyera Maxwell.

—¡Cristo...!

—No lo sabía... Pero te llamaré, te lo prometo. Ya te he dicho que lo siento.

Michael le miró de la misma forma que cuando le anunció que no deberían verse nunca más.

—Muy bien. Ven y coge tus malditas maletas —concluyó.

Michael abrió el maletero, alargó violentamente su equipaje a George y se fue sin decir ni una palabra de despedida. George estuvo observando cómo desaparecía el coche por los campos y después acudió a visitar a su padre al dormitorio más grande del castillo.

El vigésimo segundo señor de Cairnwell estaba recostado en una silla recargada y George se sorprendió ante el cambio de su padre desde su última visita, seis meses atrás.

El cáncer había ido extendiéndose libremente dentro de él. La complexión del viejo había perdido por lo menos otras treinta libras. Los músculos que le quedaban colgaban del macizo esqueleto como bolsas pastosas. La piel era un envoltorio de pergamino descolorido, toda ella una llaga. En sus ojos no había esperanza, y el olor de la muerte —a vómito agrio y a intestinos enfermos, a moco sangriento expectorado desde los pulmones encharcados— estaba por todas partes.

Su padre era el castillo. El hombre se había convertido en algo semejante al mismo Cairnwell: un tumor generalizado del alma que crecía y se enconaba como el liquen sobre la piedra gris.

Entonces, durante un instante, George vislumbró a su padre atrapado dentro de la podrida carcasa, como había sido cuando George era un niño y su padre era joven. Pero el instante transcurrió, e inexpresivamente, se acercó a su padre, se inclinó y le besó la correosa mejilla, a punto de ahogarse del olor que se alzaba de las manchas más recientes del traje de terciopelo.

Charlaron, breve y embarazosamente, sin comentar nada de la revelación del secreto al día siguiente, excepto para fijar la hora de la mañana en la que debían encontrarse los tres. La hora fijada fue las nueve menos veinticinco, la hora del nacimiento de George.

Aquella noche George permaneció insomne; pasada ya la medianoche, se sentó junto a la chimenea, pensando en Cairnwell y su influencia sobre su padre, su influencia enfermiza, incluso patológica, sobre todos los McCormacks. Pensó en cómo el castillo había minado la fortaleza de su padre y, años atrás, la de su madre. Aunque ella no había concebido nunca el secreto, había compartido su peso con su esposo, sin decir nada; y como era mucho más débil que él, se había consumido rápidamente, nada más cumplir George los ocho años.

Luego pensó en sus deberes, en los nueve meses al año que debería pasar en Cairnwell y en el horror que iba a conocer al día siguiente.

Cuando por fin se durmió no soñó.

• • • • •

La mañana siguiente amaneció gris y brumosa, sin luz del sol que pudiese desterrar las sombras que cubrían todas las habitaciones frías y de altos techos. George se levantó, se duchó y se puso una chaqueta y una corbata, en lugar de los jerséis que llevaba habitualmente. A pesar de su aversión por la charada hereditaria, sentía que la situación requería un toque de formalidad. Incluso se quitó el diamante de la oreja.

Cuando llegó al comedor, su padre y Maxwell ya estaban desayunando. Maxwell, huevos con bacon, y su padre, té poco cargado con tostadas. George cogió la silla vacía.

—Buenos días, George —dijo su padre con un tono fino y agudo. El anciano llevaba un traje negro que le colgaba como una manta a un espantapájaros. El blanco de la pechera de la camisa ya estaba manchado en varios sitios—, ¿Desayunas?

George sacudió la cabeza:

—Nada más que una taza de té —dijo, y se sirvió un poco de una tetera de plata.

Maxwell sonrió.

—¿No tienes apetito hoy? No puedo culparte. Es una situación difícil.

—Basta, Richard —dijo el padre de George—, No tiene por qué preocuparse. Pronto conocerá lo suficiente.

—No estoy preocupado, padre —dijo George, mirando fríamente a Maxwell.

—Esperaré a oír la historia de duendes del señor Maxwell. Espero que no me defraude.

Maxwell se ruborizó y George deseó que se atragantara con una loncha de bacon, pero se aclaró la garganta y sonrió de nuevo:

—No creo que te defraude, señor George.

—Ya os he dicho bastante a los dos —el mayor de los McCormack miró a ambos con desaprobación—. Éste no es un asunto que se deba tratar a la ligera. Richard, realmente éste puede ser el momento más serio de la vida de George, así que haz el favor de comportarte como corresponde a tu posición. Y tú también, George. Pronto serás el señor de Cairnwell, de modo que comienza a comportarte como tal —la voz era débil y sin matices, pero el tono subyacente tenía una firme intensidad que borró las sonrisas sardónicas de los otros dos rostros.

—Ahora —continuó McCormack— creo que ya es la hora.

Maxwell se levantó:

—¿Estás seguro de que no quieres la silla de ruedas?

—¿Y qué harías?, ¿bajarla por las escaleras? No, hoy andaré, como anduvo mi padre delante de mí hace casi cuarenta años.

—Pero tu salud...

—Richard, la vida ya no me reserva nada. Si se me acerca la muerte como resultado de lo que ocurra hoy, tanto mejor. Estoy cansado. Esto me ha cansado mucho.

Al principio, George pensó que su padre se estaba refiriendo al cáncer, pero algo le decía que no era éste el caso, y las implicaciones de la afirmación le hicieron estremecerse.

Se levantó y siguió a su padre y a Maxwell cuando salieron de la habitación, pasaron al vestíbulo a través de un pequeño hueco y entraron en un estudio poco utilizado. Maxwell descorrió las cortinas de la habitación, dejando entrar una luz enfermiza a través de las biseladas hojas de vidrio. Luego acercó una silla de madera a una estantería alta, se subió en ella, sacó unos cuantos volúmenes del estante superior y giró lo que George supuso que sería un pomo oculto. Luego descendió, retiró una esquina de la deslucida alfombra oriental y hurgó con los dedos, buscando un tirador casi invisible. Cuando lo encontró, tiró de la trampilla con tanta facilidad que George supuso que debía tener un contrapeso.

—Dios mío —dijo George con un toque reverencial—. Es igual que en las películas de terror de los años treinta. No me extraña no haberlo encontrado nunca.

—No seas idiota —dijo Maxwell, desabridamente—. Nadie lo ha descubierto por sí mismo —luego abrió un armario, dentro del cual había tres lámparas de queroseno.

—¿No hay linternas? —preguntó George.

—La tradición —dijo Maxwell, encendiendo las lámparas con su Dunhill y dando una a George y otra a su padre; él conservó la tercera. Mirando a McCormack, dijo con una voz ligeramente temblorosa:

—¿Voy yo primero?

McCormack asintió.

—Por favor. Yo te seguiré, y tú, George, quédate detrás de mí —la voz de McCormack no temblaba; sólo denotaba una severa tenacidad.

Maxwell se introdujo despacio dentro de la sima, como si temiera que los escalones se hundieran debajo de él, pero George vio que eran de piedra y se dio cuenta de que Maxwell, a pesar de sus anteriores bravatas, ahora se mostraba bastante inseguro ante la idea de enfrentarse con lo que fuera que hubiese abajo.

Descendieron durante mucho tiempo y, aunque no los contó, George calculó que habían recorrido unos doscientos escalones. Las paredes de la escalera eran de piedra y parecía que eran aún más antiguas que el castillo mismo.

A mitad del descenso, Maxwell explicó brevemente:

—Esto fue construido durante las guerras fronterizas. Si asaltaban el castillo, el señor y sus partidarios podían ocultarse aquí abajo con provisiones para seis meses. Sin embargo, nunca se utilizó con este propósito.

No dijo nada más. Cuando llegaron al final de las escaleras, la temperatura había descendido diez grados. Las paredes estaban verdes de moho húmedo y George se estremeció al escuchar un ruido en algún lugar delante de ellos.

—Ratas —dijo su padre—. Sólo son ratas.

Durante treinta metros más, caminaron a lo largo de un pasadizo que crecía gradualmente en anchura, desde los dos metros hasta casi los cinco. George trataba de ver algo más allá de Maxwell y de su padre, intentando distinguir formas en las sombras que producían sus lámparas. Entonces vio la puerta.

Parecía hecha de roble macizo, surcada por unas anchas bandas de hierro, como un gigantesco tablero de ajedrez. Justamente en el centro de su vasta extensión había una mancha marrón oscuro de forma irregular que, a la difusa luz, parecía una enorme araña aplastada. Maxwell y McCormack se pararon cinco metros más allá y se volvieron a George.

—Aquí empezamos —dijo McCormack, con ojos tristes—, George, ve hasta la puerta con tu lámpara y mira lo que hay allí.

George obedeció, caminando despacio hacia la puerta. Sostenía la lámpara en alto, por delante de él, de forma protectora, casi ceremoniosamente. Por un instante deseó tener un crucifijo.

Al principio no pudo identificar lo que estaba clavado en la puerta de roble. Pero después se dio cuenta de que era una piel de alguna clase, quizá una piel de ciervo, que los siglos de humedad y deterioro habían oscurecido hasta convertirla en aquella seca y ennegrecida parodia que se extendía ante él.

Pero los ciervos, se dijo a sí mismo, no tienen dos pechos que cuelgan como hongos grandes y descompuestos, ni dedos que cuelgan como hojas de sauce podridas. Ni una cara con una hendidura redonda de labios gruesos por boca, un colgajo ancho de piel bulbosa por nariz y dos fosas gemelas de profunda medianoche con bolsas arrugadas por ojos. Y supo más allá de toda duda que lo que había en aquella puerta, asegurada con clavos oxidados y pesados, era la piel de una mujer desollada.

Trató de contenerse, pero la bilis subía a su garganta insistentemente y al final se encorvó, cerró los ojos y dejó que se derramase sobre el suelo de piedra. Cuando terminó, escupió varias veces y se sonó la nariz con un pañuelo. Luego miró a los dos ancianos.

—Lo siento —dijo.

—No lo sientas —dijo su padre—. Yo hice lo mismo la primera vez —miró la piel—. Ahora sólo es algo que cuelga en una pared.

—¿Qué demonios es? —preguntó George, asqueado y fascinado al mismo tiempo, sin apenas atreverse a volver a mirar.

—Los restos mortales —dijo Maxwell— de la primera esposa del decimosexto señor de Cairnwell —las palabras surgían mecánicamente, como si las hubiera estado ensayando durante mucho tiempo.

—La esposa... —George miró la piel de la puerta—, ¿Era negra o se ha ido curtiendo...?

Maxwell le interrumpió.

—Sí, era una nativa africana que el señor conoció cuando era joven, durante un viaje de negocios. Era la hija de un sacerdote de una de las tribus de Gambia. El barco comerciaba con la tribu, y el señor Brian McCormack vio bailar a la mujer. Parece ser que era de una gran belleza, tanto como puede serlo una negra, y se enamoró locamente de ella. Más tarde él adujo que le había hechizado.

George sacudía la cabeza con incredulidad.

—¿Un hechizo? —preguntó con una media sonrisa, confusa y errática—. ¿Hablas en serio, Maxwell? Padre, ¿es eso cierto?

McCormack asintió.

—Es cierto. Y teniendo en cuenta las circunstancias, creo que la embrujó. Deja que continúe Maxwell.

—Hechizo o no —continuó suavemente Maxwell—, la trajo consigo, haciendo ver que era una criada que había tomado. El capitán del barco —y empleado de Brian— les había casado a bordo en secreto, y en el momento de su atraque en Leith, ella era técnicamente Lady Cairnwell.

Una carcajada de alivio, baja y sonora, comenzó a brotar de George.

—Dios mío —dijo, mientras su padre y Maxwell le miraban fijamente, como sacerdotes ante una profanación de la hostia—. Entonces, ¿ése es el secreto? ¿Eso es lo que ha hecho avergonzarse a esta familia durante más de trescientos años? ¿Que tenemos sangre negra en nuestro árbol genealógico? —su risa se desvaneció lentamente—. En el pasado puedo entenderlo. ¿Pero ahora? Estamos en los noventa y a nadie le importa eso hoy en día... Además, cualquier efecto genético que haya podido producir se terminó hace tiempo y este «Horror de Cairnwell» no es nada más que paranoia racial.

—Estás equivocado, George —dijo Maxwell—. Todavía no te he hablado del horror. Estaba a punto de empezar ¿Me quieres escuchar hasta que termine? —su voz denotaba su enfado, todavía bajo control, y George, cogido de improviso, sacudió la cabeza mostrando su conformidad.

—Brian McCormack —siguió Maxwell—, una vez de vuelta a Escocia, se dio cuenta rápidamente de su error. Si fue por la disminución de la lujuria o por el fracaso del hechizo, no lo podemos saber. Él quería a toda costa un divorcio tranquilo y que la mujer volviera a Cambia. Ella se negaba a divorciarse, pero él hizo todo lo posible para devolverla a África. Ella se enteró de sus planes y le dijo que si le obligaba a dejarle, revelaría su matrimonio a todo el mundo. Por qué no la mató inmediatamente es un misterio, ya que lo podía hacer sin problemas. Quizá todavía sentía un afecto malsano por ella. De modo que la encerró aquí abajo, confiando el secreto a un solo criado. A los demás, que habían creído que era la amante de Brian, les dijo que la había echado. Y se sintieron enormemente aliviados por este hecho.

—Entonces Brian cortejó a Fiona McTavish, hija de un conde, y se casó con ella. Nadie tuvo motivos para sospechar que era su segundo matrimonio. Sin embargo, había un problema: Fiona era estéril y ningún médico pudo solucionar esta situación. Después de varios años de intentar engendrar un hijo, Brian pidió a su primera mujer que le ayudara con su magia. Ella aceptó hacerlo con tal impaciencia que le hizo albergar sospechas, hasta el punto de que él la amenazó con torturarla hasta la muerte si Fiona se ponía enferma como consecuencia de su magia. Luego le llevó todo lo que le había pedido y suministró a Fiona la poción que preparó. A los dos meses ella estaba embarazada, y el señor, loco de alegría. Pero su felicidad terminó cuando Fiona cayó mortalmente enferma en su quinto mes de embarazo. Solamente entonces se dio cuenta de que la mujer negra le había hecho alimentar esperanzas de modo que su dolor fuera aún mayor al perder a la madre y al niño. Lleno de furia, golpeó a la mujer exigiéndole que utilizara sus poderes para deshacer la magia y devolver la salud a Fiona. Ella le dijo que la magia había ido demasiado lejos para poder salvarlos a los dos y que podía elegir entre la madre y el hijo. Brian continuó golpeándola, pero ella se mostraba inexorable: el uno o la otra. Debió de ser una elección difícil, pero al final escogió permitir que viviera el niño — Maxwell se aclaró la garganta—. Estaba bajo una gran presión, como cualquier otro noble: dejar un heredero. De modo que no le podemos hacer críticas demasiado duras por esta decisión. En cualquier caso, la bruja cumplió su palabra. El niño nació, pero en... circunstancias bastante extrañas.

Maxwell hizo una pausa y miró a McCormack, como pidiéndole permiso para continuar.

—Bueno —dijo George, enfadado consigo mismo por la forma en que tembló su voz en el súbito silencio—. No te detengas ahora, Maxwell, estás llegando a la parte más emocionante. —Había optado por una frivolidad forzada para relajarse, pero por el contrario, su actitud le hizo impacientarse y sentirse estúpido. Intentó en vano apartar su mirada del pellejo clavado en la puerta. Le había resultado bastante difícil cuando simplemente era una piel sin identidad, pero ahora que sí tenía una identidad, era doblemente horroroso, doblemente —fascinante. Se preguntó cómo se llamaría.

Maxwell continuó, ignorando el comentario de George.

—Fiona McCormack murió en su séptimo mes de embarazo. Pero el niño vivió.

—Entonces, ¿nació prematuramente? Muy oportuno.

—No —contestó tranquilamente el abogado—. El niño llegó a su término. Nació al noveno mes.

—Pero... —George se sentía desorientado, como si todo el mundo estuviera un paso por delante de él—, ¿Cómo?

—La mujer negra mantuvo a Fiona con vida.

—Creí que dijiste que estaba muerta.

—Lo estaba. Era una vida artificial, conservada por arte de brujería —como quizá hoy en día preferiríamos pensar—, por alguna forma primitiva de ciencia que nuestra civilización no ha descubierto todavía. En fin, llámalo como quieras; ni latía su corazón ni se agitaba la respiración, pero Fiona McCormack vivía y de alguna manera podía criar a su hijo in útero.

—¡Pero eso es absurdo! Un feto necesita... vida; sus sistemas respiratorio y circulatorio dependen de los de su madre —se rió con un ladrido agudo y rápido—. Os estáis quedando conmigo.

—Dios te maldiga, George, ¡cállate! —las palabras del anciano explotaron como una bala y le condujeron a un acceso de tos con flemas sanguinolentas que escupió en el suelo. Descansó un momento respirando pesadamente y luego levantó su maciza cabeza para mirar fijamente a los ojos a George—, Estate callado y al final de esta historia, al final, te ríes si lo deseas.

—No sé cómo ocurrió, George —dijo Maxwell—; pero todo lo que te he contado está escrito bajo juramento por el decimosexto señor y por su criado. Más tarde verás más pruebas —realizó una profunda respiración y prosiguió:

—Ella dio a luz al niño y éste se crió a los pechos de su madre muerta durante casi un año, alimentándose de una copa que nunca se llenaba. Poco tiempo después del nacimiento, Brian McCormack desolló viva a su primera mujer con sus propias manos y curtió la piel él mismo. Debía estar bastante loco por entonces. Como puedes ver, trabajó con sumo cuidado...

George admitió que tenía razón. A pesar de lo espantoso de la abominación, estaba extraordinariamente realizada, como si un cirujano hubiera cortado el cuerpo desde la cabeza hasta los dedos de los pies en un limpio corte transversal, como él mismo había visto una vez en una clase de anatomía plástica. George miró a Maxwell y a su padre, que estaban contemplando fijamente y en un silencio el macabro tapiz de la puerta. Parecía que la historia había terminado.

—Entonces es eso —dijo George, con apenas una pizca de burla—. Ésa es la leyenda —se volvió a su padre con ojos suplicantes—, ¿Es esto todo lo que nos mantiene en un estado de miedo desde la cuna hasta la tumba? ¿Esto es lo que se está haciendo tan legendario como la banshee[6]? ¡Dios mío! ¿El Horror de Cairnwell es sólo una piel negra clavada en la puerta de un sótano?

La expresión de los dos hombres a la luz de las lámparas añadía años a sus rostros. Durante un segundo, George pensó que su padre ya estaba muerto, un cadáver viviente, como la decimosexta señora de Cairnwell, condenada eternamente a visitar los sueños de los niños McCormack.

—Hay algo más —dijo Maxwell; lo dijo de una forma tal que George se dio cuenta inmediatamente de que ellos no habían estado mirando tanto a la puerta como a lo que había detrás de ella.

Maxwell hurgó en el bolsillo de la chaqueta de su traje y sacó una gran llave de hierro que tendió a McCormack. El anciano fue cojeando hasta la maciza puerta y encajó la llave en el ojo de la cerradura, apenas visible a la débil luz. La llave crujió, después giró despacio y McCormack presionó contra la hoja de hierro y madera de roble. La puerta no se movió y el hombre moribundo se apoyó cansado encella. Maxwell aportó su peso a la tarea. Aunque George sabía que debería haber ayudado, no era capaz de tocar el alquitranado pellejo que los ancianos parecían estar acariciando obscenamente. La puerta empezó a moverse con un chirrido de goznes enojados y George pensó en una boca ancha y hambrienta, con dientes de correas de hierro y se preguntó qué habría comido y cuánto tiempo haría de ello. Después, el olor le golpeó y se mareó.

Era el peor olor que jamás había conocido. Peor que los agrios efluvios de las alcantarillas abiertas o los vapores sulfúricos de los huevos podridos; peor incluso del de aquel venado muerto hacía tiempo, plagado de gusanos, que se encontró cuando era un niño. Habría vomitado, pero en su estómago ya no le quedaba nada que expulsar.

Su padre y Maxwell cogieron las lámparas.

—¿Quieres venir con nosotros?—preguntó Maxwell—, ¿o prefieres observar desde aquí al principio?

George se quedó impresionado por la objetividad de Maxwell. Era como si el hombre estuviera contemplando la situación desde fuera, desde muy lejos, como si estuviera viendo un culebrón en la tele. George deseaba haber podido sentir lo mismo.

—Ya voy —dijo y lanzó su débil mentón hacia adelante como una frágil lanza.

Sosteniendo las lámparas en alto, los tres entraron en la cámara. Ésta era una pequeña habitación de seis metros cuadrados. Había una mesa redonda toscamente tallada con una sola austera silla de respaldo recto a su derecha y otra silla, más refinada en su diseño, a su izquierda. Sin embargo, era la cama la que dominaba la habitación. Una pieza de roble macizo con un enorme cabecero labrado y alto estribo, por encima del cual George no podía ver desde la puerta. Maxwell y McCormack se pusieron a cada lado de la cama y el anciano hizo señas a su hijo para que se uniera a ellos.

La mujer de la cama le recordó a George las momias que había visto en el Museo Británico. La piel era de un amarillo sucio surcado por arrugas tan profundas que sus pliegues siempre permanecerían en la oscuridad. La misma tonalidad enfermiza manchaba el cabello, que se extendía por la almohada como un abanico, una marchita invitación a un amante ahora convertido en polvo. Llevaba un camisón de encaje blanco y sus dedos ganchudos se crispaban sobre sus aplastados pechos, como lapiceros huesudos envueltos en guantes de la más fina piel. Había muerto hacía mucho, mucho tiempo.

—La señora Fiona —susurró McCormack roncamente—. Tu cuatro veces bisabuela, George.

George se volvió a sentir aliviado. Si este cadáver reseco y momificado era el horror último, entonces todavía podría reírse y salir al mundo exterior sin sufrir la maldición invisible que habían sufrido todos los McCormack anteriores a él. Puso su lámpara más arriba, para estudiar la antiquísima cara desde más cerca. Entonces vio sus ojos.

Había esperado ver colgajos de piel arrugada que una vez habían sido párpados, o bien apergaminadas pasas grises que anidaban holgadamente en las abiertas cuencas. Lo que no había esperado en ningún caso eran aquellos ojos azules, insensibles, pero vivos, que miraban hacia el techo ennegrecido por el humo.

—Está... viva —dijo con un cierto toque de ingenio, tan abrumado por el horror que no le preocupaba lo más mínimo la impresión que podía causar.

—Sí —dijo su padre—. Así es como ha estado desde que se produjo el hechizo —George notó que el brazo del anciano se ceñía sobre sus hombros—. El decimosexto señor de Cairnwell quería que el sufrimiento de la no muerta acabara cuando el hijo fuera destetado, pero la bruja le dijo que eso era imposible. La torturó hasta la muerte —en esta misma habitación—, pero ella' no quería, o posiblemente no podía apiadarse. Entonces fue cuando la mató, desollándola. Tuvo a su esposa arriba todo el tiempo que pudo, pero el... olor se hizo demasiado fuerte y los criados empezaron a murmurar. Así que se la trajo aquí abajo y aquí ha estado desde entonces, atrapada entre la vida y la muerte. Ni habla ni se mueve; no lo ha hecho desde que murió. Dar a luz y alimentar a su hijo fueron sus únicos actos, e incluso entonces era como un autómata, según registra el documento.

George sentía su cabeza como si estuviera llena de agua y sus palabras salieron tan turbias como en un sueño de medianoche.

—¿Qué... documento? —preguntó.

—La relación que dejó Brian McCormack —contestó su padre— y que el criado firmó como testigo. La historia de los acontecimientos y el encargo que, desde entonces, se hace a todos los señores de Cairnwell, de preservar la historia de oídos extraños y cuidar de su pobre esposa «hasta el día en que Dios considere conveniente llevarla con Él». Ésta es la obligación del hijo mayor, como lo era yo y como lo eres tú, George.

El líquido de su cerebro estaba a punto de hervir.

—¿Yo? —se libró del empalagoso abrazo de su padre—, ¿Quieres que yo me ocupe de eso el resto de mi vida?

—Hay poco de lo que ocuparse —dijo Maxwell en tono de consuelo—. No necesita comida, sólo...

—¿Qué? ¿Qué es lo que necesita?

—Atención. Un lavado de vez en cuando...

George rió con desesperación; se dio cuenta de que se estaba aproximando a la histeria:

—¡Un lavado! ¡Dios mío! ¡Y quizá una permanente y un corte de uñas!...

—¡Atención!—rugió McCormack—. ¿Qué harías tú por alguien así?

—¡No hay nadie así1 Ella está..., ella está muerta —la palabra se le había pegado a la garganta—. No voy a participar en esto, ni en Cairnwell. escogiste esto, ¡yo no! No quiero pudrirme aquí como todos vosotros. Guárdate, Cairnwell, tíralo, quémalo, entiérralo, por los clavos de Cristo. ¡Eso es lo que le conviene a la muerta!

—¡No! ¡No está muerta! ¡Está viva y nos necesita! Necesita... —McCormack se detuvo, como si algo le hubiera robado las palabras. Una mueca de dolor se adueñó de sus facciones y antes de que George o Maxwell pudieran llegar a su lado, se desplomó como un árbol y su cabeza golpeó el suelo de piedra con un sonido sordo.

Maxwell rodeó la cama, empujando a George a un lado y se arrodilló junto a McCormack. Urgió:

—¡La lámpara!

George movió la vacilante luz de forma que Maxwell y él pudieron ver que la cara de su padre tenía la suavidad gris de la muerte.

• • • • •

Mucho más tarde, de nuevo en el estudio, Maxwell sirvió a George otra copa de jerez.

—No debería haberle dejado bajar —dijo el anciano, como si hablase para sí mismo. Se giró hacia la fría chimenea—. Después de la última operación... su corazón se quedó tan débil...

—Fue mejor así —dijo George tranquilamente—. Mejor acabar de esta forma que no con un cáncer aniquilándolo.

—Supongo que sí.

Estaban sentados sorbiendo el jerez, sin hablar. George se levantó, dirigiéndose a la ventana. El sol, al ponerse sobre los bordes de los campos del oeste, producía una fina cuchilla naranja rojizo a través de los paneles biselados. Contempló una bandada de mirlos que pisoteaban la tierra mojada en busca de un grano.

—No debería haberle llevado la contraria —dijo George.

—Hacía tiempo que no estaba allá abajo —dijo Maxwell—, No debería haberle dejado ir.

—No hubieras podido detenerle —dijo George, mirando todavía por la ventana.

—Supongo que no. Él pensaba que era...

—Su obligación —dijo George.

—Sí —Maxwell se volvió desde donde estaba, vuelto hacia el fuego apagado, hasta contemplar la alta silueta de George, enmarcada por la luz del sol.

—Entonces, ¿te vas? ¿Dejas Cairnwell?

George seguía contemplando los pájaros.

—No se... Realmente hay muy poco... —dijo Maxwell, sin mostrar el mínimo indicio de querer presionarle—. No tienes que verla en absoluto, si no quieres; al menos no siempre. Sólo mientras estés aquí.

En el campo, los mirlos se elevaron en formación, giraron en el viento como si fueran hojas y se volvieron a posar. George se volvió a Maxwell:

—¿Me das la llave?

• • • • •

Esta vez la puerta se abrió más fácilmente y George entró en la habitación, sujetando sin miedo la lámpara. Sabía que no había fantasmas. No había necesidad de fantasmas.

Su primer encuentro con el olor se le hizo mucho más llevadero, e incluso pensó en fumigantes y desinfectantes. Puso la silla de respaldo recto al lado de la cama y contempló el rostro de la mujer.

Era extraño que no se hubiera dado cuenta antes. El parecido con su padre era enorme, especialmente en los ojos. Eran tan tristes, tan tristes y tan cansados, abiertos durante todos aquellos años, mirando fijamente en la oscuridad.

—Duerme —susurró—. Duerme un ratito —dudó sólo un instante; después presionó su dedo índice sobre el frío pergamino de los párpados, primero uno, luego el otro, cerrándolos como si fueran persianas hechas jirones sobre ventanas entrecerradas.

—Así —dijo dulcemente—. Ahora está mejor, ¿verdad? Duerme un poquito —comenzó a tararear una melodía en la que no había pensado desde hacía muchos años, una vieja canción de cuna que le cantaba su madre en las noches en las que los terrores de Cairnwell no le dejaban dormir. Cuando las últimas notas languidecieron, atrapadas entre las grietas uniformes de los muros de la cámara, colocó una mano (bendiciendo la arrugada frente) y se encaminó escaleras arriba, donde le esperaba su brandy.

El vigésimo tercero señor de Cairnwell había llegado a casa.