Kathryn Cramer
Y cuando un granjero tuvo por fin su propia casa, no por ello consiguió ser más rico, sino más pobre; y sucedió que la casa se apoderó de él... Conozco dos familias en esta ciudad que, durante cerca de una generación, han estado tratando de vender sus casas de los alrededores y trasladarse al interior del pueblo, pero no han sido capaces de conseguirlo y sólo la muerte les hará libres.
Henry David Thoreau. Walden
Este volumen es compañero de The Architecture of Fear, recopilado por Kathryn Cramer y Peter D. Pautz (Arbor House, 1987). Aquel libro surgió de un grupo de estudio y debate sobre el horror compuesto por Peter Pautz, David Hartwell y yo... Otros libros que surgieron del mismo son The Dark Descent, recopilado por David G. Hartwell (Tor Books, 1987) y Christmas Ghosts, recopilado por Kathryn Cramer y David. G. Hartwell (Arbor House, 1987). En 1985 y 1986, nos reuníamos a estudiar la literatura de terror una o dos veces por semana en una cafetería de la calle Arbor House, donde trabajaban David y Peter.
Desarrollamos una teoría de la literatura de terror, la mayor parte de la cual se encuentra expuesta en la introducción de The Dark Descent. Resumiendo, hay tres modos de literatura de terror: 1) como alegoría moral, acerca de los coloristas efectos especiales del mal, y enfocando el conflicto entre el bien y el mal; por ejemplo, un relato como el de Nathaniel Hawthorne: Young Goodman Brown; 2) como metáfora psicológica, en la que los estadios psicológicos internos se exteriorizan, como La caída de la casa Usher, de Edgar Allan Poe; y 3) el terror de la Naturaleza-de-la-realidad, en el que el efecto fundamental se deriva del hecho de poner radicalmente en duda la Naturaleza de nuestro mundo; mi ejemplo favorito es el relato de Gene Wolfe Seven American Nights... Habiendo trabajado durante tres años con esta terminología, he tenido que llegar a reconocer que también existen relatos que practican estos modos unos contra otros. Ejemplos que me vienen a la mente son: Otra vuelta de tuerca, de Henry James, y, en este volumen, El Camino de los Cedros, de Karl Edward Wagner.
David, Peter y yo habíamos pensado inicialmente escribir un libro de crítica. Sin embargo, nos enfrentamos a un problema importante con los ejemplos que queríamos utilizar: la mayoría de los relatos no formaban parte del canon literario y, por consiguiente, no podíamos esperar que nadie más los hubiera leído. Un buen día, David llegó y dijo:
—Deberíamos hacer antologías.
Decidimos que tendría que ser una antología original y una antología histórica de cosas ya publicadas y nos distribuimos el territorio: David, que es el más competente, haría la antología histórica. De este modo nació The Dark Descent. Peter y yo, que combinamos habilidades complementarias y entusiasmo juvenil, colaboraríamos en una antología original, una antología de un tema que tuviese un atractivo comercial sencillo (me han explicado que la teoría no tiene atractivo comercial). Desde 1983, cuando hice un curso sobre Mujer y Tecnología en la Universidad de Washington, han estado dando vueltas en mi cabeza las ideas sobre el significado psicológico de la arquitectura. (Por aquella época también me dio un curso de redacción Joanna Russ; hablé con ella sobre las casas en la literatura de terror y me dijo que debía escribir un ensayo.) Así que propuse que nuestra antología de tema original debería ser sobre casas, y sugerí el título: La arquitectura del miedo.
En el Afterword de La arquitectura del miedo, titulado «Casas de la Mente», abogué por la metáfora de la casa como mente y desarrollé un argumento político para comprender el terror arquitectónico como una forma de comprender el mal sistemático. Al invocar lo fantástico, el terror nos permite acceder a multitud de cosas horribles, que son demasiado dolorosas para percibirlas directamente. La arquitectura del miedo es el horror central de la vida en el siglo xx, es un castillo de Escher, en el que el mal se ha perdido repetidamente y, liberado, ha invadido nuestros lugares seguros y nos ha dejado emocionalmente inseguros y con la duda entre la Naturaleza de la realidad y la Naturaleza de los horrores reales. La literatura de terror puede proporcionar comprensión para los horrores que no son de ficción y, aún más importante, quizá una lúcida respuesta emocional a través del espejo del arte.
El terror arquitectónico usa explícitamente la arquitectura. El relato de Jonathan Carroll contenido en este volumen, El arte de la caída, se puede leer como la literalización del concepto de arquitectura literaria de Ellen Eve Frank, «el hábito de la comparación entre la arquitectura y la literatura». Para que se pueda considerar dentro del terror arquitectónico, una historia debe contener por lo menos un edificio de algún tipo.
En este libro hay casas, un internado, un apartamento, una casa de muñecas, una antigua ciudad amurallada, transformada por el tiempo en un bloque de pisos adosados, un pub, una cabina telefónica y otros. Hay tres clases de arquitectura literaria: arquitectura literal, metáfora arquitectónica explícita y metáfora arquitectónica sumergida. Desde el momento en que hay tres, soy incapaz de resistir la tentación de emparejarlas con los tres modos de terror: arquitectura literal, emparejada con la alegoría moral; metáfora arquitectónica explícita, emparejada con la metáfora psicológica, y la metáfora arquitectónica sumergida, emparejada con el terror de la Naturaleza-de-la-realidad. Esto es quizá demasiado superficial: todos los relatos de este libro contienen arquitectura literal, y la mayoría contienen metáforas arquitectónicas explícitas y sumergidas. Pero si consideramos estas conexiones en términos de la función emocional más importante de la arquitectura en un relato, son útiles para comprender la relación de los tres modos de terror con el terror arquitectónico.
En la alegoría moral, la arquitectura tiende a ser relacionada metafóricamente con otra arquitectura: tu casa es tu fortaleza, que mantiene fuera las cosas malas; o bien, es tu prisión y estás encerrado dentro con ellas y debes arrojarlas fuera.
En la metáfora psicológica, una casa tiende a ser descrita en términos psicológicos, como en el famoso párrafo inicial de The Haunting of Hill House:
Ningún organismo vivo puede continuar existiendo durante mucho tiempo bajo condiciones de realidad absoluta; incluso hay quien piensa que las alondras y los saltamontes sueñan. La Casa de la Colina, al no estar cuerda, se defendía a sí misma contra sus colinas, manteniendo la oscuridad dentro de sí, y así ha permanecido durante ocho años y podría permanecer durante otros ocho. Dentro, los muros continuaban verticales, los ladrillos se veían cuidados, los suelos eran firmes y las puertas estaban prudentemente cerradas; el silencio se extendía uniformemente contra la madera y la piedra de la Casa de la Colina, y cualquier cosa que anduviera por allí, andaba solitaria.
También Barnard Levi St. Armand publicó un maravilloso análisis jungiano sobre la casa del Priorazgo de Exham en Las Ratas en las paredes, de H. P. Lovecraft, titulado The Roots of Horror in the Fiction of H. P. Lovecraft. (La estructura del Priorazgo de Exham es psicológicamente similar a la casa que visita H. P. Lovecraft, novelada por Richard A. Lupoff en La casa de la rue Chartres, que figura en este volumen.)
En el terror de la Naturaleza-de-la-realidad, la estructura de la casa y las relaciones de los personajes con ella tienen implicaciones que socavan nuestra confianza en que conocemos el mundo. Un ejemplo de ello es el relato de Robert Aickman, The Hospice, en el que las cortinas no ocultan ventanas, sino paredes blancas, y todas las pistas a las que nos aferramos para orientarnos solamente sirven para desorientarnos aún más.
Como ha mantenido Julia Kristeva en su libro Powers of Horror, el tema objeto emocional del terror es materia al borde de la represión. Si lo material estuviera completamente reprimido, no tendríamos acceso a él. De este modo, la tierra fronteriza al borde de la represión es el territorio natural del terror. Hay varios modos de definir la literatura de terror, pero una de las más útiles es la de que la literatura de terror es la literatura cuyo territorio emocional es el terror.
De este modo, la ocupación del escritor de terror no es sobrepasar todos los límites, sino bailar a su alrededor, acelerando ahora, retrocediendo después, arrastrándonos elegantemente mientras hace que nos demos perfecta cuenta de dónde están las líneas. Algunos han argumentado recientemente que la tarea del escritor de terror es ir más lejos, romper todos los tabúes, sobrepasar todos los límites. Pues bien, mientras esta metáfora espacial ofrece algún mérito, su aplicación tiene ciertos problemas. Una vez que uno va más lejos, más allá del borde de la represión, los símbolos dejan de significar, dejan de tener sentido. El resultado parece innecesariamente grosero, estúpido o —peor aún— aburrido. El exceso agota y devalúa el lenguaje psicológico de la violencia.
Es fácil comparar los límites con los requerimientos paternos de que se esté en casa antes de las diez o se permanecerá castigado durante una semana. Pero éste es un concepto muy estrecho de los límites. Yo misma suscribo el concepto matemático de límites. Los límites restringen, pero pueden dar un sentido de inevitabilidad: el tipo de inevitabilidad que produce el terror que se desarrolla en la mente.
En el terror arquitectónico la estructura de la casa se convierte en una encarnación de los límites, límites dentro de los cuales se puede permanecer, pero también límites en la fuerza tensorial de las vigas que sujetan el techo. Nuestra comprensión de la arquitectura fuerza a una racionalidad sin expresión de nuestros miedos sin forma:
El pentágono, el pentagrama, como todos los modelos, están definidos por sus límites. Incorporados a los armoniosos modelos de frutas y flores, ejemplifican un epigrama atribuido a Pitágoras, de que los límites dan forma a lo ilimitado. Éste es el poder de los límites. (György Doczi, The Power of Limits.)
Ésta es la terrorífica belleza de la arquitectura literaria y de la arquitectura como literatura.
E incluso el arte de ir más lejos se convierte, en sí mismo, en un juego de límites. En 1984, cuando todavía estudiaba en la Universidad de Washington, tenía algo de tiempo entre las clases. Así que decidí pasar una agradable y pausada hora en la Henry Art Gallery, que por entonces exhibía una exposición llamada «Confrontaciones», de la que yo no sabía nada. Pasé, sin leerlo, por delante de un aviso junto a una fotografía bien compuesta de una mujer durmiendo en una hamaca, que decía algo acerca de que algunos espectadores podían sentirse ofendidos por el material. Poco a poco me fui dando cuenta de que la mujer no estaba durmiendo: estaba muerta. Y aquello no eran los botones y las correas de su hamaca, sino una sección transversal de su caja torácica, y aquéllas eran tiras de carne mondada durante la autopsia. El título era «Heroína O. D., de 26 años de edad» (o algo así). Fui de fotografía en fotografía —muchas de las cuales incluían muertos, cuyas edades oscilaban desde la prenatal hasta la vejez— mirando fijamente con incredulidad, tratando de convencerme a mí misma de que todo aquello estaba trucado, retocado, o que eran dibujos, algo, cualquier cosa menos que fueran cadáveres artísticamente arreglados. Volví tres veces aquel día y traje a un amigo como testigo, solamente para asegurarme de que los cuadros estaban allí y que no estaba equivocada.
Compré un libro de fotografías de Witkin, que llevaba la siguiente etiqueta: Debido a factores de la censura actual, el EDITOR Y YO NO HEMOS INCLUIDO VARIAS FOTOGRAFÍAS IMPORTANTES EN ESTA PRESENTACIÓN DE MI TRABAJO. —PETER WlTKIN. La fotografía que me produjo una impresión tan profunda no estaba entre las del libro.
No era ni fotografía de combate, ni forense. Era claramente arte. Pero mientras que la gente dona sus cuerpos a la ciencia, nadie que yo sepa ha donado su cuerpo al arte. Alguien tenía que dar a Witkin aquellos cuerpos para manipular con ellos. ¿Quién?, ¿cómo?, ¿qué leyes permitían esto?
Lo peor de las fotografías era que resultaban preciosas. El resultado de un contenido inaceptable suponía un reto artístico para Witkin —un reto que intentaba afrontar. El sentimiento de prodigio horrendo que uno capta de los cuadros se deriva de la interacción del estilo y el contenido, no del contenido sólo.
Witkin desafía su propia imagen de los críticos, situando dos límites opuestos el uno al otro: por un lado, ha ido más allá de la frontera de la moralidad y el buen gusto a través de su elección del material y el tema; por otro lado, emplea normas clásicas de belleza en imágenes clásicas. Postmodernismo postmortem, supongo. Deja muy poco espacio para que se le critique en el campo estético, obligándonos a admitir el papel que desempeña la moralidad en la estética «pura». Este efecto no se puede lograr en la prosa del mismo modo que se puede lograr en la pintura, y es el resultado del exasperante contraste entre el respeto por los límites estéticos y su indiferencia con los límites morales.
En la World Fantasy Convention de 1986 en Providence,
Rhode Island, entre los variados objetos que regalaban había unas chapas promocionando Hellraiser, primera película de Clive Barker, en las que se leía: No hay límites. Más recientemente, en su retórica introducción al Libro de los Muertos, John Skipp y Craig Spector discutían el «progreso» que podía suponer el «ir demasiado lejos»:
Siempre existe, como se suele decir, la frontera siguiente.
La función del explorador es penetrar en lo desconocido, ahondar en aquellos lugares culturalmente inexplorados e informar de lo que se ha encontrado en ellos. Todo progreso se basa en la buena voluntad de unos pocos para aventurarse en territorio inexplorado, salir de allí, adaptarse a él y convertirlo en un lugar donde todos pueden morar.
Si hay alguna esperanza para el futuro, seguramente debe descansar sobre la capacidad de mirar impávidamente en el corazón de la oscuridad.
Después dirijamos nuestras miradas a un lugar mejor.
Y preparémonos.
Para ir demasiado lejos.
Este pasaje rezuma sexualidad masculina —soslayando implícitamente la escritura del terror gráfico, abierto con el comercio sexual—, y Skipp y Spector parecen tener una concepción muy americana del progreso. Pero estas características nos distraen de su intención real, de su argumento, por así decirlo. Lo que quieren decir con límites, fronteras, tabúes supone consecuencias de contenido, mientras permanecen completamente mudos en la cuestión del estilo.
Los límites no son tan sólo esenciales al terror; son además excitantes. Es la existencia del filo de la represión lo que conduce al cuento de terror a su plena existencia. La racionalidad y la ley física son lo que dan su efecto a Un descenso a Maelström, de Edgar Allan Poe. Es la tensión entre el interior y el exterior lo que hace la historia de la casa.
La película que más miedo me ha dado fue El resplandor. No es lo mismo que en la novela de Stephen King. El libro es, ante todo, terror de metáfora psicológica, mientras que la película es horror de Naturaleza-de-la-realidad. Y la película es un estudio cuidadoso de los límites. Kubrick establece repetidamente límites implícitos: sólo Danny puede ver a los fantasmas; Jack y Danny pueden ver a los fantasmas, pero Wendy, no; la familia entera puede ver a los fantasmas, pero de hecho, los fantasmas no pueden hacer nada. Y entonces Grady, el Fantasma, abre la despensa y deja dentro al loco Jack... El momento más escalofriante de la película, mucho más que el crimen del hacha o las escenas de persecución, porque sus implicaciones: en todo momento pensamos que algo no puede suceder en absoluto, y sucede. La arquitectura del Hotel Overlook y sus terrenos es fundamental para un número de escenas importantes: la escena de la despensa; la escena más famosa de la película, cuando Jack atraviesa la puerta y entonces se da unos golpecitos en la cabeza y dice: «¡Aquí está Johnny?»; y en la escena en que Jack persigue a Danny con un hacha a través del laberinto formado por los setos. De hecho, el concepto de límites es fundamental para la estructura de la historia en su conjunto: la familia se verá atrapada por la nieve durante el invierno y tendrá que permanecer en el Hotel Overlook.
Vi la película en 70 milímetros en una enorme pantalla curvada, sentada en la primera fila con mi amigo Klay. Acababa de llegar pocos días antes, después de una estancia de un año en Alemania y tenía dieciocho años, pero aparentaba catorce. No me había traído el bolso, pero llevaba el pasaporte para identificarme (no tenía carné de conducir) por si el taquillero se planteaba si me debía dejar entrar o no en una película clasificada para mayores. Los pantalones que llevaba sólo tenían bolsillos delanteros, así que le di mi pasaporte a Klay para que se lo metiera en su bolsillo trasero durante la película.
Cuando la película terminó y los créditos corrían sobre el cuerpo congelado de Jakie, con sonrisa de loco, anduve al final del pasillo con Klay y le pedí que me devolviese el pasaporte. Me sentía muy suficiente. Supe que el pasaporte seguramente se habría caído de su bolsillo trasero y ahora estaría bajo su asiento. Lo supe porque me había pasado antes. Se tentó el bolsillo trasero. Mi pasaporte no estaba. Miró bajo su asiento. Lo encontró. Me lo devolvió y me sentí muy satisfecha de mí misma... hasta que atravesé el césped que hay frente a la casa de mis padres y me di cuenta de que jamás me había metido el pasaporte en el bolsillo trasero. Entonces el mensaje de la película me llegó directamente desde la pantalla. ¿Así que piensas que sólo es una película? ¿No te he dicho todo el tiempo que si piensas que algo no puede suceder, estás equivocada? No dormí el resto de la noche. Me quedé mirando a lo lejos desde la puerta a mi habitación por miedo a ver a dos niñas pequeñas en la entrada, diciendo: «Ven a jugar con nosotras para siempre, y siempre y siempre», y cuando fui al baño, durante la noche, me quedé con la cabeza vuelta hacia la bañera, para evitar encuentros con viejas damas cuya fecha había caducado.
Me costó una semana darme cuenta de que había perdido dinero de mi bolsillo trasero y que era eso en lo que había estado pensando. En una carta a Gene Wolfe le conté esta historia. Me contestó diciendo que la parte sobre el dinero era solamente una racionalización a posteriori. Como pertenezco a una familia en que siempre buscamos explicación a este tipo de cosas, tengo una explicación preparada. Pero supongo que tiene razón. Es simplemente imposible y lo conservaría en toda su preciosa imposibilidad.
Hay muchos relatos en este libro que son imposibles, que no pueden haber sucedido; relatos de lo fantástico, de lo sobrenatural: un relato sobre una inteligencia prehistórica, subterránea; una América fantásticamente modificada, que muestra una cierta semejanza con la Antigua Grecia como se retrataba en la mitología griega; una mujer de novecientos años y, por supuesto, casas encantadas. Anteriormente he definido la literatura de terror con relación a la emoción del terror. Hay otra definición útil del género que estamos intentando conocer. Llamémoslo literatura sobrenatural en lugar de terror, y exigirá que comprenda elementos sobrenaturales: hombres lobos, momias, el monstruo de Frankenstein..., el repertorio habitual de la Noche de Halloween. La diferencia entre lo sobrenatural y la simple fantasía es principalmente tradición y en parte un sentido de lo misterioso.
Mientras que, en principio, el horror y la fantasía se pueden separar y distinguir, en este momento histórico, el filo de la fantasía está en el horror y el filo del horror está en la fantasía. Viene en tres volúmenes: hay duendes, enanos, gnomos y unicornios. Generalmente hay una hermosa princesa y un adolescente que empieza siendo bastante vulgar; pero parte a la búsqueda de algo, y a través de la búsqueda descubre su verdadero poder y se convierte en rey al final del tercer volumen. El exceso de producción de novelas de fantasía ñoñas ha degradado muchas de las formas más prometedoras de fantasía. Y al igual que los motivos sobrenaturales están prácticamente agotados, el mejor trabajo de terror se está haciendo de modo creciente dentro de la fantasía. Así pues, en este libro hay un número desproporcionado de escritores conocidos, fundamentalmente por sus obras de fantasía y ciencia ficción. St. Martin Press ha comenzado a publicar recientemente un volumen combinado de lo mejor del año de fantasía y de terror, que resultaba oportuno, teniendo en cuenta la coincidencia de categorías que se da en los mejores trabajos.
En su ensayo sobre «Lo Imposible», M. C. Escher, cuando trata de cómo utiliza la racionalidad y los límites para dar plausibilidad a sus imágenes, introduce después un elemento imposible para provocar en su espectador una especie de choque, el mismo tipo de choque, reivindica, que consiguen los escritores de cuentos de hadas. La esencia de la fantasía limita de modo inextricable con el encadenamiento de lo lógico y lo ilógico, la racionalidad y la irracionalidad, lo real y lo irreal. Y el horror combinado con la fantasía tienen potencialmente el mismo efecto que me produjo la versión de El resplandor, de Kubrick. Arroja dudas sobre lo que creemos que sabemos acerca del mundo, socava nuestra petulante confianza de que sabemos cómo son las cosas y de que continuarán siendo como hasta ahora.
La fantasía coge al lector por sorpresa igual que la vida real. El terror de la vida real puede ser repentino y aplastante. Por la noche, tarde ya, en la CNN, aproximadamente seis horas después del terremoto de California del 17 de octubre de 1989, el locutor daba las últimas noticias sobre el número de víctimas mortales de la zona de la Bahía, que por entonces se estimaba en cientos: luego dio paso a los anuncios. Después de unos tres anuncios, había uno de Rice & Roni, en el que una patata baila con una caja de Rice & Roni y canta «Stayin’ Alive». Al final aparece un diminuto coche teledirigido y suena su bocinita. ¿Descienden las ventas? Puedes salvar las vidas de las inocentes patatas comiendo Rice & Roni. Pero los terrores arquitectónicos de la noche —el derrumbamiento de un segmento de una milla de la 1—880 y una parte del puente de la Bahía, el fuego en el Distrito de la Marina, los edificios que se derrumban en Santa Cruz Pacific Garden Malí— daban al anuncio de Rice & Roni un aspecto chocante y macabro. El terremoto había cambiado las reglas. Fue aplastante.
Richard A. Lupoff, cuya Casa de la rue Chartres aparece en este volumen, estaba sentado ante su ordenador en Berkeley, no muy lejos de la sección Cypress de la 1—880, en el momento del temblor. Dijo que cuando la habitación empezó a agitarse, pensó que éste era uno más de los cientos de terremotos que había conocido. Cuando el temblor se fue haciendo más fuerte, se dio cuenta de que, de hecho, éste no era como los otros; éste era mayor.
La Naturaleza tiene sus límites, pero nosotros no podemos verlos. Cuando los personajes despegan en una nave espacial, no se espera que la nave vaya a explotar delante de cien mil escolares. Cuando los personajes toman un autobús de Oakland a San Francisco, no se espera que el piso de arriba se desplome sobre ellos. El drama de la Naturaleza puede sobrepasar fácilmente, en segundos, los excesos del melodrama humano. Lo fantástico nos permite volver a capturar aquel elemento de sorpresa que la realidad posee, pero que las reglas del realismo prohíben.
El paisaje y la arquitectura definen mucho de lo que creemos que sabemos. Asumen una permanencia, una inevitabilidad que, al mismo tiempo, son reconfortantes y nos aprisionan. Cuando cambian inesperadamente el cambio es al mismo tiempo terrorífico y liberador.
La noche pasada, Alemania del Este anunciaba que estaba cesando de aplicar las restricciones para los viajes y abría la frontera con Berlín Oeste. Cuando escribo esto, la CNN está dando imágenes de gente que se ha aproximado o que camina por encima del Muro. Y hay una intensa discusión sobre el derribo del Muro: la inevitable alteración arquitectónica y el diálogo político conducen a la metáfora arquitectónica. La arquitectura es simultáneamente la más personal y política de las metáforas.
Al consentir en escribir un relato de casas, los autores de este libro se están sometiendo a sí mismos a un proceso inherentemente psicológico, incluso más por el simple hecho de escribir ficción, porque las casas directamente hablan de cuestiones de identidad. Me han dicho que hay un test psicológico en el que el sujeto dibuja una casa y luego habla sobre ella. Al escribir un relato de casas, los autores afrontan el problema de qué exponer y qué ocultar sobre ellos mismos. Porque los relatos que hay aquí, relatos de casas, son hasta cierto punto psicológicos.
Tanto Sharon Baker como Edward Wagner sitúan sus relatos en las casas de su infancia. Y otros relatos están situados en edificios que existen realmente: los de Richard A. Lupoff, Susan Palwick, Garry Kilworth, Ian Watson y Edward Bryant. La misma esencia del relato sobre casas es el equilibrio entre lo literal y lo metafórico. La misma literalidad de estas casas hace alusión a su naturaleza metafórica. Estos autores, «¿han reconocido sus casas»?, ¿o han reconocido alguna otra verdad metafórica? El resultado de la psicología es ineludible. Las casas son ineludibles.