—Folklore —dijo Wenzel, el socio de Sherman. Lang pensó que si se cogía un duende de debajo del puente y se le vestía con un traje de mil dólares se podría conseguir un gemelo de Wenzel.

—Uno espera un cierto grado de elaboración cuando oye esas historias repetidas desde lejos. Nos ofrecimos a reunimos con él en su casa, pero puso reparos, diciéndonos que tendría que hacer limpieza —los tres bajaron del taxi en Central Park Oeste—. Era un hombre pequeño, de voz profunda. Si le hubiera oído hablar por teléfono, habría pensado que era del tamaño de una nevera. Llevaba un traje de los años cincuenta que parecía casi nuevo.

Una vestimenta inusitada para un hombre de ochenta años —dijo Wenzel.

—No se bañaba desde el día de la victoria de los aliados, o al menos eso parecía. Y las ventanas del despacho sólo pueden abrirse en caso de incendio.

—Últimamente hace un tiempo espantoso —dijo Wenzel—. ¿Hace este calor en Kentucky?

—Tennessee —dijo Lang, mirando detrás suyo para ver lo que podía saltar sobre ellos desde la húmeda jungla del parque—. Mucho más calor. ¿Estamos en un barrio peligroso?

—¿No lo son todos?

—¿La policía de por aquí suele interesarse tanto en cuestiones de herencias? —preguntó Lang.

—Si se muestran tan proclives a hacerlo, es en función de las complicaciones —dijo Wenzel.

—¿Murió en sus oficinas?

—En mi despacho —dijo Sherman—, Salí para coger los papeles del acuerdo...

—Yo, para respirar —dijo Wenzel.

—Cuando volvimos había muerto.

—El corazón —dijo Wenzel—, ¿Qué te queda si no tienes salud?

Cruzaron la avenida cuando cambió el semáforo. En el parque aullaron sirenas; sonaban como animales atrapados.

—De todos modos, habría dejado una impresión indeleble, apareciendo y desapareciendo con semejante premura —continuó Sherman—, Mientras estaba sentado en la sala de espera, apiló a su alrededor todas las revistas en montones matemáticamente iguales. Cuando le hicimos pasar al despacho, señaló nuestra biblioteca de consulta y nos dijo que leía quinientos libros a la semana.

—Nos quedamos mirándole —dijo Wenzel.

Caminaron hacia el oeste, hacia la calle Noventa y cinco. Las brisas primaverales pegaban periódicos amarillentos a sus tobillos. Dos gatos con aspecto de vivir a la intemperie se desplazaban en dirección al parque.

—¿Para qué nos ha llamado la policía?—preguntó Lang—, Me temo que no lo he comprendido.

—Les gusta hacer las cosas así, señor Lang —dijo Wenzel—. Nos enfrentaremos con lo que hayan descubierto.

—Siempre hay problemas cuando alguien muere sin testar —dijo Sherman—, Hay muchas complicaciones relacionadas con la propiedad...

—¿De qué tipo? —preguntó Lang.

—Ya lo verá —dijo Wenzel—, Esperamos que usted no quede involucrado en esto tan directamente. ¿Dijo que no le había visto nunca?

—Papá me dijo que le vio una vez, cuando eran críos —dijo Lang—. Pero pareció algo afectado.

—Puede estar seguro —dijo Wenzel—. Es una lástima que su padre no haya podido venir. Todo el mundo debería ver Nueva York antes de morir.

—Papá no tiene prisa.

—¿Su primo también era del Sur? —preguntó Sherman, arreglándose el bigote con un pequeño peine dorado. Lang se maravilló de lo mucho que se parecía al hombrecito del Monopoly.

—Oh, sí.

Los abogados asintieron y siguieron caminando. Las ramas de algunos árboles se entrelazaban por encima de la delgada arteria verde de la calle. Tan abrumador era el olor de la calle que Lang se imaginó caminando por un muelle al que desembocaba un sumidero. Las ventanas de los típicos edificios de cuatro pisos que delimitaban la manzana no contenían más vida que los ojos de los pasajeros del metro. Como a través de la cristalera de un baño, Lang vio al final de la manzana figuras anaranjadas que flotaban, yendo y viniendo, como si levitasen sobre la acera, encerradas dentro de un mundo propio y brumoso. A lo largo del bordillo sur de la calle había aparcados siete contenedores de basura; innumerables gatos rondaban su contenido.

—Llevaba una bolsa de la compra de Peck y Peck, una empresa que quebró cuando yo tenía la edad de usted —continuó Sherman—, La bolsa estaba abarrotada de periódicos, cerillas, varias bolsas más pequeñas y un trozo de pipa. ¿Vio el cuenco con cajas de cerillas de mi escritorio, esas que tiene impreso el nombre de nuestra firma? Preguntó si podía coger alguna, y vació el cuenco en la bolsa.

—Papá dijo que nunca conoció a la hermana —dijo Lang—, Sería más joven que él, supongo.

—Unos veinte años —dijo Wenzel—, Un nacimiento inesperado, probablemente. Su madre tenía casi cincuenta años y murió poco después. Parece que su padre asistió al parto. Era ginecólogo, pero entonces apenas existía la planificación familiar.

—¿Dónde está ella?

—No estamos muy seguros de su paradero —dijo Sherman—. No tuvimos noticia de su existencia hasta que vimos su nombre en la primera hipoteca. Nadie del banco la recordaba, pero sólo uno o dos empleados le recordaban a él, así que...

—Le dijimos que también necesitábamos su firma. En seguida nos remitió a una decisión del tribunal de hace dieciocho años que le otorgaba su custodia. Dijo que ésa fue la última vez que utilizó un abogado, y nos explicó que nunca trató con abogados mientras su padre fue médico —dijo Wenzel—. Dijo que la escuchaba a veces, pero que sólo la veía de cuando en cuando.

Los trabajadores se movían entre la niebla, yendo de la casa a los contenedores. Los hombres de la policía se sacudían el polvo incoloro de sus uniformes azul oscuro como si se adecentaran tras una redada. Lang empezó a darse cuenta del origen de la niebla, cuando vio la arenisca; brillantes motas de polvo surgían de la casa, quedaban suspendidas brevemente en el aire y caían luego en capas sobre las inmediaciones. Manchas grises que hacían destacar la hiedra marrón que inundaba la fachada. Escritas sobre la puerta del frente se leían las descoloridas palabras: Derribar esta casa. Tres obreros sacaban una plataforma de madera por la puerta del sótano; atadas a la plataforma había cinco radios viejas y el guardabarros delantero de un coche. Un artefacto semejante al trineo de un niño voló desde una ventana del ático al contenedor más próximo. Los gatos se dispersaban cada vez que caía sobre ellos un desecho nuevo. Lang se fijó en el brillo apagado de los imperturbables ojos de la casa.

—¿Con qué tapaba las ventanas?

—Chapa de aluminio —dijo Wenzel—. Algo superfluo, la verdad.

—¿Han empezado ya a derribar la casa?

—Aún no.

Un camión azul bloqueaba la acera; mangueras gruesas como la cintura de un hombre corpulento iban de la trasera de su remolque a las ventanas del sótano. Era el aspirador más grande que había visto Lang; gritaba como el rugido de un huracán, absorbiendo la nube del interior, vomitándola a su vacío.

—Hay muchas cosas en este caso que son atípicas en nuestro oficio —dijo Wenzel—. Ahí está la sargento. Intentaré encandilarla antes de presentarles. Quizás podamos mantenerle al margen de esto, señor Lang...

—Me gustaría entrar...

La sargento era una mujer delgada, que quizá le llegase a Lang por la cintura; llevaba gafas de soldador y guantes parecidos a los de un halconero. Wenzel se acercó a ella como lo habría hecho cualquier soplón buscando un trato.

—Sonreía sin mostrar los dientes —prosiguió Sherman—. Intentamos acelerar las cosas antes de ahogarnos. Para empezar, le llamé la atención sobre el hecho de que aún no había pagado la hipoteca del banco y llevaba siete años de retraso...

—Siete años —dijo Lang—. ¿Por qué no les echaron?

—Enviaron varias notificaciones en la fecha de ejecución de la hipoteca, pero todas fueron ignoradas. Los representantes del banco fueron a la casa, pero no pudieron entrar.

—¿No les dejó?

—A su modo —dijo Sherman—, Con el tiempo, el banco cejó en su intento de quedarse con la propiedad. Debió parecerles que no merecía la pena el esfuerzo.

—Tienen unos bancos de lo más espléndido por aquí —dijo Lang.

—A veces. Quizá no fue más que el desbarajuste burocrático habitual. El tiempo pasa, la gente se va y al final no se preocupan ni las computadoras; su primo quedó abandonado a sus recursos. El año pasado, las inmobiliarias dueñas de los solares contiguos notificaron al banco su deseo de adquirir la propiedad de su primo. Uniendo este solar a los suyos, podrían añadir legalmente doce pisos de apartamentos más al edificio que querían construir. El bienestar de sus parientes se convirtió de pronto en un asunto de inmediato interés.

Mientras la sargento hablaba con Wenzel, gesticulaba en dirección a la casa como si ésta la estuviese llevando a la jubilación. El cabello negro que llevaba recogido bajo la gorra se soltó y un mechón se deslizó bajo su visera. Sus palabras desaparecían apagadas por los gritos de los trabajadores, el aullido del aspirador y el retumbar de los escombros deslizándose por la rampa.

—Su padre construyó la casa —dijo Sherman—. Antes era propiedad de la familia. Su primo la hipotecó una primera vez, y luego una segunda.

—¿Para qué necesitaba el dinero? —preguntó Lang.

—Empezó a coleccionar cosas —dijo Sherman.

Gatos de todas clases se escabullían entre los desechos, deteniéndose de cuando en cuando para lamerse la porquería de los morros enrojecidos.

—Papá nunca nos habló de esta rama de la familia hasta que usted llamó —dijo Lang—, Comentó que sus padres no les mencionaban nunca.

—Hay algunas familias que viven como si algunos de sus miembros existieran en cuartos sagrados y sólo se les pudiese ver cuando se deja algo entreabierto —dijo Sherman, mirando la hierba gris de la casa—. Debieron pasarlo mal. Vivieron diez años sin electricidad, cinco años sin calefacción, tres años sin agua —extrajo de un bolsillo un pañuelo de seda y se secó el sudor de la frente—. No hay constancia de cuándo les cortaron el teléfono. El banco les mandaba cartas; los mensajeros venían hasta aquí, pero nadie les abría. En algún momento, él se dio cuenta de que debía interrumpir su aislamiento, así que nos llamó desde una cabina al ver nuestro anuncio en el Voice...

—¡Eh! —gritó la sargento, haciéndoles señas—. Vengan aquí.

Cuando atravesaron la niebla, Lang empezó a toser violentamente, temiendo escupir sangre; era tan granular la consistencia del aire que se imaginó con los pulmones llenos de arena. Wenzel parecía haber perdido una maleta de la que dependiesen sus ganancias.

—¿Usted es el pariente? —preguntó la sargento a Lang, que boqueaba buscando aire—. Haga algo con esa tos. ¿Qué lleva en el bolsillo? Sáquelo.

—Creo que va desarmado, sargento... —dijo Sherman.

—Sáquelo.

Lang extrajo el bulto que ella señalaba y mostró el contenido en su mano extendida.

—Son cerillas —informó.

Parpadeando mientras se quitaba los anteojos, ella entrecerró sus ojos desprotegidos contra el polvo. Se limpió las lentes en la parte delantera de la camisa, teniendo cuidado de no arañarlas con los botones o la placa. Una vez estuvieron limpias, se las volvió a poner.

—De tal palo, tal astilla —dijo.

—Éramos primos —dijo Lang—, Nunca los conocí.

—Tuvo suerte —dijo ella—, ¿Le han dicho esos dos algo de lo que tenemos ahí dentro?

—No nos pareció necesario contarle todos los detalles a nuestro cliente, hasta que requirieron su presencia —dijo Sherman.

—Está bien —interrumpió Wenzel—, El señor Lang no tiene por qué entrar si no lo desea. Nosotros...

—Pensé que querría verlo por sí mismo —dijo ella.

—Adelante, sargento.

—¿Sabe que ayer empezaban mis vacaciones? —dijo ella—. Ahora me dicen que harán falta dos semanas para vaciarlo todo...

—Aquí todos somos intermediarios, sargento —dijo Wenzel.

—Alguien debe pasarlo mal además de mí —dijo ella—. De acuerdo, vístanse. Tengo que hacer una llamada y ahora vuelvo. Esperen aquí.

Mientras se alejaba, se entretuvo lo bastante como para acorralar a un obrero y darle unas órdenes. Éste cogió tres monos de la cabina del camión aspirador y se los arrojó a Lang y sus abogados.

—¿Está seguro de querer entrar, señor Lang? —preguntó Wenzel.

—¿Por qué no? ¿Para qué es esto? —preguntó, sorprendido por el peso del mono que sujetaba.

—Por precaución —dijo Sherman, hablando mientras se ponía la ropa encima del traje—. A juzgar por lo que hemos oído y lo que hemos podido averiguar, estamos preparándonos para movernos entre sus excentricidades personales. Cuando entró en el despacho, los dos empezamos a creer que el hombre no estaba en sus cabales —Lang notó que la tela de las mangas y las perneras era mucho más gruesa que la del tronco—. Sus creencias tenían cierta lógica. Quizá tendría que haber reconsiderado sus premisas, pero debo admitir que había cierta consistencia en sus ideas...

—Eso me suena como si estuviese loco —dijo Lang—, ¿Nadie notó nada antes de esto?

—Pero, señor Lang, ¿cuándo lo veía alguien? —preguntó Wenzel.

Lang se puso la capucha del traje, ajustándose a los ojos las gafas incorporadas y el filtro a la boca, dando gracias porque amortiguara tanto el olor como el polvo del aire.

Le contamos la oferta del banco —ponerse los monos era llevar a cabo una metamorfosis; parecían haberse convertido en cucarachas de brillantes colores—. Un solo pago de doscientos mil dólares para cubrir el coste de la mudanza. Luego lo venderían por diez veces más, desde luego; pero parecía bastante justo, teniendo en cuenta que, si querían, tenían derecho legal para apoderarse de la propiedad. Pero no la aceptó. La casa les venía demasiado bien —dijo.

Los filtros de la capucha hacían que se oyeran los unos a los otros como a través de un teléfono barato.

—Le sugerimos que considerase la oferta como un regalo y no como una exigencia —dijo Wenzel—; pero dijo que una exigencia, se llamara como se llamara, era una exigencia. Dijo que no podía perder lo que había ahorrado; no ahora...

Un obrero gritó. Un tonel de madera salió desde arriba y explotó contra la acera lanzando una metralla de cerámica rota. El capataz, al ver que nadie estaba herido, dijo:

—¡Descanso para almorzar! ¡Corred la voz!

Una camada de gatitos se agitaba en el contenedor más próximo, llamando a sus madres.

—¿Los gatos eran suyos? —preguntó Lang.

—Supongo que vienen por las ratas —dijo Wenzel—, Como compradores que acuden a las rebajas.

—¿No tendrá usted claustrofobia, señor Lang? —preguntó Sherman, con ojos inescrutables tras las gafas.

—Hasta ahora, no.

Los obreros se desentendieron de la casa, marchándose a almorzar, llevándose consigo algún trozo de la acumulación: rollos de cuerda metidos en cajas; montones de tela manchada; raros volúmenes de enciclopedia; neumáticos sin dibujo; muñecas sin cabeza; trofeos despellejados de taxidermista; relojes sin manecillas; máquinas de escribir sin teclas; televisores sin pantalla... Hallazgos arqueológicos redescubiertos demasiado pronto como para tener valor.

—Hay cierto desorden en el lugar —dijo Sherman.

—¿Cómo puede ser tan grande la casa para contener tantas cosas? —preguntó Lang, volviendo a mirar los abarrotados contenedores.

—Estas casas están construidas pensando en albergar familias enteras —dijo Sherman—, Ésta es como las demás del barrio, con algunos añadidos. Cuatro grandes habitaciones por piso, una cocina y varios cuartos de baño; habitaciones pequeñas que sirven como alacenas, cuartos para los criados en el ático y un sótano completo...

—No tan completo —dijo Wenzel.

—Tengo entendido que la cocina estaba dividida por la mitad. Parte de ella parece haber servido como despacho del padre. Hay mucho más espacio de lo que parece y él estaba acostumbrado a hacer que las cosas le cupieran.

—Empieza el espectáculo —dijo la sargento cuando reapareció, ajustándose a la cara una mascarilla de cirujano—, Ustedes dos no han estado aquí desde que empezó la limpieza, ¿verdad?

—No parecía haber motivos para volver —dijo Sherman.

—¿Hago bien en suponer que nunca ha estado en Nueva York? —le preguntó a Lang y, antes de que pudiera responder, continuó hablando como si no se lo hubiera preguntado nunca—. Entraremos por el sótano. Si era bueno para él, también lo será para nosotros. Ahora es el acceso más sencillo. No puedo garantizar cuánto tiempo podremos mantener a los periodistas al margen de esto...

—Ya nos ocuparemos de eso —dijo Wenzel.

—Las cosas son peores dentro. No hagan movimientos bruscos, y tengan cuidado con los codos. Vayan con ojo con las ratas, por si acaso. Se las puede oír por todo el lugar, pero las muy bastardas se esconden. No vomiten en los monos, lo lamentarán. Si sienten que el suelo cede bajo ustedes, prepárense para... —hizo una pausa—. Bueno, estén preparados. Si la cosa empieza a abrumarles, díganlo rápido. Vamos.

Se agacharon, cruzando el umbral bajo el porche. Los filtros no eliminaban por completo las miasmas de la casa; una mezcla alucinógena de moho, excrementos, ratas, putrefacción, agua estancada y polvo impregnaba el ordenado jaleo. La excavación había dejado al descubierto la mitad frontal del sótano. Madera nueva se alzaba entre la selva virgen de los soportes del piso.

—El suelo empezó a hundirse cuando empezaron a apartar la basura —dijo la sargento—. Tuvieron que poner vigas extra. Roble sólido —dijo golpeando una con el puño.

Encendió la linterna. Se oyó un sonido de animales escondiéndose de la luz semejante al ruido de un pincel deslizándose por un papel de lija. Más allá de las escaleras yacía un cañaveral impenetrable de pilas de revistas, columnas de periódicos, pilares de libros y folletos. Los niveles más bajos llevaban tanto tiempo empapados que se habían transmutado en negra turba; las hileras más altas y secas brillaban por igual bajo los breves destellos de luz. Lang, acercándose, vio centenares de pececillos plateados deslizándose sobre el papel, atareados en convertir su territorio en estiércol.

—Maldito... —empezó a decir, pero no se le ocurrió la continuación.

—Inconvenientes de ahorrar pensando en este día lluvioso —dijo Wenzel.

—No se paren —dijo la sargento; su voz era potente para una persona de su tamaño—. Ni idea de lo que podemos pillar aquí abajo. Ahora debería estar en Cuernavaca.

—Algún resto de conducta social dentro de su ser le empujó a intentar explicarnos sus esfuerzos —dijo Sherman, prosiguiendo mientras subían los húmedos escalones—. Al principio creíamos que divagaba sólo para distraernos, pero pronto vimos que había algo más, aunque resulta difícil decir el qué. Decía que los aborígenes, los indios, las razas primitivas de todos los países, antaño poseían habilidades y sentidos que hemos ido perdiendo a medida que la civilización se hacía cada vez más opresiva. Como el ser capaz de oír a grandes distancias, por ejemplo.

—Ver las estrellas a plena luz del día, decía —prosiguió Wenzel—. Oler el sol. Tenía buen oído para el lenguaje. A medida que los modernos se hacían postmodernos —no lo dijo así, pero a diferencia de algunas personas no lo recuerdo todo con exactitud— hay conocimientos que nuestros padres daban por sentados y que también hemos perdido. En una generación parece haberse eliminado la historia de la esencia de la sociedad, o al menos el conocimiento de la historia.

—Perder el pasado —dijo Sherman—, fue perder el alma.

Las lámparas colocadas por los obreros colgaban de un grueso cable eléctrico sujeto al techo del vestíbulo, reduciendo las sombras al grosor del filo de un cuchillo. Se habían abierto pasillos entre pilas de National Geographic y Life, rodeando periódicos atados en paquetes de treinta con nudos rotundos. La parte de soga más cercana al suelo generalmente estaba mordida. Lang tropezó, chocando contra una pared de papel; un relámpago de pulpa fluyó hacia afuera en un halo repentino. Los periódicos parecían teñidos a mano; los colores se intensificaban de arriba a abajo, del crema al amarillo limón, del amarillo canario al amarillo mostaza, al ámbar, luego al marrón, luego al negro.

—Hay túneles y senderos por toda la casa —dijo la sargento—, cambios de sentido, callejones, caminos cortados. No sé cómo se las arreglaba para no perderse.

—Recordaba dónde estaba cada cosa —dijo Wenzel—. Conocía su laberinto.

—Primero, por aquí —dijo ella—. Hacia la cocina. Cuidado donde pisan, el suelo no es muy seguro por aquí. Me han dicho que el peso aproximado de lo que hay almacenado aquí es de unas sesenta toneladas. No podría haberlo hecho en una casa nueva.

—Un día estaba limpiando el sótano con su hermano; sospecho que fue la última vez que lo hizo —dijo Sherman—, Hizo una broma sobre la alacena de Fibber McGee, y ella no comprendió la alusión. Era un programa de radio. Uno de los personajes tenía una alacena, y cada vez que la abría caía una tonelada de cosas...

—¿Alacenas?—dijo la sargento—. Yo le enseñaré alacenas. Son lo más limpio de aquí. Mire.

Se habían llevado suficiente material de donde estaban como para que ella pudiera abrir la puerta más próxima y pudieran asomarse. Allí dentro había una docena de estantes llenos de pares de zapatos de hombre, con los cordones de cada uno cuidadosamente atados y las puntas de cada par torcidas hacia arriba en un ángulo de 80 grados. Un sonido gorjeante llegó de todas partes, como si hubieran entrado en una tienda de animales despertando a todos los pájaros.

—Bastardos —dijo la sargento—. Hay veneno por todas partes, pero no ha servido de nada.

—Dijo que al principio no pensó en la incomprensión de su hermana. No era más que el descubrimiento de que el bagaje cultural se había perdido por el camino —continuó Sherman—. Pero ese instante le asaltaba periódicamente, y así durante unas cuantas semanas después, pensando que su hermana era la única que no conocía un programa que él no se perdía nunca, intentó incluir la referencia en su conversación con otros tan jóvenes o más que su hermana, pues en aquellos días aún no se había encerrado, tirando la llave tras él. Se dio cuenta —decía— de que nadie parecía saber de qué hablaba. Cuanto más pensaba en ello, más le turbaba, hasta que se preocupó tanto por las consecuencias que veía derivarse todo ello que permanecía despierto por las noches, incapaz de no pensar.

Dentro de la cocina había seis frigoríficos; cada uno de ellos era de una serie producida en una década diferente. Las puertas habían sido arrancadas, como queriendo proteger a los niños. Pucheros y cacerolas ocultaban el horno; vajillas de cien formas llenaban el fregadero. Se había practicado un hueco en el centro para que pudieran moverse sin dificultad hasta la siguiente habitación, el viejo despacho del doctor. Éste estaba casi vacío. Un largo mostrador corría paralelo a una pared; detrás había un armario alto. Un enorme candado del siglo xix cerraba el mueble, pero alguien lo había forzado.

—Dijo que la herencia hace a la persona antes de nacer —prosiguió Sherman—; pero el entorno hace luego a la persona. Si el entorno desaparece, ¿qué pasa con la persona? Una noche que estaba despierto se le ocurrió que la vida tenía tan poco cuerpo que podía desvanecerse mientras se la contempla. Dijo que a veces se pasaba horas mirándose al espejo, asegurándose de que todavía seguía allí.

—El concepto implícito de una Polaroid invirtiéndose a sí misma —dijo Wenzel—. No es que no fuera un hombre inteligente, es que descubrió el existencialismo demasiado tarde como para poder asimilarlo con la facilidad de un adolescente.

Unas placas tapaban la ventana que había encima del mostrador, junto al armario. La sargento arrancó la persiana, apartándola con el guante. Un sendero de luz brilló abriéndose paso por la habitación; partículas de polvo brillaron en el rayo.

—Las teorías necesitan probarse, y él buscó pruebas —dijo Sherman—, incluyendo referencias en su conversación para ver lo que podía salir a la luz si insistía lo suficiente. Cafetería Bickford, El Squalus, Acuarelas Martín, Grover Whalen, Él Sea Beach Express. Dijo que, naturalmente, los más jóvenes eran los que iban más lejos. No recordaban a Reagan, y no podían encontrar su calle en un mapa.

—Se lo tomó de forma personal —dijo Wenzel—, Algo que siempre sale mal. Nadie recordaba nada de lo que recordaba él, o al menos eso le parecía. Mientras le escuchábamos hablar, se puso a examinar su problema y nos dijo por qué le afectaba tanto, aunque no nos dimos cuenta hasta después.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Lang.

—Al principio, cuando nos mencionó la decisión del tribunal de nombrarlo custodio de su hermana, citó, palabra por palabra, al menos en lo que podemos recordar, lo que más tarde leímos. Creo que tenía memoria eidética. Todo lo que caía en su red quedaba atrapado para siempre.

—Mire ahora esto —dijo la sargento, abriendo la puerta del armario y apartando de golpe la mano antes de que las cucarachas del interior pudieran trepar por su brazo. En el interior había tarros: los de una pinta alineados en los estantes superiores, los de cuarto de galón en los del medio, los de medio galón y los más grandes en la parte de abajo.

—Ya no le importa a nadie, decía —continuó Sherman—. A nadie le importaba que se hubiera perdido tanto; y cuanto más veía que se había perdido, más le parecía que él mismo iba desvaneciéndose. Un día pasó junto a una tienda de la avenida Amsterdam...

—Columbus —corrigió Wenzel.

—De una avenida. Su agarofobia no era aún tan pronunciada —dijo Sherman—, En el escaparate había algo que no había visto desde hacía años. La miel de arce Log Cabin —dijo— venía en latas, que se parecían a las cabañas de madera de antes de la guerra, y ahora, años después de Pearl Harbor, se encontraba mirando otra vez una. La compró. Cuando la llevó a casa la puso encima de una mesa y la miró fijamente durante horas, dejando que su imagen encontrara eco en toda su mente. Su hermana se rió, pensando que había comprado una tontería y mucho más por quedarse mirándola. Dijo que ella le preguntó si veía el futuro en el tarro...

La sargento se subió con movimientos flexibles al mostrador y, levantando nubes de polvo de la superficie, cogió una de las jarras de pinta mientras bajaba. Tenía el uniforme casi blanco por el polvo.

—Cuando abandonó su trabajo vivieron durante un tiempo del capital que habían heredado —dijo Sherman—; pero, buscando nuevos hallazgos, pronto dilapidó el dinero acudiendo a mercadillos, almonedas, liquidaciones de apartamentos, yendo de escaparates por las calles, hasta que algo llamaba su atención.

La sargento sacó un trapo del bolsillo trasero y empezó a quitarle años al tarro.

—Nos confesó que una vez que empezó le resultaba muy difícil detenerse —dijo Wenzel—, El dinero de la hipoteca vino y se fue y volvió a venir y a irse. Los lujos se fueron por la borda, luego las necesidades; luego sólo quedaba la necesidad de recuperarse continuamente con nuevos parches.

La sargento soltó el mugriento trapo, tras haber logrado que el tarro pasara de la opacidad a la transparencia. El tarro tenía una etiqueta todavía ilegible. Sherman cogió su pañuelo del bolsillo y se lo entregó, y ella frotó con más fuerza, frotando el cristal como si quisiera calentarlo.

—¿De qué sirve conservar el pasado si haciéndolo pierdes el presente?, le pregunté yo, jugando al abogado —dijo Sherman—, Comentó que el presente no le preocupaba tanto como el hecho de haber empezado demasiado tarde a impedir la pérdida de su hermana.

—¿Entonces le dejó? —preguntó Lang, esperando una respuesta, sin recibir ninguna—. ¿Qué pasa? Creo que ha muerto, ¿verdad? ¿No dijo que no estaba seguro de su paradero?

—No del todo —dijo la sargento, llevando el tarro limpio hasta el paso del sol. Los rayos alcanzaron el cristal de forma oblicua, formando un prisma y proyectando un borrón de arco iris en la gris pared de enfrente.

—Supongo que, con el tiempo, permitió que la necesidad de coleccionar se impusiera a todas sus demás relaciones —dijo Sherman—, Dijo que era demasiado tarde para salvarla; su sentido de la historia estaba tan atrofiado que ya no recordaba que era su hermana.

Lang miró al bebé que flotaba dentro de su niebla líquida. Desde donde estaba no podía leer la fina escritura de la etiqueta. Acercándose hacia la luz, Wenzel leyó las palabras en voz alta.

—«Gladys Murphy. 110 Oeste, Calle 100. Abortado el 16 de junio de 1904» —eran dos bebés comprimidos en un solo cuerpo, como si se apretasen para ahorrar espacio. Wenzel miró los estantes, las filas de tarros—. Parece que el doctor tenía sus propias aficiones.

—¿Por qué los conservaron? —preguntó Lang, incapaz de apartar la mirada de lo que flotaba en el líquido.

—Después de tanto tiempo debían parecerle miembros de la familia —dijo Wenzel.

—¿Qué quiso decir con que no recordaba que era su hermana? —preguntó Lang.

—Ya le dije que examinamos la decisión del tribunal, y los informes médicos presentados. Le nombraron custodio de ella porque tenía el mal de Alzheimer, y la enfermedad estaba tan avanzada que posiblemente nunca notó nada anormal en la casa.

La sargento sacó a la luz otro tarro, uno al que previamente había limpiado la costra de su superficie. El ocupante de esta jarra era lo bastante grande como para haber nacido. Viendo los miembros extendidos, la cara que surgía directamente de la cerviz, Lang pensó —o intentó no pensar— en los sapos que de niño pescaba en los estanques.

—Al principio debían estar muy próximos —dijo Sherman—. Nunca se alejaban mucho de la casa, ni siquiera cuando podían. Seguramente eso agravaría la situación con el tiempo.

—«Roger» —leyó Wenzel, estudiando las especificaciones de este habitáculo—. «Acéfalo, 8 de enero» —tosió—, «1956».

—Luego se sumió en el silencio, como si se hubiera quedado sin nada que decir —dijo Sherman—. Aceptó llevarse a casa la propuesta y pensarla. Con eso nos bastaba. Cuando salimos del despacho estaba sentado, sonriendo como si saboreara un recuerdo agradable.

La sargento sacó un tarro grande del estante inferior.

—«Cecily» —dijo, leyendo la etiqueta—. Esta mañana, justo antes de llamarles, llegaron al dormitorio. Vamos.

El cuarteto salió de la habitación, dejando los tarros donde estaban. Los obreros volvían del almuerzo; Lang oía sus voces y gritos por encima del perpetuo gorjeo. Avanzaron poco a poco por el vestíbulo hasta llegar a las escaleras.

A medida que subían los escalones, la madera gritaba bajo sus pies.

—Gente —suspiró la sargento, encogiéndose de hombros.

—Intentó salvarla —dijo Wenzel.