De: EmmaVoltaras@elboscdelesfades.com

Para: Anna24086@conservatoribarcelones.com

Asunto: Concerning hobbits, Howard Shore

Querida Anna,

Han pasado casi siete meses desde me perdí por primera vez intentando llegar hasta este hotel que ahora es mi casa. Estamos a punto de recibir a los primeros huéspedes de la temporada de verano y hasta Marbel parece nerviosa. Se me hace extraño cruzarme con tantas personas por los pasillos, pues ya han vuelto todos hasta finales de septiembre: Suzette (la gobernanta), tres camareras de habitaciones, dos camareras de sala, un pinche para Joaquim, dos recepcionistas para el spa, el socorrista de la piscina e incluso un ayudante para Phillip (pobre chico, es nuevo y no sabe todavía lo que le espera). (Por supuesto, Anna, los ayudantes de Phillip siempre son nuevos, ninguno repite de un año para otro).

Finalmente, han tenido que alojar a dos de las chicas más jóvenes en mi habitación, así que con todo el dolor de mi corazón he tenido que hacer las maletas y trasladarme a la casa rosa. Samuel está encantado, dice que por fin nos hemos decidido a dar el paso de vivir juntos, y Tristán anda como alma en pena cada vez que me sorprende, diciendo que se siente como el candelabro sobrante de la fiesta. Por supuesto, ninguno de los dos tiene razón: a Samuel le he dicho que me encantará volverme a mi acogedora buhardilla en el hotel en cuando desaparezca el último huésped y a Tristán le he convencido de que Carlota pasa tantas noches en la casa que casi parece que seamos una familia feliz de cuatro miembros. He consolado a Tristán pero Samuel refunfuña cada vez que le digo que echo de menos mi rutina en El Bosc de les Fades y que pienso recuperarla en cuanto sea posible. De todas formas, Anna, él pasaba todas las noches en mi habitación y no sé a quién quiere engañar cuando dice que no es cierto que se hubiese mudado allí hace al menos dos meses: mis armarios, cajones y cuarto de baño estaban llenos de sus cosas.

Ya ves, todo se ha vuelto un poco caótico. Nos esperan días de desorden, de cansancio, de poca privacidad y de batallones de familias entrando y saliendo a todas horas. Se avecinan días duros para los Brooks, pero también para Marbel y Joaquim. Se acabarán las meriendas de invernadero, los conciertos con pic-nic y las escapadas al pueblo. Y aunque intentaré echarles una mano en lo que sea posible, sé que me sentiré algo apartada de todo el bullicioso equipo.

En el Conservatorio todo va bien. Me gusta muchísimo el señor Mills, y el nuevo director de orquesta, Joan Jofré, es un hombre cabal y tranquilo que enseguida se ha congraciado con todos nosotros, incluso con los más veteranos y maniáticos del grupo. No estoy acostumbrada a un director pausado y cerebral, simpático, pero reconozco que todos funcionamos mejor y damos más cuando nos sabemos apreciados y escuchados. Solo me molesta —te lo cuento a ti como confidencia, no me atrevería a decirlo en el Conservatorio— su fijación por los compositores rusos. No es que me desagraden, pero a veces tengo un poco demasiado cuando Borodin sucede a Tchaikosky ininterrumpidamente. Seguramente nunca ganará un premio por su genialidad como director de orquesta pero sin duda creo que acabará siendo uno de los más apreciados por sus propios músicos.

Probablemente saldremos una semana para tocar en la Ópera de París, como parte de un programa de intercambio con el conservatorio de la Sorbona. El programa está por decidir todavía pero si vuelvo a ver otra pieza más de la pandilla de los rusos románticos creo que me echaré a llorar sobre la partitura.

Si Woody Allen tenía ganas de invadir Polonia cada vez que escuchaba a Wagner, a mí me entran ganas de incendiar el palacio de los zares y colgar a Rasputín cuando los rusos se suceden sin descanso. Esperemos que no sea más que una manía pasajera de mi director. Y, pese a todo, Anna, pese a todo, no le cambiaría por ningún otro.

Ayer tuve noticias de William Lexington. Me envió un largo mail para contarme que estaba a punto de terminar su nueva novela y que Martha le azuzaba los perros cada vez que hablaban por teléfono (es decir, cada día). En la editorial del señor Barnaby están impacientes por poner la imprenta en marcha. Creo que hace dos años que Lexington no publica nada de nada. Su manuscrito se espera como miel sobre hojuelas. Y tengo una primicia para ti, ¿sabes cómo se titulará? La voz del bosque ¿No es tremendamente prometedor?

Desde que se marchó del hotel a mediados de abril, le echo muchísimo de menos, ya lo sabes. Dejó un vacío enorme en mis mañanas, en mis desayunos, en la ausencia de ese té que compartíamos mientras hablábamos de nuestros desordenados recuerdos. Y aunque se alegró sinceramente por mi nueva ocupación de violinista («eso es, querida, de vuelta al ruedo», me dijo como un apasionado Hemingway del siglo XXI) creo que él empezó a añorarme mucho antes de que se fuera. Mis horarios de mañana en el conservatorio no me permitían desayunar con él y, pese a haber trasladado nuestra ceremonia del té a las cinco, se alteró nuestra rutina y nuestras ganas de compartir recuerdos.

Pero me alegra poder seguir hablando con él por correo electrónico, como contigo. Me gusta pensar que me resulta tan sencillo seguir conectada permanentemente a dos de las personas más importantes de mi vida a través del hilo finísimo, y a veces errático, de mis palabras insuficientes.

Incluso ahora, que por fin Tristán ha contratado una nueva línea telefónica para la casa rosa y ha domiciliado los pagos para no volver a olvidarse de la factura, y que se han restablecido las líneas en todas las habitaciones del hotel, incluso ahora, prefiero seguir escribiéndoos. Las crónicas de El Bosc de les Fades bien se merecen las horas robadas que vengo dedicándoles desde que llegué aquí por vez primera. Ya son una tradición. Echaría de menos escribirte sobre lo que pasa por aquí.

A veces hablo con Martha por teléfono, sobre todo las tardes en las que acompaño a Samuel al centro de jardinería de Mirall de Mar. Estar entre tanta maravilla selvática me recuerda los días en los que la veía de tertulia con Petra en el jardín inglés. No sé, siempre he asociado a Martha con los rododendros y las begonias gigantes, quizás por su sobria elegancia o porque todos ellos (vegetales y persona) me imponen respeto cuando los veo tan altos y majestuosos, tan llenos de razón. Creo que acabará escapándose en octubre para venir a hacernos una visita porque el tiempo de espera para unas Navidades londinenses —¡mis primeras Navidades londinenses!— se le está haciendo tremendamente largo.

Joaquim y yo hemos dejado temporalmente a los Hell on the Earth hasta después del verano y detecto cierta melancolía en el sabor de sus buñuelos de crema cada vez que los prepara los jueves por la noche, pero no creo que vaya a decirle nada. De todas formas, desde que me he trasladado a la casa rosa también se han terminado mis conciertos nocturnos y yo debo tener síntomas parecidos de añoranza.

Creo que esta noche les preguntaré a los dueños de la casa si podríamos seguir celebrando dos noches de violín a la semana en el jardín trasero. Al fin y al cabo, ese pequeño espacio casi olvidado no se ve desde el hotel y las noches han empezado a perder su aliento gélido de costumbre para vestirse de primavera tardía.

Aurora todavía no tiene las notas del colegio pero ya sabe que van a ser buenas. Como recompensa, le ha pedido a su madre… ¡Una batería! A Marbel y a mí nos ha costado convencerla de que el sonido del piano es mucho más complejo y versátil, e incluso le he prometido darle algunas clases en el Steinway para ver si le gustaba. A cambio, su madre ha prometido comprarle una bicicleta nueva y Joaquim le ha asegurado que en cuanto se cierre la temporada, la llevaremos a los ensayos de Hell on the Earth en el Rosebud para que Pol, el batería del grupo, le deje hacer sus pinitos con el dichoso instrumento. Me encanta que tenga inquietudes musicales pero ¿la batería? En fin, los cerebros de los niños son masas inescrutables, ya lo decía el filósofo.

Tristán me ha propuesto que alguna noche, quizás los sábados, llevemos el piano hasta el Gran Salón y amenice la cena de los huéspedes con algunas canciones. Creo que la sonoridad de esa enorme sala no fue pensada para el Steinway y cuando se lo he comentado me ha parecido desconsolado. Como no soporto los pucheros de Tristán, le he dicho que a cambio podría tocar en la terraza las noches que se sirva allí la cena. Ha quedado encantado y se ha puesto a hacer llamadas como un loco para contratar a algunos «movedores de pianos» o algo por el estilo.

Primero quiero consultarlo con Martha. Aunque al Steinway le ha venido bien volver a ser objeto de mimo y atención de unas manos cariñosas, lo cierto es que no sé cómo le afectará la humedad nocturna de El Bosc de les Fades, aunque sea en agosto. La señora Brooks me dijo antes de irse que esperaba que le hiciese los honores a su piano tan a menudo como me apeteciese, pero no hablamos nada de ponerlo al fresco en una terraza rodeado de turistas con los dedos manchados de la riquísima salsa de tomate de Joaquim.

Todo esto, el baile de pianos, me ha recordado que quizás ya ha llegado el momento de hacer que traigan aquí el mío. Al fin y al cabo, ya tengo un lugar dónde quedarme, un lugar al que llamar casa.

Como ves, sigo ocupada, incluso con nuevos proyectos y algunos retos. Aunque eche de menos la vida tranquila del hotel durante el invierno, reconozco que el cambio llenará de vida este lugar de una manera que ni siquiera puedo imaginar.

Y aunque todo cambia a mi alrededor —los jardines se visten de colores nuevos, el bosque se despereza y hace ruidos de crecimiento, Phillip pasa el día colgado al teléfono, Joaquim ultima sus menús veraniegos, Marbel suspira por las ordenes constantes de la gobernanta que todo lo ve, Aurora hace planes para un verano interminable, la señora Povedy se va de vacaciones a Surrey, Carlota y Tristán están más pegajosos—, tengo algo inmutable como el tiempo: los brazos de Samuel.

Qué importan los días o las estaciones, las temporadas turísticas o las reparaciones del spa, el camino todavía sin asfaltar que recorro diez veces a la semana o la pérdida temporal de una buhardilla en donde una vez, no hace tanto, inauguré una nueva vida. Nada importa cuando sabes que al final del día te esperan las caricias mudas de sus manos, el abrazo acogedor, el beso compartido, la dulzura todavía un poco torpe, escondida detrás del gesto enfurruñado y esquivo, de un hombre que una vez prometió esperarme al pie de unas escaleras para decirme su primer te quiero apenas traspasado el umbral de este perdidísimo bosque desde el que todavía te escribo.

Con cariño,

Emma