De: EmmaVoltaras@elboscdelesfades.com
Para: Anna24086@conservatoribarcelones.com
Asunto: Fantasía escocesa op. 46, Max Bruch
Querida Anna,
Me he quedado más tranquila al leer tus sabias palabras. Me gusta tu punto de vista sobre mis charlas con el escritor y cuando me dices que compartir nuestros mejores recuerdos, aunque estos sean dolorosos, es un gesto altruista y psicológicamente sano. En realidad —ya lo sabes, amiga mía— lo de la psicología me importa un pimiento pero conocer a William Lexington, hablar con él, me ha hecho pensar en muchas cosas. Por ejemplo, en lo egoísta que me he vuelto con mi duelo, como si nadie más en el mundo estuviese sufriendo o hubiese perdido su casa o su trabajo o su vida entera. Como si no pudiese aliviar a otros con algo tan sencillo como escuchar. Ah, y bien que he escuchado.
¿Te escuchaba yo cuando sucedió el cataclismo de Il Maestro? ¡Ay! Qué sordos nos volvemos cuando el dolor nos golpea fuerte. Dicen que el amor es ciego, Anna, pero creo que el desamor es muchísimo peor: una nulidad total de los sentidos.
Esta mañana, he bajado a la cocina a la hora de desayunar acostumbrada y me he plantado delante del dragón.
—Buenos días, Phillip —le he dicho con una voz que a mí me ha parecido intrépida y firme—. ¿Dónde puedo conseguir un té como el que tú sueles tomar?
Por supuesto, no es fácil vencer al dragón, nunca lo ha sido. Si no, no se escribirían leyendas sobre ello.
Juraría que me ha parecido oírle un «maldita sea», antes de levantar dos centímetros más su Le monde para quedar totalmente oculto a mi vista.
He respirado hondo, como siempre me aconsejas, y no me he rendido.
—Verás, por mucho que te escondas detrás de ese periódico sé que sigues estando aquí. Y no me iré ni te dejaré desayunar tranquilo hasta que me digas, por favor, dónde puedo conseguir té de verdad.
A esas alturas, Marbel y Joaquim ya se habían asomado a hurtadillas por la puerta de la cocina y me estaban haciendo gestos de ánimo con los pulgares levantados hacia arriba y unas sonrisas enormes aunque algo temerosas. En el comedor apenas se oía el tic-tac del reloj de la pared.
—¿Phillip? Sigo aquí —he insistido.
No te negaré que me sentía incómoda y que ni siquiera estaba segura del resultado de mi presión. Pero al fin, ¡al fin!, ha bajado el dichoso periódico y me ha lanzado una mirada asesina.
—¿Para qué quieres ese té? No sabrías apreciarlo.
—Eso no es asunto tuyo.
Le he sostenido la mirada sin parpadear ni una sola vez. Creo que tenía los puños apretados.
Phillip ha mirado con rabia a Marbel y a Joaquim, que se han apresurado a desaparecer dentro de la cocina, y se ha levantado con fastidio de la mesa del desayuno. Ha pasado por mi lado y justo antes de empezar a subir las escaleras, ha dicho con calma:
—Pasa por recepción, en diez minutos.
Y así, querida Anna, es como he vencido al dragón.
Phillip me ha escrito la dirección de la tienda de té en un papelito verde, y esta tarde he aprovechado que Tristán bajaba a Mirall de Mar (hoy es sábado, Aurora no tiene colegio) para colarme de polizón en su coche. Por el camino, Tristán me ha contado que ha conocido a una chica que le gusta mucho pero que parece insensible a sus encantos (eso cuesta de creer si conoces a Tristán).
Me gusta la espontaneidad de este chico, la manera tan natural que tiene de tratar con las personas como si las conociese de mucho tiempo atrás. A veces me sorprendo envidiando su ligereza, su modo amable de mirar la vida, de relacionarse con el mundo como si la posibilidad de que pudiese salir herido no hubiese pasado nunca por su cabeza. No sé cuánto piensa Tristán Brooks antes de actuar —sospecho que muy poco— pero es precisamente esa espontaneidad la que lo hace tan simpático y agradable. Creo que a este muchacho le irá siempre bien en la vida porque nunca se le ha ocurrido pensar que lo contrario pudiese ser posible.
Ya ves, Anna, aquí tengo tiempo incluso para volverme una observadora de la naturaleza humana. El tiempo sigue un compás distinto en El Bosc de les Fades, aquí cuesta mucho envejecer. Un lugar indicado para curar un ala rota. Aunque no estoy diciendo que sea mi caso, no te alarmes, mis alas están mejor que nunca: las probé contra el viento (léase «me reconcilié con mi violín») y el resultado no ha podido ser más alentador. Desde que estoy aquí, el recuerdo de mi vida con Il Maestro, se ha desdibujado. No, no es exactamente así. Esa vida sigue brillando con su propia luz dorada, sería más correcto decir que es la figura de Il Maestro la que se emborrona dejando milagrosamente intacto el maravilloso resto.
De nuevo, poco he visto de este pueblo esquivo que está resultando ser Mirall de Mar porque Tristán conocía bien la calle que le he indicado y hemos llegado rápido a la dirección. Al principio hemos pensado que estábamos equivocados pero hemos bajado del coche y nos hemos acercado a la puerta. Entonces hemos creído que estaba cerrada. Pero no. Es que la pequeña tiendecita de té y café de la señora Povedy tiene justamente esa apariencia de negocio abandonado en el olvido.
El paraíso del té inglés —señora, si usted está buscando esas infusiones aromatizadas de fantasía se equivoca de tienda— está en un edificio a medio derruir en una de las calles más modestas del ya modestísimo Mirall de Mar. La puerta y el diminuto escaparate tienen las marquesinas de madera pintada, quizás un siglo atrás, de un alegre verde musgo. Tras el expositor languidece un hermoso juego de tetera, tazas y platillos de porcelana decorados con flores silvestres pintadas, y rodeados de paquetitos desteñidos de diferentes clases de té. Me atrevería a decir que el polvo acumulado de los cristales parece haber sido atesorado con cierto mimo desde la época en la que el charlestón hacía furor en las pistas de baile. Encima de la puerta hay un rótulo del mismo color, con grandes letras doradas desportilladas que forman tres únicas palabras: Caelum et mare.
Tristán se lo ha pensado un par de veces antes de poner la mano en el pomo de la puerta pero, tras una rápida mirada a mi cara de indecisión, ha empujado levemente y nos ha recibido el alegre sonido de una campanilla.
Por dentro, Caelum et mare es mucho más decrépita de lo que parece por fuera. El espacio es pequeñísimo y todo es de distintos tonos de madera: el suelo, los anaqueles, las paredes, el techo, las escaleras… incluso el amplio mostrador atestado de tarros y cajas de té. En las estanterías, un montón de latas decoradas (como cajas de galletas antiguas) exhiben nombres para mí tan familiares como una partitura: earl grey, breakfast tea, black tea, assam, darjeeling, oolong, pu-erh, green tea,…
Y de repente, cuando más embobados estábamos leyendo etiquetas blancas en latas doradas, de ninguna parte ha aparecido la señora Povedy. Hubiese jurado que estaba bajo el mostrador y se ha puesto en pie de improviso cuando Tristán ha tosido por efecto del polvo.
—Hola. —Ha sonreído brevemente—. Soy Alice Povedy, ¿en qué puedo ayudarles?
Alice Povedy es una señora oronda de edad indeterminada (ya sabes que siempre se me ha dado mal ponerle años a la gente, confórmate con saber que tiene más de cuarenta y menos de cien) con un hermoso pelo castaño claro, veteado de canas, recogido en un moño a punto de desmoronarse. Detrás de sus gafas redondas, tiene unos ojos amables que te calan a la primera, como un escáner de esos de rayos X de los aeropuertos. Creo que Tristán le ha gustado enseguida (¡cómo no!) pero conmigo su sonrisa ha vacilado levemente en sus labios. La tristeza es un aroma que se lleva incluso tiempo después de haber dejado atrás lo más profundo de sus aguas y el delicado olfato de catadora de té de la señora Povedy no se ha equivocado conmigo.
—Queremos té —ha dicho Tristán.
—Obviamente —le ha contestado Alice Povedy con su suave acento británico.
—Pero tiene que ser un té excepcional —he añadido.
—¿En qué sentido? Aquí no hay ninguno que no sea de excelente calidad. —Se ha picado un poquito la señora Povedy.
Después de pensarlo, me he arriesgado:
—Un té que sea capaz de reconciliar a un londinense en el exilio con el mundo. Un té que le dé algo de consuelo.
Y entonces, escúchame bien Anna (bueno, léeme bien), solo entonces, la dueña del Caelum et mare me ha mirado con una sonrisa del todo sincera. Creo que ha sido entonces cuando me ha perdonado mi falta de encanto (como si fuera fácil dejar de ser invisible cuando se está al lado de Tristán Brooks). Hablábamos el mismo idioma. Para desazón del pobre Tristán, por supuesto.
Alice nos ha traído un par de taburetes y nos ha invitado a tomar el té: un lapsang souchong que Tristán se ha tomado de un trago, casi sin pestañear, y que a mí me ha recordado las meriendas de París (¿te acuerdas?). Mientras sosteníamos nuestras tazas (por suerte, relucientes, nada de la vajilla polvorienta del escaparate) y aspirábamos el aromático té negro de China, la señora Povedy ha estado pensando en voz alta qué infusiones iba a empaquetarnos para llevar. Su amabilidad me ha hecho pensar en Phillip: ¿de verdad el recepcionista era cliente de aquella encantadora señora? ¿Qué debía hablar con ella cuando venía a reponer sus reservas de té?
Mientras se movía por toda la tienda abriendo latas y llenando bolsitas, nos ha contado que hacía veinte años que tenía la tienda, que la abrió cuando se vino a vivir a Mirall de Mar en busca de sol. Afirmación que me ha dejado boquiabierta porque, aunque me imagino que aquí el verano será tan caluroso como suele serlo a lo largo de toda la Costa Brava, desde que he llegado a El Bosc de les Fades no he hecho otra cosa que pasar frío, contemplar mares de lluvia y cielos grises de tormenta.
—Soy de Surrey —nos ha dicho feliz.
—Ah, mi abuela también, aunque después se mudó al condado vecino. Es un lugar tranquilo y bonito —ha apuntado el siempre atento Tristán—. Mi madre nació en Suffolk, aunque ha vivido casi toda su vida en Londres.
Al final hemos salido de Caelum et mare con un montón de bolsas de papel llenas de un sinfín de paquetitos de té. Además del té para el señor Lexington, hemos comprado infusiones para Marbel, para Joaquim, para Samuel y para nosotros mismos. Cuando nos hemos despedido de la señora Povedy, después de prometerle que volveríamos pronto a merendar, Tristán me ha confesado pesaroso que odia el té.
—Es como el whisky de malta. Siempre me ha parecido que debería gustarme pero no lo consigo.
—Entonces, ¿qué te ha puesto la señora Povedy en tu bolsa?
—Ni idea.
—Me encanta el cine negro. Siempre que veía a Humpfrey Bogart tomándose un whisky doble sin hielo en el Halcón Maltés me entraban ganas de que me gustara el whisky —le he confesado a Tristán.
Creo que he conseguido infundirle cierto consuelo.
Cuando hemos llegado al hotel, Marbel y Aurora estaban leyendo en las hamacas de la terraza de la piscina descubierta. Nos hemos sentado con ellas y les hemos enseñado nuestro botín ¡La señora Povedy nos había añadido instrucciones de uso! Verás, cada uno de los paquetes de té suelto tenía una etiqueta con el nombre y sus propiedades:
Earl Grey: para Emma, que está aprendiendo.
Rooibos: para Aurora, que su alegría resulte contagiosa.
Darleejing: para Marbel, el té más cálido del invierno.
Chai: para Joaquim, que entiende de sabores.
Lady grey: para el misterioso londinense exiliado.
Organic Earl Grey: para Samuel, que ya ha comprendido.
Café: para Tristán, que lo ha intentado.
Y así nos ha encontrado Samuel Brooks, entusiasmados como chiquillos que han encontrado las piezas de un misterioso tesoro. Serio, despeinado y con las manos manchadas de tierra, nos ha escuchado paciente relatar la historia de nuestra excursión y ha recibido estupefacto su bolsa de té.
—Le expliqué a la señora Povedy que eras un tipo huraño que acechaba en el bosque a los cazadores de jabalís —le ha explicado Tristán cuando su hermano ha preguntado por qué la señora Povedy le había hecho una receta semejante de organic earl grey.
—No es cierto —he apuntado con timidez—. Le hemos dicho que solías parecer preocupado.
Samuel me ha mirado a los ojos y no ha dicho nada. La cara me ardía cuando me he puesto a curiosear entre las demás bolsas de té para disimular lo mucho que me trastorna la intensidad de su mirada.
Creo que te gustaría entrar en esa tienda polvorienta y crujiente que es el Caelum et mare. Incluso creo que te gustaría la señora Povedy y sus recomendaciones proféticas de té. Cuando vengas, nos tomaremos una tarde libre y te llevaré a ese pequeño país de las maravillas.
Mañana, Anna, voy a sorprender a mi señor Lexington con una taza de té de verdad.
Y le pediré que me cuente cómo le pidió matrimonio a su musa.
Te dejo, que esta noche tengo concierto de excepción en mi habitación. Hoy no es noche de concierto, pero a Joaquim le ha fallado el bolo y le he visto tan desanimado cuando nos lo ha dicho que le he propuesto que se quedase a tocar conmigo. Así que dúo de guitarra y violín, después bizcocho de natillas y leche merengada.
Besos a Ángel y a los peques. Te sigo contando. Muack.
Emma