De: EmmaVoltaras@elboscdelesfades.com
Para: Anna24086@conservatoribarcelones.com
Asunto: Night and Day, Cole Porter
Querida Anna,
¿Pero qué más quieres que te cuente? ¡Ya te lo he dicho todo esta mañana por teléfono, cuando he acompañado a Aurora al colegio! Te prometo que no tengo más que contarte sobre la tarde de ayer, por mucho que te empeñes en seguir enviándome correos de una sola frase con muchos interrogantes.
Si acaso puedo hacerte un relato más ordenado, pero seguirá siendo lo mismo que ya te he explicado interrumpida tan solo por tus sospechosos suspiros (si no te conociera como te conozco pensaría que los años te han vuelto más blandita). Veamos…
Como ya te he contado esta mañana, Samuel y yo fuimos ayer por la tarde a Mirall de Mar. Yo llevaba mucha ropa, abrigo rojo, la bufanda verde que me regalaste por navidades y el pelo suelto. Samuel llevaba vaqueros, botas de montaña y una parca oscura con muchos bolsillos y capucha; nada de bufandas para el chico del bosque.
El camino forestal estaba más impracticable que de costumbre porque las últimas lluvias lo habían dejado lleno de pequeñas trampas lodosas y nuevos socavones traicioneros. Hablamos del tiempo, del dichoso camino y de lo hermoso (siniestro) que estaba el bosque en las últimas horas de la tarde. Me preguntó si me importaba que antes de ir a pasear por el pueblo pasáramos por el Centro de Jardinería para preguntar por unos rododendros que tenía encargados desde la semana pasada.
El Centro de Jardinería resultó ser el jardín del edén, nunca había visto nada tan abigarradamente hermoso en toda mi vida. Escuchado sí, sin duda, pero visto no. Era una enorme construcción de piedra blanca y gris con invernaderos anexos y patios al aire libre, y todo el espacio, absolutamente todo, estaba lleno de plantas, flores, tallos, árboles, bulbos, raíces, arbustos, hortalizas, macetas, adornos y muebles de jardín, herramientas, etc. En fin, todo lo que puedas imaginar y más para el cultivo, cuidado y noble arte de la jardinería.
Me perdí tres veces entre los árboles frutales y las plantas aromáticas del segundo pabellón. Finalmente Samuel, que me había dejado paseando sola por allí mientras él iba en busca de un dependiente para preguntarle por sus rododendros, me rescató cuando intentaba encontrar la salida en un bosque de altísimas buganvillas azules.
Me hubiese gustado comprarme una orquídea morada para mi habitación, pero las flores suelen durarme más bien poco y no quise desearle a ninguna de ellas tan aciago destino en mi compañía. Así que convencí a Samuel de que se hiciera con un par de plantas de fresas para el jardín de la entrada (los huéspedes serán felices de poder comérselas a hurtadillas cuando Phillip no les vea) y él añadió un par de limoneros para sorprender a Joaquim.
Aparcamos el coche cerca de la iglesia (románica, con la fachada original) y estuvimos paseando por el casco antiguo de Mirall de Mar. Lo cierto es que apenas eran cinco calles y la plaza principal, pero eran de piedra, con adoquines romanos, cerradas al tráfico, y apenas nos cruzamos con nadie más. Fue un paseo agradable en el que Samuel iba explicándome la historia de alguna de las casas por las que pasábamos y anécdotas del pueblo.
—En verano apenas se puede caminar por estas calles —me explicó—, están hasta arriba de turistas.
Costaba imaginar aquel pequeño pueblo costero visitado por algo más que las gaviotas. Sin embargo, pensé que lo prefería justo así, silencioso y con las calles casi vacías, con la mitad de los comercios abiertos y la mayoría de sus restaurantes y hoteles cerrados hasta semana santa.
Llegamos hasta el paseo marítimo, una larga y ancha pasarela de madera, de reciente construcción, que recorría toda la costa de Mirall de Mar y llegaba hasta los pies de la pequeña colina rematada por las ruinas del castillo local. La playa estaba desierta, como debía ser, apenas salpicada por algunas barcas de pescadores pintadas de diferentes colores sobrios. Y entonces a Samuel se le ocurrió que quería quitarse las botas y los calcetines y caminar por la arena.
—Prometo solemnemente —me dijo divertido al ver que yo dudaba en secundar su aventura— que te llevaré a caballito en caso de que se te congelen los pies y precises de una amputación urgente.
No tuve más remedio que seguir su ejemplo y echar a andar tras sus pasos, con zapatos y calcetines en la mano. Para mi sorpresa, la arena, aunque fría y húmeda, no estaba tan helada como había imaginado y me resultó agradable sentir su textura rugosa y cambiante bajo la planta de los pies. Aunque si por el bosque me era difícil mantener el paso de Samuel, en la playa mis esfuerzos casi resultaban ridículos. Cuando se dio cuenta de que me costaba seguir su ritmo, aminoró la marcha y me cogió de la mano.
—No sé si te lo habrá dicho Tristán. Este fin de semana viene mi padre con su mujer y sus hijos.
—Sí, me lo ha comentado Marbel. Y supongo que Phillip nos avisará para que preparemos las habitaciones.
Samuel parecía indeciso, como si dudase en seguir hablando. Creo, Anna, que necesitaba contarle a alguien el peso de su rabia.
—Mi padre se marchó de casa cuando yo tenía diez años y Tristán siete. Mi madre siempre nos cuenta que fue una separación amistosa y que a ella nunca le supuso ningún trauma, es más, agradecía tenernos para ella sola. Creo que ese es su discurso ensayado para quitarle importancia al asunto. Porque el asunto era que mi padre se fue y nos olvidó, apenas llamaba de vez cuando o se pasaba por casa algún cumpleaños.
—Le echabas de menos —le animé a seguir.
Samuel parecía concentrado en el ritmo pausado de nuestras pisadas. El mar, sorprendentemente calmado para esa época del año y el cielo siempre al borde de la lluvia, ponía música de fondo a nuestros pasos.
—Tenía diez años y necesitaba a mi padre. Por aquel entonces vivíamos en Londres y él se volvió a Madrid, ciudad en la que siempre había vivido antes de conocer a mi madre. Pasé muchos años preguntándome por qué se habría marchado, si había sido por mi culpa, porque no me portaba bien y me peleaba demasiado con mi hermano pequeño.
—No creo que tú tuvieses ninguna culpa.
—Cierto, pero cuando eres pequeño no lo ves así. Tuve una adolescencia algo difícil.
—¿En serio? No puedo imaginarlo.
—¿Por qué no? —sonrió de medio lado, me miró y sus ojos se llenaron de luz. Samuel Brooks descalzo a la orilla de un mar de invierno sonriendo contra el viento era capaz de cortarle el aliento a cualquier mujer desprevenida.
—Porque eres tan… tan —fui consciente de que me había metido en un atolladero— serio y formal —concluí apresuradamente evitando devolverle la mirada.
—¿Y cómo me imaginas de pequeño?
—Pues igual, pero más bajito.
Su risa me cogió por sorpresa y me gustó, me recorrió el estómago con un agradable calor. Creo que era la primera vez que le oía reír y me apenó que Samuel no lo hiciese más a menudo.
—Cuando pasé mi época rebelde, senté la cabeza y me convertí en el hijo responsable y el hermano mayor protector que conoces ahora. Dejé de llamar a mi padre ausente «papá» para referirme a él por su nombre de pila y dejé de cogerle el teléfono las pocas veces que todavía me llamaba a mí en lugar de a Tristán o a mi madre. Esperé a que Tristán cumpliese la mayoría de edad y nos cambiamos el apellido por el de mi madre.
—¿Le has preguntado alguna vez por qué se fue de esa manera? Aunque nuestro comportamiento parezca horrible, con el tiempo he aprendido que todos tenemos los motivos más peregrinos para hacer lo que hacemos.
Samuel me miró con algo parecido a la ¿admiración?, ¿sorpresa? Me cogió distraído de la mano y siguió andando más cerca de la orilla de un mar en calma. Olía a salitre, a brisa marina, a promesas de corsarios y aventuras.
—Hace unos años vino al hotel y discutimos. Le pregunté por qué se había largado de esa manera cuando éramos pequeños, por qué había desaparecido de nuestras vidas tan drásticamente. Me dijo que se había enamorado y que perdió el mundo de vista. Cuando volvió a recuperar el juicio, ya era demasiado tarde, no sabía cómo volver a formar parte de nuestras vidas. Yo creo que escogió la opción más fácil y que nosotros siempre le importamos un pimiento.
Palabras duras para un padre. Me hubiese gustado hablar con Gonzalo Suárez y preguntarle yo misma. No me imagino a nadie abandonando a sus hijos. ¿Y tú, Anna? Imposible, estoy segura de que cuando eres madre nadie puede convencerte de dejarlos atrás.
—¿Desde cuándo no hablas con él? —le pregunté en voz baja.
—Pues creo que desde que Tristán y yo nos hicimos con la gestión de El Bosc de les Fades y mis padres vinieron a firmar su renuncia sobre la propiedad. Hace unos ocho años.
—¿Y se ha vuelto a casar y tiene hijos?
—Sí, ¿no te parece penoso? ¿Es que nosotros no éramos lo suficientemente buenos como familia que ha tenido que buscarse otra?
—No me refería a eso, Samuel. Quería decir que me extrañaba que un hombre que demuestra tan poco cariño por sus hijos, decida tener más.
Se detuvo sin soltar mi mano, giró hacia mí y acercó su cara a la mía. Sus ojos se clavaron en los míos como si pudiese encontrar en ellos las respuestas a todas las preguntas del universo. Una oleada de calor me subió desde la boca del estómago.
—Me gusta cómo pronuncias mi nombre —me susurró con voz ronca—. Como si me tocases por dentro.
El sol eligió precisamente ese momento para asomarse por entre las nubes rosas y avainilladas del atardecer y se despidió de nosotros, por ese día, tocándonos con sus dedos dorados. Pero Samuel no miró al cielo sino al mar, como solicitando el permiso de las olas y del rumor constante de su vaivén para llevar una de sus enormes y rugosas manos hasta mi mejilla.
—Emma —pronunció tranquilo junto a mi boca.
Y me besó. Lenta, profundamente, al compás prometedor y predecible del mar que nos arrullaba.
Y es que Samuel Brooks —como el mismo mar, Anna, como el mar— tiene la voluntad firme y el compás de espera impaciente.
—He querido besarte desde que te vi entrar en el jardín inglés y te quedaste callada y sorprendida en medio de las violetas de Petra.
—Eso fue la primera vez que nos vimos.
Él asintió en silencio y volvió a besarme, con más ternura, con un tempo distinto, un allegro sostenido, casi un vivace.
—Y deseaba poder hacer esto —dijo mientras enterraba ambas manos en mi pelo con los dedos inquietos de quien ansía durante mucho tiempo hundirlos en un tesoro— desde que te encontré tocando el piano en casa una tarde de tormenta.
—No sabía que estabas allí. —Me sorprendí.
—Tenías el pelo mojado y llevabas puesta mi bata. Ibas descalza, como ahora. Tuve que irme de la habitación porque me moría de ganas de tocarte, de acariciar tu cabello, de abrazarte y besar tus manos, así —dijo mientras las besaba—. Manos de hada. El hada que faltaba en mi bosque.
Me solté con suavidad de las suyas y, por primera vez, algo temblorosa, me interné en el territorio inexplorado de su cuerpo. Deslicé mis manos por su espalda y enterré la cara en su pecho, aspirando en una sola bocanada el olor a algodón recién planchado, el aroma de su piel escondida. Y entonces me di cuenta de cuánto tiempo llevaba deseando hacer precisamente eso, abrazar a ese hombre guapo y taciturno que había poblado mis sueños de paz y mis paseos por el bosque de esperanza.
—Emma —dijo devolviéndome el abrazo y haciéndome levantar la cabeza para volverme a besar—. No creo que pueda dejar de besarte.
—De acuerdo.
Samuel sonrió contra mis labios y dio sentido a sus palabras.
Seguimos paseando un poco más, deteniéndonos a menudo para tocarnos, para abrazarnos, para besarnos y mirar el mar. Y hablamos sobre El Bosc de les Fades y sus habitantes, pero no sobre nosotros, ni sobre cómo nos sentíamos ahora, o sobre nuestro pasado. Yo sabía que él había estado casado y él comprendía que detrás de mi llegada de náufraga a su hotel escondido debía haber forzosamente una historia con nombres propios. Pero ya tendríamos tiempo de explicarnos, otro día, otra semana, otro año. Esa tarde fue solamente para estrenar besos nuevos, para recorrer la geografía todavía ignota de nuestra piel abrigada.
Cuando volvimos al hotel, compartimos un último beso antes de bajar del coche.
—Escápate mañana a las cinco, te espero en el jardín inglés —me dijo.
—Allí estaré. —Le prometí.
—Oh, por favor. —Samuel soltó una breve carcajada y se pasó las manos por el pelo en gesto de desesperación—. ¿Cómo voy a contarle esto a Tristán? El muy imbécil lleva diciéndome lo mucho que me gustas incluso antes de que yo mismo me diese cuenta.
Sonreí, bajé del coche y le dije adiós desde el otro lado de la plaza. Antes de volverme me pareció oírle murmurar «cómo odio darle la razón». Pero no podría asegurártelo.
He volado hasta el hotel, he entrado por la puerta principal y hasta le he sonreído a Phillip. Cuando he subido a mi habitación me he dado cuenta de que estaba cantando y me temblaba todo el cuerpo. Tenía ganas de abrir la ventana y gritar, esos son los síntomas de la euforia.
Me he estirado sobre la cama con una sonrisa enorme y me he dado cuenta de que no podría estarme quieta ni un solo instante. Por eso he vuelto a ponerme el abrigo y he salido del edificio por el patio trasero. Estaba tentada de adentrarme, aunque solo fuese un poquito, en El camí dels follets, cuando he visto a William Lexington a lo lejos, sentado a los pies de un roble gigante. Me ha saludado con la mano y me ha hecho gestos para que me acercara.
—No te vayas ahora, Emma, está a punto de anochecer y los espíritus del bosque son juguetones —me ha dicho muy serio.
—Ah, el rey Oberón, la reina Titania y sus respectivas cortes siempre en liza.
—No, querida, más bien el travieso Puck y sus engaños traicioneros.
Creo que entonces se ha percatado de mis mejillas enrojecidas y mis ojos febriles, porque me ha mirado profundamente curioso y ha sonreído.
—No importa cuántos lugares más vaya a visitar, ahora estoy convencido que solo en El Bosc de les Fades cualquier cosa es posible. Incluso para aquellos por los que el destino ya había tirado la toalla.
—¿Se refiere a que ha vuelto a escribir, inesperadamente?
—No, querida, me refiero al pequeño milagro que te ha sucedido hoy.
—No le entiendo, William —le he dicho poniéndome colorada.
—Toda la luz del mundo se ha quedado en tus ojos.
Y en realidad, Anna, justo es así como me siento. Como si volviese a tener una mirada nueva, la luz intacta en las pupilas.
Mañana hablamos, te lo prometo, hoy estoy demasiado nerviosa como para contarte nada más. Tengo mariposas en el estómago, la cabeza me da vueltas y no puedo dejar de sonreír. Cuando he bajado a cenar con Marbel, tenía la sensación de ser el gato que se ha comido al canario cuando nadie estaba mirando. Creo que todos sospechan que me falta un tornillo y que mis ojos exageradamente brillantes y mi risa estridente son las pruebas que necesitaban para confirmar esas sospechas.
Un beso,
Emma