De: EmmaVoltaras@elboscdelesfades.com
Para: Anna24086@conservatoribarcelones.com
Asunto: Beau soir, Debussy
Querida Anna,
No, todavía no he empezado a cantar I disappear por los pasillos, tranquila. Pero me ha pasado algo especial: vengo de hablar con William Lexington. Te cuento:
Esta mañana voy a su habitación para llevarle el desayuno, pero él no está. Es la hora de cada día, pero el viejo escritor ha decidido serle infiel a nuestra rutina de saludos y gruñidos guturales y ha desaparecido.
Llevo una semana llevándole el desayuno, me gusta El Bosc de les Fades y esta mañana estoy contenta. Quizás por eso me asomo curiosa a la pantalla del portátil —nada, no hay suerte, está apagado— ignoro la luz grisácea de un cielo cargado de nubes al otro lado de la ventana y empiezo a recoger la habitación. Cuando estoy a medio hacer la cama me doy cuenta de que llevo algunos minutos tarareando.
Me parece un buen presagio: doy conciertos los martes y los jueves por la noche, canto arias por la mañana y pronto tendré un grupo de heavy metal. No está nada mal para una pobre exiliada.
—Eso que canta es una ópera.
William Lexington ha entrado en la habitación y me está mirado muy serio, con los brazos cruzados a la altura del pecho. A saber cuánto tiempo lleva ahí plantado escuchando mi espantoso recital.
—Lo siento, señor Lexington. Enseguida termino —le digo roja como la reina de corazones.
—Dígame qué cantaba, por favor.
—Seguramente era una de las peores versiones de E lucevan le stelle. Un aria muy famosa de Tosca, la ópera de Puccini, que se levantaría de la tumba para condenarme a galeras si me escuchase.
—Eso es —dice él— Tosca. Había olvidado el nombre de la obra pero recordaba esa música. Es imposible olvidarla.
Me gusta que el señor Lexington hable así de Tosca. De repente me parece mucho más simpático.
Me doy cuenta de que estoy mirándole como un pasmarote y me apresuro a recoger un trapo olvidado en la mesilla de noche, para disimular.
—La primera vez que fui a la ópera. Me llevó mi esposa, casi a rastras. —Me mira y me hace un gesto para que me acerque—. Aunque por aquel entonces todavía no era mi esposa.
He asentido, insegura de qué hacer a continuación. ¿Debía disculparme y marcharme? Por primera vez desde que estoy aquí William Lexington parece despierto, con ganas de hablar. Su voz viene en mi rescate como desde otro tempo distinto al que bailábamos habitualmente en el hotel.
—¿Ha vivido alguna vez un momento tan especial, tan único y decisivo que sabía que ese preciso instante cambiaría para siempre toda su vida?
—Sí —digo casi sin darme cuenta.
Lexington me mira, sorprendido. Quizás su pregunta era retórica, quizás ha olvidado que estaba hablando conmigo. De repente sus ojos cobran vida, un brillo curioso ha despertado en el fondo de su retina. Quiere saber, es la inquietud del escritor, la sabia observación del drama humano que tantas veces habrá trasladado desde sus recuerdos al papel. Está esperando mi historia.
—Estábamos en Viena, vísperas de Navidad, era noche de estreno. Habían suspendido a nuestro director y, aunque sabíamos el nombre de su sustituto, todavía no le habíamos visto. Varios compromisos y una pésima combinación de aviones le habían impedido asistir a los ensayos. Estábamos a punto de empezar, el público todavía se estaba sentando pero en unos minutos apagarían las luces. Y allí estábamos todos: una orquesta filarmónica de 32 personas totalmente huérfanas de director.
Habíamos acordado tocar un programa clásico de Navidad que habíamos practicado centenares de veces pero el estrado seguía vacío y un ujier muy serio se acercó a nosotros y nos gritó en alemán que el teatro estaba totalmente lleno. Como si eso contribuyera a aplacar nuestros nervios de músicos abandonados. Y de repente se fueron las luces, todo quedó a oscuras. Y una voz profunda, ronca, nos llegó con claridad: «señoras, señores, preparados y atentos. Empezaremos con Borodin y seguimos con el Cascanueces. El resto del programa en el orden establecido».
Lo recuerdo exactamente, palabra por palabra, pese a que han pasado más de siete años. Y cuando las pequeñas luces de emergencia se encendieron, vimos la sombra de un hombre sobre la tarima y escuchamos el golpeteo impaciente de su batuta. Y empezamos a tocar, porque en Viena todo empieza a su hora exacta pese a los problemas de iluminación. Y cuando la luz volvió, casi al final de la última estrofa del mejor Cascanueces que habíamos tocado en nuestra vida, con un público enmudecido, por fin pude ver a Il Maestro sobre la tarima, nuestro nuevo director. Pero antes había sido su voz y su música.
Me detengo, sin aliento, agotada. Todo ha salido a borbotones, con la intensidad acuciante de quién hace tiempo que necesita explicar en voz alta aquel momento preciso. Respiro profundamente y me siento aliviada, en paz.
William Lexington se levanta, me coge de la mano y me acompaña hasta una silla. Se sienta frente a mí y llena una taza con un líquido color ámbar.
—Querida, creo que necesita un té —me dice—. Aunque ante la imposibilidad de conseguir uno, creo que debería tomarse esta infusión deleznable que me sirve cada mañana. Al menos está caliente.
Niego con la cabeza. Soy la doncella, no puedo sentarme a tomar un té con los huéspedes en sus habitaciones. O eso supongo, porque es la primera vez que me sucede.
—Insisto.
Se atreve a poner una de sus cálidas manos sobre la mía y por primera vez le veo sonreír.
—Quédese. —Me convence—. Solo un momento. Necesito contarle algo.
Sucumbo a su encanto de escritor y le doy un sorbo al té que me ha servido. Es bastante insípido pero está caliente. De repente se me ocurre una idea sobre cómo hacer un poco más feliz la estancia del señor Lexington.
—Verá, cuando he vuelto a escuchar ese fragmento de Tosca he sido capaz de recordar exactamente la primera vez que Ashley me llevó a la ópera. Con toda nitidez, como cuando usted conoció a su director de orquesta.
Un escalofrío me recorre la espalda, pero asiento con un gesto y le devuelvo la sonrisa. Me queda algo temblorosa, pero parece animarle a continuar.
—Ella llevaba un abrigo verde botella, larguísimo, y se había peinado su hermoso pelo castaño en un moño alto. Recuerdo que cuando fui a recogerla en un taxi y la vi salir de su casa, pensé que era el hombre con más suerte de todo Londres. Esa noche estaba muy guapa y feliz, no paraba de hablar y de tomarme el pelo. Me decía que no podía creerse que jamás hubiese escuchado una ópera y que estaba segura de que a partir de aquella noche le suplicaría que me dejase conocer a Puccini, a Donizetti, a Verdi. A saber quiénes eran esos italianos, me dije celoso, pero qué bien sonaban los nombres en sus labios.
Lexington suspira quedamente y mira un momento por la ventana que tenemos al otro lado de la mesa. Hace el gesto de coger su taza, pero cambia de idea y sigue hablando, esta vez en un tono algo más bajo y melancólico.
—Si cierro los ojos puedo ver su sonrisa al entrar en el teatro, en el Covent Garden. Recuerdo su vestido granate de lana, sus manos blanquísimas sosteniendo el programa que nos habían entregado en la entrada. Puedo oler su perfume de esa noche como si estuviese ahora mismo aquí.
—Como si el tiempo se hubiese quedado suspendido justo en ese momento —le susurro.
—Sí, exacto. Cuando terminó el primer acto y se giró hacia mí en su butaca, con los ojos brillantes y las mejillas sonrosadas, supe que me casaría con ella.
Y en ese preciso instante comprendo qué hace William Lexington escondido en El Bosc de les Fades, cómo ha llegado hasta este recóndito pedacito de bosque el que probablemente sea uno de los más grandes narradores de nuestro siglo.
—Lo siento —le digo. Y me doy cuenta de que las lágrimas me corren por las mejillas.
—La echo tanto de menos que a veces me resulta insoportable.
Lexington gira imperceptiblemente el cuerpo hacia la ventana y ya no me mira. Sé que debo irme, pero me gustaría decirle algo más. El duelo requiere su intimidad, así que me levanto, recojo mis trapos y me marcho. Estoy a punto de alcanzar la puerta cuando oigo su voz a mis espaldas.
—Hasta mañana, Emma.
Por supuesto que sabe mi nombre. Los buenos escritores saben escuchar con atención.
¿Crees que he hecho mal, Anna? ¿Crees que no debería haber contestado a su pregunta? Pero es que él deseaba tantísimo escuchar ese momento, ese preciso instante. Te dije que conocía su dolor, esa pérdida irrecuperable. Ahora comprendo qué hace aquí, por qué ya no escribe nada.
Le llevará un tiempo, como a mí con el violín.
Que descanses, amiga mía.
Besos.
Emma