De: EmmaVoltaras@elboscdelesfades.com

Para: Anna24086@conservatoribarcelones.com

Asunto: Sonata núm. 6, Niccolo Pagannini

Querida Anna,

¿Estás sentada? Tengo que darte una noticia sorprendente: anoche volví a tocar el violín.

No sé cómo ocurrió, no estoy segura. De repente me vi en medio de mi fabulosa habitación con los ojos cerrados, el arco en las manos, y la madera firmemente sólida en la curva anhelante de mi hombro. Toqué, toqué y toqué. Y volvió a ser tan mágico como cuando Il Maestro todavía escuchaba a hurtadillas desde nuestra sala de estar.

Cuando terminé, guardé el violín. Por primera vez en mucho, mucho tiempo me sentí en paz con el mundo. Hasta que escuché unos susurros al otro lado de la puerta y fui a ver. Marbel y su hija Aurora estaban sentadas sobre la moqueta, comiendo galletitas de chocolate y bebiendo de enormes tazas humeantes de leche con miel. Cuando abrí la puerta de golpe se asustaron un poco, pero enseguida dejaron a un lado su festín y se pusieron a aplaudirme entusiasmadas. Me hicieron reír. Y compartieron conmigo sus minigalletas.

Les he prometido que esta noche tocaré para ellas, siempre que entren en mi habitación y me inviten después a magdalenas.

Ayer fue el primer día en mi nuevo trabajo. Me puse el uniforme (¿te he dicho que es bonito y elegante? Camisa negra, pantalón negro de raya diplomática y zapatos altos) sobre un montón de capas de lana, porque aquí hace un frío terrible, y bajé a desayunar. Ya sé que es enero, pero estoy acostumbrada a los suaves inviernos de Barcelona, al tibio manto de contaminación y su microclima. Mi fabulosa habitación tiene climatizador pero en los pasillos del hotel no me atrevo a mirar las paredes por temor a encontrarlas forradas de escarcha.

Aquí se desayuna en la cocina. Excepto si eres Phillip, el recepcionista malvado (qué buen título para una novela de misterio), porque entonces tienes licencia para ocupar una mesa en el comedor pequeño y esconderte tras un periódico enorme, posiblemente Le monde, y no contestar jamás cuando alguien te salude con un «buenos días».

La cocina es territorio de Joaquim, el chef de El Bosc de les Fades ¿Cómo te lo imaginas? ¿Permanentemente enfadado, gritón, divino y con un ego tan grande que apenas deja sitio para las cacerolas de acero inoxidable? Pues no. Joaquim es un hombre tranquilo, soñador, imaginativo, y tan amable y simpático que cuando estás con él en su cocina te hace sentir tan a gusto que casi olvidas que apenas hace cinco minutos que acabas de conocerle.

Joaquim es alto y, por supuesto, tiene algo de sobrepeso (no sería un cocinero creíble si fuese de otra manera). Sus manos son enormes, sus ojos atentos y lleva el pelo largo recogido en una coleta. Como Marbel es tan pequeña y menudita, hacen una pareja algo cómica cuando te los encuentras juntos.

Cuando ayer bajé por primera vez al comedor de los desayunos, Marbel salió enseguida de la cocina y me cogió del brazo para que entrase con ella. Me presentó a Joaquim y me puso delante —¡atención!— un cruasán recién hecho y mantequilla, mantequilla. Palabra de honor. ¿Tú te acuerdas de cómo huele la mantequilla de verdad untada en un cruasán caliente? Creo que desde ahora será mi tercer olor preferido del mundo, justo después del olor a canela y de las sábanas de algodón recién lavadas.

—¿Té o café? —me preguntó Joaquim con suspense, como si fuese muy importante mi respuesta.

—Quim ha desarrollado toda una teoría sobre las personas según prefieran té o café. —Vino Marbel en mi auxilio.

—¿Puedo pedir un tazón de leche muy caliente con cacao?

—Los bebedores de té son sensibles y bohemios, los de café son más conservadores. La ley no aplica para los ingleses. Son las conclusiones de años de observación de las personas —me explicó el cocinero muy serio haciendo la vista gorda con el tema de mi leche con cacao.

—Phillip es un bebedor de té. No me parece sensible y bohemio —observé.

—Siempre hay excepciones.

—Phillip no es una persona —me aclaró Marbel.

Y allí estábamos los tres, como si lleváramos años repitiendo la misma rutina en el desayuno. Dos bebedores de café y una náufraga bebedora de té disimulando su sensibilidad bohemia con un tazón de leche caliente. Me hubiese gustado que estuvieras allí, desayunando cruasanes con mantequilla de verdad, viéndome sonreír de nuevo. Apenas llevaba doce horas en ese hotel y ya me había distanciado de mi propia tristeza. Con suavidad, casi sin darme cuenta.

A las nueve menos cuarto había llegado la hora de la verdad: tenía que llevarle el desayuno a William Lexington. Para eso me habían contratado, ¿verdad? Marbel parecía más nerviosa que yo, y eso que todavía no me había visto sosteniendo la bandeja. Todo el mundo cree que los músicos tenemos buen pulso pero no es cierto, nos confunden con los cirujanos. Eso tampoco me resulta justo, nosotros somos mucho más encantadores.

—Subes, llamas a la puerta y dices «servicio de habitaciones, el desayuno». Esperas un poquito y entras.

—¿Y si no contesta?

—No contestará, cariño, el señor Lexington no habla con nadie, que yo sepa. Si quieres le dices buenos días, pero nada más. Nada de preguntas sobre cómo ha dormido o si le gusta el té con más o menos azúcar, ¿me explico? Nada de hablar.

Marbel me detalló el pequeño ritual diario en la habitación del señor Lexington y a las nueve en punto Joaquim me plantó una bandeja pesadísima entre las manos y me abrió la puerta de la cocina invitándome al destierro.

—Buena suerte, cielo. —Me pareció que la voz de Marbel sonaba algo compungida.

William Lexington, el novelista inglés más prestigioso del actual siglo, ganador del Premio Nobel de Literatura en 2009, se hospeda en la habitación 201 durante tiempo indefinido. Eso significa que cada mañana tengo que coger el ascensor hasta la segunda planta o poner a prueba mi habilidad con la bandeja a través de las escaleras. De momento, sale ganando la opción del ascensor. He descubierto que puedo disponer momentáneamente de una mano libre si hago algunos trucos malabaristas.

¿Cómo le sirves el té a un Premio Nobel? Pues en silencio y con mucho equilibrio. Seguro que te mueres de ganas por saber cómo es, ¿verdad? Pues yo también. Hoy es el segundo día que entro en su habitación y todavía no le he oído decir más que «good morning», en un tono tan bajo que a veces creo que me lo he imaginado.

Suele desayunar en su mesa de trabajo, mirando por la ventana (las vistas son increíbles: montañas y bosques interminables), con el portátil encendido y la pantalla vacía de palabras. Creo que está triste. Ya sé que vas a decirme que tengo demasiada imaginación, que porque una persona sea reservada no tiene por qué estar deprimida. Pero cuando le he mirado a los ojos he reconocido su dolor. —Sí, dolor, yo te conozco—. Quizás esté aquí, escondido en medio de la nada de este bosque hermoso, huyendo de algo triste, recuperándose. O quizás solo intente escribir su próxima novela y ande en busca de inspiración.

Parece mucho más mayor de lo que aparenta en la televisión y en las fotos. Tiene el pelo totalmente blanco, va impecablemente afeitado y vestido (sea la hora que sea) y se sienta encorvado y taciturno delante de su ventana. Me gustan los escritores taciturnos. Cuando paso a recogerle la bandeja, apenas ha tocado su desayuno y ya se ha marchado a pasear. Tiene muchísimos libros esparcidos por toda la habitación pero la pantalla de su portátil siempre está en blanco.

Te sigo contando en el próximo correo porque tengo que ir a trabajar. Besotes para todos.

Emma