De: EmmaVoltaras@elboscdelesfades.com
Para: Anna24086@conservatoribarcelones.com
Asunto: Moonlight Serenade, Glenn Miller
Querida Anna,
A veces tenemos noche de insomnio en El Bosc de les Fades.
Marbel toca flojito con los nudillos en mi puerta y yo le contesto en susurros:
—Pasa.
—No puedo dormir —me dice enfundada en una bata gruesa de rizo blanco salpicado con estrellas rosas—. Aurora ronca. —Me sonríe.
Así que me abrigo con todo lo que encuentro en la habitación y salimos de puntillas cargadas con mantas. No cogemos el ascensor porque hace un ruido estridente en medio de la noche, bajamos por las escaleras. Marbel hace una parada en la cocina para avituallarse con galletas o bizcocho (si hay suerte) y un termo grande de cacao calentito; y yo voy a la alacena en busca de la enorme linterna portátil que funciona con baterías.
Cargadas, tropezando con nuestros propios pies, chistándonos la una a la otra cada vez que se nos escapa la risa, cruzamos la recepción desierta (¿dormirá Phillip con planchadísimo pijama de seda?) y acampamos en un rinconcito del Gran Salón, justo debajo de su enorme claraboya de cristal.
Le llamamos el Gran Salón porque, aunque no es la sala más grande del hotel, tiene un aire ceremonioso, como de salón de banquetes medieval, que da respeto. Seguramente se debe a los cuadros de rojos y azules caravaggianos de sus paredes, o a la piedra que la reviste, o al suelo de madera oscura, o a los pesados cortinajes de terciopelo granate que tanto detesto (¿te he dicho que siempre los imagino llenos de polvo?). Nos gusta ir allí las noches de insomnio porque está oscurísimo —de ahí nuestra linterna— y si te estiras sobre la mullida alfombra que hay junto a la chimenea, y te arropas con unas veinte mantas superpuestas, puedes contemplar el cielo nocturno por la claraboya del techo.
—Ojalá pudiésemos encender la chimenea. —Se queja siempre Marbel, friolera profesional.
Dejamos encendida nuestra pequeña linterna y mordisqueamos galletas mientras perdemos la mirada en lo más profundo de la noche invernal. A veces, si hay suerte, el cielo se cuaja de estrellas y entonces Marbel suele suspirar más que de costumbre.
Pero otras noches, si todavía hay más suerte (más que la de encontrar bizcocho en la cocina de Joaquim, mucha más), Marbel recuerda en voz alta fragmentos de su infancia en Brasil. La pobreza de su casa y su barrio, el cariño de la familia y los vecinos. Se vino aquí de muy jovencita, casi no le queda acento de su idioma natal, pero todavía recuerda las canciones de su abuela materna, el tic-tic de la gotera de su pequeño cuarto o las risas de los niños felices, sin juguetes las noches de Navidad.
—Cuéntame la historia del tío Marcelo —le pido—, que salió a pescar con un bote agujereado y volvió al cabo de dos años con una familia circense.
O también:
—Cántame una de las canciones de la abuela. Aquella que hablaba de una niña asustada por los truenos y la pérdida de las cosechas.
Y si no:
—¿Qué fue del primo Thiago? ¿Consiguió triunfar en los teatros de Broadway?
Marbel tenía una familia grande pero desmembrada a los cuatro vientos. Ninguno de ellos, tíos, primos, abuelos, sobrinos, habían ido a parar al mismo país del mundo; incluso tenían dificultades para coincidir en un mismo continente.
Pero otras noches Marbel no quiere hablar, dice que es mi turno. Y me toca contarle los mejores recuerdos de juventud, los del conservatorio, o los primeros años de gira con la OBC. También le hablo de ti, Anna, de cuánto hemos pasado juntas. De cómo me acogiste en casa cuando Il Maestro dinamitó mi mundo, de cómo me hacías reír entre las lágrimas y de cómo tu familia me dio fuerzas para volver a caminar sola.
No suelo hablarle de Il Maestro más que de pasada, cuando aparece como director de orquesta en alguna de mis anécdotas con público. De repente, estirada en la alfombra mullida del Gran Salón, coronado por un cielo invernal, su figura me parece sombría y tétrica. No hay lugar para malos recuerdos en El Bosc de les Fades, los últimos duendes se los llevaron bien lejos para que no encontrasen el camino de regreso.
Y algunas noches, la tramontana sopla tan fuerte afuera que cuesta escucharse los propios pensamientos. Los postigos de antigua madera protestan contra el viento persistente y las ramas de los árboles se agitan en un juego de sombras que se cuela por las rendijas de las cortinas granates. El aullido lastimero y a la vez terrible de la tramontana lo tiñe nuestro insomnio de cuento de terror y es entonces cuando nos cuesta hablar, cuando tenemos miedo (aunque no lo digamos en voz alta) cuando nuestros peores temores asoman las puntiagudas orejas por entre las ranuras de cualquier esperanza.
Me gustaría que Marbel cantase en esas noches pero enmudece, como yo, como mi violín. Me imagino a Samuel Brooks insomne en su cama, en la planta alta de la casa rosa. Me imagino ver la luz de su habitación por la ventana y el susurro de sus palabras arrullando a la misma noche para calmar mis miedos y conjurar el sueño. Pero no es más que el viento maldito e incansable que juega con mis pensamientos.
Y otras, son noches de silencio, de mirar las estrellas, si se ven, o de escuchar la suave respiración del hotel, el ronroneo mortecino de su calefacción, el crujido secreto, antiquísimo, de sus vigas de madera, la historia susurrada de sus piedras.
A veces, Aurora se despierta y baja medio sonámbula en busca de su madre. Se acurruca entre las dos, abraza muy fuerte un pedazo de manta y sigue durmiendo tranquilamente, como si su pequeña excursión desde la última planta no hubiese sido más que parte de un sueño. Me gusta el olor de Aurora cuando duerme, ese aroma conmovedor y tierno que solo es propiedad de los seres humanos más pequeños. Tú ya sabes de qué te hablo porque eres madre.
—Hoy me ha dicho que quiere ser bióloga marina —le digo en voz baja a Marbel, sintiendo la respiración acompasada de su hija junto a la oreja como la música más dulce del universo.
—La semana pasada me hizo prometerle que la matricularía en la facultad de Física y Química para ser igual que Marie Curie.
—El miércoles volvió a confesarme que sería veterinaria.
—Ayer me dijo que le encantaría ser acróbata y actuar en el Cirque du Soleil.
—Cuando leía a Conan Doyle quería ser Sherlock Holmes, pero después llegó Harry Potter y se pasó al bando de la magia.
Aurora cambia de futuro como de calcetines, y todos son brillantes e interesantísimos.
Incluso una noche nos encontró Tristán cuando volvía de tomar unas copas en el pueblo. Nos dijo que había visto luz en la planta baja y que se había acercado a ver. No fue sino en otra noche de insomnio, muchos días después, cuando nos dimos cuenta de que las cortinas del Gran Salón siempre están echadas y que resulta difícil que la tenue luz de nuestro farolillo de acampada se escape a sus garras de terciopelo.
Con luz o sin luz, Tristán se asomó, nos vio, se sirvió una taza de leche con cacao bien caliente y se echó con nosotras a contemplar el cielo profundamente oscuro, aunque no negro sino azul. Nos habló de su abuelo materno, Mathias Brooks, que fumaba en pipa y construía castillos de arena en la playa todos los veranos que lograba escaparse de Londres y venir al hotel.
—No sé por qué me he acordado ahora de él —nos confesó tranquilo.
—Es esta alfombra —le confió Marbel—, tiene el poder de despertar los buenos recuerdos.
—Una alfombra mágica —reflexionó Tristán—. Podría ser un buen reclamo para los turistas.
—Nada de turistas —le riñó Marbel con su mejor voz de madre enfadada—. Solo funciona con los residentes. Para las noches de insomnio.
—Tengo que traer a Samuel a una de vuestras noches de insomnio —suspiró él—, para que se le contagie algo de magia.
—No me imagino a Samuel sin poder dormir.
—Es cierto, Marbel. Samuel no tiene insomnio, ni siquiera sus ciclos de sueño se atreven a llevarle la contraria. Es cuestión de voluntad, supongo. La que yo no tengo…
—Sois injustos con Samuel —salí en su defensa—, él tiene su propia magia. Le he visto caminar por el bosque y ha construido un jardín extraordinario.
—Para ti, Emma —dijo él dándome un codazo en las costillas—. Te estaba esperando.
En casa, en mi anterior casa, las noches de insomnio no eran ni la mitad de felices que las de El Bosc de les Fades. Ya ves Anna, he salido ganando incluso pese al helador frío nocturno que acecha las ventanas de este maravilloso mundo en el que se ha convertido mi habitación.
Hoy me cuesta dormir, pero Marbel no ha venido, y no me atrevo a bajar sola al Gran Salón. Me quedo aquí, calentita en mi cama de princesa, escribiéndote correos nostálgicos alguna hora después de la medianoche.
Buenas noches, que descanses, amiga mía.
Besos.
Emma