De: EmmaVoltaras@elboscdelesfades.com

Para: Anna24086@conservatoribarcelones.com

Asunto: Ave María, Schubert

Querida Anna,

Aquí llueve casi cada día, el sol apenas sale en alguna tregua, pero el frío, fuera de los gruesos y bien acondicionados muros de El Bosc de les Fades, siempre está al acecho.

Me gusta desayunar en la cocina con Joaquim y Marbel. Me gusta saludar a Phillip y darle las gracias por indicarme tan amablemente la dirección de la tienda de té de la señora Povedy. El día en el que llegué a la habitación de William Lexington con su lady grey de verdad me sentía tan sonriente como el mismísimo gato de Cheshire. Mi premio nobel favorito no entendía nada, hasta que le animé a tomar el primer sorbo del líquido oscuro y aromático que le había servido pese a sus protestas. Bebió, me miró sorprendido, cerró los ojos y volvió a beber sin decir ni una sola palabra. La primera taza desapareció en unos instantes y antes de servirse la segunda se levantó, tomó mis manos en las suyas y me besó las palmas.

Ah, los ingleses y el té. La Common Wealth se habría perdido mucho antes si sus enemigos hubiesen comprendido dónde estaba su talón de Aquiles: los suministros de hojas de té. Y eso me recuerda que tengo que llevar a Lexington a conocer a Alice Povedy. No puedo guardarme el secreto de su cueva de las maravillas y creo que el Caelum et mare le parecerá de lo más novelesco.

El señor Lexington sigue sin escribir pero tiene ganas de hablar. Recuerda en voz alta la primera vez que Ashley, su esposa, lo acompañó a una gala literaria y se enzarzó en una encendida polémica sobre Byron y Shelley con el mismísimo Salman Rushdie. Me cuenta lo mal que cocinaba el pastel de riñones, lo guapísima que estaba cuando se enfadaba o lo mucho que la echaba de menos siempre que se marchaba de viaje con sus amigas. Me explica cuánto le gustaba la ópera y cómo había conseguido que él siempre la acompañase después de aquella primera noche de Tosca.

Me ha dicho que probablemente Ashley fue a escucharme la vez que la OBC estuvo en el Covent Garden interpretando una antología escogida de Bizet. Recuerdo aquellos tres conciertos porque era finales de noviembre y en Londres ya habían puesto la decoración navideña. Me pareció un ciudad de cuento, a lo Charles Dickens, y pisé por primera vez los almacenes Harrods.

Ojalá sea cierto. Ojalá Ashley hubiese estado entre aquel público entregado. Me gusta pensar que, de alguna manera, aunque fuese tan solo a través de la música, la mujer que estoy conociendo con los recuerdos de un marido enamorado coincidió conmigo en este pequeño mundo.

El señor Lexington me ha preguntado cómo era Il Maestro y, ¿sabes?, he tenido que esforzarme para recordar su sonrisa. Creo que nunca sonreía. Le he hablado de su genio, de su música y del carisma que derrochaba siempre que cogía una batuta, como un mago. Le hubiéramos seguido a cualquier parte cuando se subía a la tarima, daba tres golpecitos e iniciaba el primer compás de algún Wagner enloquecidamente estruendoso.

Creo que hace tiempo que Lexington se moría de ganas por conversar con alguien pero no sabía cómo romper la campana de cristal en la que la pena lo tenía encerrado. A veces, cuando lo veía camino del bosque, al inicio de uno de sus larguísimos paseos diarios, me parecía que iba moviendo los labios en silencio, como si todavía quedase algún hada esquiva, escondida entre los helechos de la linde, dispuesta a escuchar sus lamentos de viejo escritor abandonado por su musa.

Hablamos de Ashley, de música y de literatura. Yo me quejo de Mozart y él me explica lo sorprendentemente gruñón que le resultó Murakami. Yo le cuento un secreto sobre Tchaikosky y una princesa rusa y él me regala una frase inédita de Auster. Le explico lo difícil que resulta tocar a Chopin cuando estás alegre y él me confiesa que se ha leído todos los libros de Harry Potter y que le gusta ver Castle en la televisión. A veces tengo la sensación de que estamos dentro de una película o de una novela, de tan eruditos y excéntricos como parecemos. Podría titularse «El escritor nostálgico y la violinista perdida» o algo por estilo. Me gustaría que mi papel lo hiciese Scarlett Johannson, como en La joven de la perla.

—¿Cómo es ganar un Premio Nobel, señor Lexington? —le pregunté ayer cuando estábamos hablando del último premio Booket.

—Azaroso.

Es que él tiene la teoría de que hay tantos grandes escritores en el mundo, que los miembros de la academia sueca no tienen más remedio que meter sus nombres en un bombo de lotería y sacar uno al azar.

Marbel no dice nada aunque cada día tardo más en regresar de llevarle el desayuno a Lexington. Supongo que le consuela no tener que volver a hacerlo ella. Tristán me confesó que nuestro escritor favorito le había lanzado un azucarero la última vez que intentó servirle el desayuno. No estoy segura de que sea cierto, pero si Marbel insistía en que bebiese el té que le llevábamos antes, no sabría qué creer.

Joaquim dice que cuando llegue la primavera nos llevará al mercado de verduras y frutas de Mirall de Mar. Sueña con un arcoíris de hortalizas, una paleta renacentista de frutas, una sinfonía de verduras. Insiste tanto en que vaya con él a ensayar el próximo jueves y conozca a los Hell on the Earth que ya no he podido ponerle más excusas. Supongo que no hacía falta ser una adivina para augurar que acabaría interpretando temas de Metallica con ellos, ¿verdad? Ya te contaré qué tal. Me hace ilusión volver a formar parte de una orquesta, aunque sea una de trash metal.

Ayer salí a pasear con Samuel Brooks. En realidad nos encontramos en un crucero de piedra que hay cerca del camino principal de El Bosc de les Fades. Yo estaba pensando que me parecía un monumento tétrico, salpicado por los líquenes verdes y negruzcos, digno de aparecer en las mejores novelas góticas como lugar de apariciones y sacrificios sangrientos, cuando una voz a mis espaldas me dio un susto de muerte (nunca mejor dicho).

—Es bonito, ¿verdad?

Me gustaría decir de Samuel que es un romántico pero no estoy segura de que esa cruz espantosa no le pusiera los pelos de punta hasta al mismísimo Caspar David Friedrich.

Samuel es taciturno y habla poco, pero cuando camina por sus bosques —con la zancada de un Heathcliff tomando posesión de sus tierras— algo en él se suaviza, se relaja. Pese a su seriedad y a sus gestos contenidos, su mirada es intensa y perturbadora. No puedo imaginar qué terrible tormenta doblegó el rumbo de este hombre y lo confinó a este lugar secreto y apartado. Sin embargo, me alegro de que esté aquí, anfitrión espléndido de este castillo encantado que me ha dado cobijo cuando más lo necesitaba, para salvarme de los gritos malhumorados de una jardinera que tiene la extraña manía de echarme de sus confines.

Caminar con Samuel por ese bosque espléndido no siempre es sencillo para una chica de ciudad como yo. Sus zancadas cubren leguas como si nada y muchas veces me toca alternar las mías con un suave trotecillo algo penoso para mantenerme a la par. Pero aunque parezca que el imperturbable señor Brooks es insensible a mis pasitos, no es cierto: siempre está ahí para cogerme de la mano o sostenerme del brazo cada vez que tropiezo (por desgracia, bastante a menudo) cuando el pequeño sendero a través de la espesura se vuelve impracticable.

Anna, ¿te sorprendería si te dijese que cuando Samuel Brooks me sostiene siento como si esas manos, esos brazos, llevasen años esperándome? Apenas es una intuición, la ceniza de un pensamiento, la sombra de una sensación. Pero sería capaz de esconderme en la línea pétrea del hombro de Samuel como mi violín descansa cada noche en la curva de mi cuello; ambos vueltos de un destierro demasiado largo.

No me hagas caso, creo que desde la visita al Caelum et mare ando algo más romántica e impredecible que de costumbre.

Un beso.

Emma