De: EmmaVoltaras@elboscdelesfades.com

Para: Anna24086@conservatoribarcelones.com

Asunto: Believe in me, Lenny Kravitz

Querida Anna,

Para celebrar el próximo reconocimiento de la propiedad del bosque (o así lo esperamos, que sea próximo, me refiero) Martha ha organizado una caminata popular con inicio en la plaza del Ayuntamiento de Mirall de Mar y fin en el mismísimo porche del hotel El bosc de les Fades. Con chocolate y melindros a su llegada para todos los participantes. Dice que así se promociona el hotel y se integra dentro del programa de actividades populares del pueblo, que siempre es bueno estar a bien con los vecinos.

Martha nos ha reunido a todos en el comedor del desayuno para ponernos al día de la actividad. Por supuesto, Phillip no se ha considerado parte de ese «todos» y no se ha dignado a aparecer.

—Esos vecinos con los que quieres estar bien a veces organizan partidas de caza y se ponen a pegar tiros en mi bosque —se ha quejado Samuel.

—¿Todos ellos? —Se ha sorprendido Tristán.

—Vamos, Sam —ha intervenido Martha, siempre diplomática—. Seguro que los furtivos ni siquiera son del pueblo. Esto es buena publicidad para el hotel.

—Sí: «vengan todos al paraíso de la cacería del jabalí» —ha apuntado Samuel con sorna—. Es gratis y nadie se queja.

—Bueno, en realidad eso no es del todo exacto. Los jabalís deben haber puesto sus propias quejas en reclamación al cliente —ha dicho un pensativo Tristán.

—¿Reclamación al cliente? No sabía que tuviéramos de eso —ha intervenido Joaquim.

—Por supuesto que tenemos departamento de reclamaciones, lo lleva Phillip.

A Marbel y a mí se nos ha escapado la risa, pero por respeto a Martha no hemos hecho comentarios. Mejor que siga ignorante de algunas de las mejores cualidades del recepcionista de sus hijos.

Tristán tiene un amigo que trabaja en una imprenta y ha hecho unos carteles publicitarios muy coloridos del extraordinario evento de los Brooks. Esta tarde hemos ido todos a colgarlos y distribuirlos por el pueblo. Bueno, todos excepto Phillip —a quien la idea de un montón de gente sudorosa y polvorienta, o embarrada, según la meteorología, tomando chocolate cerca de su inmaculada recepción le ha provocado dolor de estómago—, y Samuel, que tiene sus reticencias sobre la idea popular de su madre cada vez que imagina sus solitarios bosques infestados de excursionistas aficionados.

Aurora y yo hemos entrado en la tienda de la señora Povedy para dejarle algunos folletos. El Caelum et mare seguía suspendido en el tiempo, bajo amables capas de polvo que brillaban al sol del mediodía.

—Buenos días, señora Povedy.

—Ah, hola Emma —me ha saludado contenta la dueña saliendo de la trastienda a través de una cortina de cuentas de colores.

—Esta es Aurora.

—Me encantó su rooibos, señora Povedy. Lo tomo con azúcar y una pizca de canela.

—Canela. —Se ha sorprendido la señora—. Una sabia elección. Qué niña tan inteligente.

—Hemos venido a traerle unos cuantos folletos informativos sobre una excursión hasta El Bosc de les Fades y a pedirle permiso para colgar en la puerta de la tienda estos carteles.

La señora Povedy ha cogido el papel que le tendía y lo ha leído con atención.

—Por supuesto, querida, puedes poner lo que necesites. Siempre he querido ir a tomar chocolate a ese hotel pero está tan escondido y es tan difícil de llegar a él que ya empezaba a pensar que no era más que una leyenda.

—Es cierto que es difícil llegar pero cuando estás allí te das cuenta de que el esfuerzo de encontrarlo ha valido la pena. —Le he sonreído.

—No sé por qué no ponen carteles indicadores. No hace falta que sean modernos y de color azul autopista, podrían hacerlos bien bonitos, en madera blanca con hermosas letras verdes. Eso ayudaría a encontrar el hotel.

—Sí, eso ayudaría. Pero le restaría encanto y misterio.

Además empiezo a estar convencida de que, en el fondo, Samuel no quiere que nadie más nos encuentre.

—Es como la búsqueda del tesoro —ha apuntado Aurora.

A veces me sorprende recordar que Aurora no tiene más que nueve años. Es una niña excepcional, pero lo es de una manera tan discreta y poco llamativa, con tanta modestia, que uno no puede dejar de quedarse boquiabierto cada vez que, de repente, su voz aporta ese detalle ingenioso, esa pizca de luz que a todos se nos escapa. Quiero recordarla así para siempre, con nueve años, un anorak morado con capucha y gorro, guantes y bufanda rojos; suspendida sobre la punta de los pies para atisbar más allá del mostrador del Caelum et mare, con una sonrisa de oreja a oreja y los secretos del universo asomándole de los bolsillos.

Cuando salimos de la tienda de la señora Povedy, Aurora ha deslizado su manita en la mía con naturalidad y me ha confiado.

—Me recuerda a Madame Récamier. Aunque algo más vieja.

¿No te encantaría conocerla? ¡Pues ya solo te quedan cuatro días! Por cierto, eso me recuerda que estarás aquí justo el fin de semana de la caminata porque será este domingo. Espero que no te agobie demasiado, prometo echar una mano a Joaquim y Marbel lo más eficiente y rápidamente posible, y escaparme contigo lejos de la multitud. Eso siempre que la multitud consiga llegar hasta el hotel porque como bien apunta la señora Povedy, quizás no sea más que un lugar de leyenda inaccesible.

Esta noche Samuel y yo hemos ido a cenar a un pequeño restaurante siciliano en Mirall de Mar. Roberto Gianni, el dueño, es un italiano bonachón que en verano presume de tener a tres generaciones de Gianni trabajando juntas en la cocina sin llegar, hasta el momento, a las manos. Pero en invierno, solo con su esposa y su madre, el restaurante abierto apenas tres días a la semana, se le instala en la mirada cierto brillo melancólico. Samuel me ha confiado que a veces le oye tocar la mandolina en la despensa cuando cree que se han ido todos los clientes.

—Mi madre se marcha a Londres el lunes —me ha dicho Samuel entre bocado y bocado de deliciosas arancini (esas croquetas de arroz rellenas de ragú que yo solo he visto en las novelas del comisario Salvo Montalbano y que por fin he tenido ocasión de hincarles el diente).

—La echaréis de menos.

—Un poco, lo suficiente para estar encantados de volver a vernos en noviembre o diciembre. Seguramente volveremos a repetir las Navidades londinenses del año pasado.

—Creo que sería una gran gerente de El Bosc de les Fades —le he confesado divertida.

—Yo también lo creo. Desde el principio estuvo enamorada del antiguo monasterio, de la casa, del proyecto. Casi me sorprendió que no se asociase con nosotros cuando llegó el momento.

—Me dijo que lo hizo precisamente por vosotros. Os hizo ese regalo, el hotel.

—¿Habéis hablado de eso? —Se ha sorprendido Samuel.

—Y de muchas otras cosas.

Samuel ha bebido un sorbo de vino blanco siciliano (áspero y espantoso, no todo iba a ser miel sobre hojuelas en casa Gianni) y me ha mirado con curiosidad.

—No es que nos hayamos hecho íntimas amigas, ni que nos hayamos dado cita para tomar el té. Pero durante estos días nos hemos encontrado y hemos hablado. Es estupenda. Impone mucho, pero es estupenda.

—Tú también le gustas —ha sonreído Samuel— y eso que ni siquiera te ha escuchado tocar el violín.

—O el piano —he bromeado.

—A eso le pondremos remedio mañana mismo.

—¿En serio?

—Vino para acompañarnos al pleno del Ayuntamiento, pero creo que también vino para conocerte. Tristán le había hablado mucho de ti en sus correos electrónicos.

—¿Tristán?

—No preguntes.

La puerta de la cocina se ha abierto con un agradable aroma a albahaca y parmesano, y el mismísimo Roberto Gianni nos ha servido la comida.

Frittedda con carciofi, fave e piselli, pasta alla norma y parmigiana di melanzane —nos ha anunciado feliz y coloradote—. Y amore, mucho amore, que nunca falte.

Y he visto a Samuel sonreír feliz y orgulloso como si nada. Ha cogido mi mano, ha levantado su copa y ha brindado en silencio con sus ojos prendidos de los míos y la sonrisa todavía colgada de sus labios.

Me pregunto por qué Tristán le hablaba a Martha de mí y qué demonios debía contarle. ¿Que hacía acampadas de media noche en el Gran Salón para mirar las estrellas? ¿Que cruzaba la plaza bajo un aguacero de justicia para tocar el viejo Steinway totalmente empapada? ¿Que tenía la mala costumbre de marchitarle las violetas a Petra y esperar con impaciencia los días de colada? Quién sabe, Anna, Tristán siempre ha sido impredecible. Incluso ahora, que una doctora lo acompaña en sus correrías.

De vuelta al hotel, Samuel ha parado el coche junto al santuario de piedra que siempre he encontrado tan siniestro y gótico. Como dos adolescentes, hemos estado besándonos hasta perder el aliento y empañar las ventanillas.

—¿Por qué aquí? —he preguntado.

—Porque un día te encontré aquí perdida y quería comprobar si todavía me pareces tan hermosa como ese mismo día en el que en lugar de besarte me puse a hablarte de cualquier idiotez.

—Tú no sueles hablar de idioteces.

—Sí cuando debería estar besándote.

—¿Y?

—¿Y qué?

—¿Todavía te parezco tan hermosa como ese día?

—No, me pareces mucho más hermosa.

—Lo dices porque está oscuro y las piedras góticas favorecen a cualquiera con esta ausencia de luz.

Fíjate, Anna, tan mayores y todavía somos capaces de tan profundas conversaciones. Tú, que conociste a Samuel Brooks mucho antes de que cayese bajo mi perversa influencia, no me digas que alguna vez lo imaginaste parando el coche en las ruinas de un tétrico crucero para susurrarle dulzuras a una violinista exiliada.

Te dejo, amiga mía, que casi es la hora del concierto de los martes en mi habitación y hoy es para vestirse de gala: por primera vez asistirá Samuel. Espero que a Joaquim, que hoy también vendrá (con dulce casero incluido, creo que dijo algo así como «tarta de hojaldre de cerezas y chocolate negro»), a Marbel y a Aurora no les sorprenda demasiado. Tengo que escoger con cuidado el repertorio, pero esta noche te aseguro que todo será alegre, incluso puede que me anime con alguna tarantela en honor al peculiar Roberto Gianni y sus arancini, si soy capaz de encontrar la partitura.

Te quiere y te echa de menos,

Emma