De: EmmaVoltaras@elboscdelesfades.com
Para: Anna24086@conservatoribarcelones.com
Asunto: Aria, suite para orquesta núm. 3, Johann Sebastian Bach
Querida Anna,
He estado leyendo las cartas que Nora Belleneuve se escribió con el abuelo de Sam, Mathias Brooks. Qué pena que solo se hayan conservado las que escribió ella porque ahora que las he leído me muero de curiosidad por saber qué le contestaba el abuelo Brooks a algunas de sus dudas sobre el comportamiento social de las damas y los caballeros en ciertas fiestas. No es que sean una novela decimonónica pero sí que son cuestiones curiosas e inquietudes personales de una mujer muy interesante: instruida, tímida, sincera. Creo que Nora y Mathias, primos lejanos, llegaron a quererse de veras. Se comprendían y se acompañaban desde lejos. Y aunque Nora nunca se casó ni tuvo hijos, siempre se interesaba por la familia de Mathias.
En las últimas cartas, Nora hace varias referencias a su casa familiar y dice que se siente demasiado mayor como para seguir viviendo sola en una mansión que cada día le viene más grande. Se deduce que Mathias Brooks y su esposa la habían visitado en varias ocasiones y Nora ya les había informado que, a su muerte (en posterior correspondencia se nota que ya estaba muy enferma), quería que ellos heredaran la casa. Los Brooks adoraban el monasterio reformado en medio del bosque, aunque no pudiesen ir todos los veranos desde Surrey.
Pero aparte del cariño que se tenían los primos, el encanto y el ingenio de Nora para describir a sus amistades y las intenciones de legarles la casa grande a los Brooks, no dice ni una sola palabra sobre la propiedad del bosque que la rodea. Es cierto que faltan cartas, pero no creo que la correspondencia que trajo Gonzalo Suárez sirva para nada más que el recuerdo, la nostalgia y algo de Historia.
Se lo he contado a Samuel y me ha escuchado distraído mientras jugueteaba con mi pelo y la luz del sol del mediodía. Estábamos sentados a pie de un roble centenario, escondidos en el bosque de detrás de El Bosc de les Fades. Creo que en ningún momento se había hecho ilusiones sobre esas cartas.
—Faltan tres días para el pleno, ¿qué vas a hacer? —le he preguntado.
Estaba sentada en su regazo, con la espalda cómodamente reclinada sobre su pecho, por eso he notado como encogía los hombros y me apretaba un poco más fuerte contra él con el brazo en el que me tenía atrapada. A veces, Anna, le sorprendo mirándome como si temiese verme desaparecer de improviso.
—Mañana vendrá Carolyn con la ponencia final, intentaremos ganar tiempo mientras seguimos buscando alguna prueba.
—Samuel.
—¿Mmmm?
—¿Qué pasará en primavera?
—No sé, Emma, ¿qué pasará? ¿El jardín estará esplendoroso? ¿Las abejas lo polinizarán todo? ¿Tristán maldecirá a gritos su alergia?
Me he dado cuenta de que intentaba parecer despreocupado, pero estoy empezando a conocerle lo suficiente como para comprender que él también se había hecho esa pregunta antes y no había sabido darle respuesta. Y entonces he dejado caer la bomba.
—No voy a estar aquí para siempre. Esto era un trabajo eventual.
He notado cómo se ha puesto rígido tras de mí y he contenido el aliento.
—Puedo contratarte todo el tiempo que necesites.
—Ya no necesito más tiempo.
Y es verdad, Anna, estoy lista para volar. Se acabó el tiempo de descanso. Pero al pronunciar esas pocas palabras me he dado cuenta de lo brusca que estaba siendo. Debería haber encontrado una manera distinta de trasmitirle mi inquietud, mis planes de futuro. Pero no he sabido hacerlo mejor, al fin y al cabo, no soy más que una violinista, las palabras no son mi fuerte. Ese es el oficio de William Lexington, no el mío.
—Quiero decir que me gusta muchísimo estar aquí, pero me temo que pronto me llegará el momento de volver al mundo exterior. Me asusta que llegue el verano y verme atrapada entre un montón de huéspedes. Me gusta El Bosc de les Fades tal y como es ahora: con Joaquim cocinando para nosotros, Marbel cotorreando conmigo sin parar y William Lexington siempre dispuesto a hacer una pausa para tomarse un té de verdad. Con tiempo para escaparnos, con tiempo para encontrarnos en el jardín vacío.
—Tienes una oferta de trabajo. —Ha adivinado Samuel. Cuando me ha soltado y se ha puesto en pie, el frío ha caído sobre mí a traición—. Qué idiota soy.
—La Orquesta Sinfónica de Dublín quiere hacerme una entrevista en septiembre. Estuve tirando de contactos durante mucho tiempo antes de darme por vencida, y ahora ha salido la oportunidad. Lo he estado pensando y, sinceramente, no sé qué hacer. No quiero irme de aquí, no quiero separarme de ti, ni del hotel y sus habitantes. Pero me gustaría seguir tocando profesionalmente unos años más.
Me he puesto en pie y le he cogido de las manos, obligándole a mirarme a los ojos. Samuel estaba enfadado, con el ceño fruncido y la mirada azul cargada de amenaza de tormenta.
—Hace un par de años pensé que nunca volvería a tocar. Pero desde que estoy aquí he comprendido que todavía me queda mucha música en los dedos. No quiero que me malinterpretes, no cambiaría este lugar por nada en el mundo pero no creo que pueda seguir trabajando en el hotel cuando llegue la temporada alta.
—Si te vas a Dublín…
—Tengo una entrevista y buenas referencias pero eso no significa que me den el puesto.
—Pero si lo consiguieses, ¿te quedarías en Dublín?
—No siempre, solo durante la temporada de invierno. El resto del año, las Orquestas Sinfónicas suelen salir de viaje invitadas en programas de todo el mundo. Volvería a viajar bastante.
—¿Y eso te apetece?
Buena pregunta, Anna, certera. ¿De verdad deseo esa vida errante de estrenos sin fin y zapatos negros? ¿Cuándo podré ponerme tus tacones de cuentas de cristal?
—No, no me apetece. Me apetece quedarme aquí, contigo, en El Bosc de les Fades. Y que siempre fuese invierno. Y que nunca hubiese huéspedes.
Samuel ha hecho un amago de sonrisa pero seguía mirándome con esa intensidad que nunca presagia nada bueno.
—Necesito huéspedes.
—Lo sé.
Le he apretado las manos, inquieta.
—Necesito seguir tocando.
—Lo sé —ha contestado.
—Pero estás enfadado.
—Estoy enfadado conmigo mismo, Emma. —Ha gruñido soltándose de mis manos y ha echado a andar hacia el hotel—. Por ser tan imbécil como para creer que estarías aquí siempre.
Sus palabras me han dejado helada y he echado a correr, literalmente, tras él. Pero por mucho que le he rogado y suplicado y explicado, no ha querido volverme a hablar. En la linde del bosque me ha besado fugazmente en la mejilla y ha susurrado «Adiós, Emma», antes de marcharse en dirección a la casa rosa con sus enormes zancadas. Me ha parecido más inalcanzable que nunca.
Qué tristeza, Anna. ¿Por qué me siento como si acabase de romperle el corazón a Samuel Brooks? Tengo miedo de volver a mi habitación y marchitar las hermosas orquídeas violetas.
Me quedaré aquí, justo aquí, sentada en el descansillo de mi puerta, con el portátil en el regazo y una pesadumbre de cemento sobre el pecho. Esperando a que Aurora vuelva del colegio y me acompañe a merendar al invernadero. Pero no estoy llorando, Anna, de verdad que no. Es solo el escozor de la pantalla tan blanca de este correo en mis ojos cansados.
Por la ventana del pasillo veo un pedacito de cielo, inesperadamente azul, y los picos todavía blancos de las montañas lejanas por entre las manchitas verdes de centenares de árboles viejísimos. Los mismos árboles que una vez fueron testigos de mi torpeza tras los pasos iracundos de Samuel.
¿Cómo voy a irme de aquí? ¿Cómo voy a quedarme? Todo me resulta imposible, Anna. Me tendiste un puente hacia el mundo de las maravillas con tu oferta de trabajo y ninguna de las dos fuimos capaces de ver la trampa.
Quizás debería escribir a Dublín y renunciar a la entrevista, porque soy sincera cuando digo que no quiero irme de aquí. No me apetece volver a viajar de concierto en concierto. Pero entonces, ¿qué? ¿Qué me queda esperar? ¿Un trabajo por compasión y una relación con mi jefe que corra el peligro de volverse sórdida con el paso del tiempo? Podría seguir tocando para Marbel y Aurora, podría seguir tocando con el grupo de Joaquim, podría escaparme a la casa rosa y sentarme en el hermoso piano de Martha Brooks.
Anna, ¿qué hago? ¿Qué demonios estoy haciendo? ¿Soy tan estúpida como para boicotear mi propia felicidad cuando apenas he conseguido encontrarla?
¿Vendrías si te lo pidiera?
Con cariño,
Emma