De: EmmaVoltaras@elboscdelesfades.com
Para: Anna24086@conservatoribarcelones.com
Asunto: Nocturno, Chopin
Querida Anna,
¿Te acuerdas del tiempo en el que sonaba el despertador y me costaba tanto abrir los ojos? Había un instante, apenas una fracción de segundo, justo antes de traspasar con la punta del pie la sedosa frontera entre el sueño y la vigilia, en el que nada había sucedido, en donde todo era posible. Hasta que abría los ojos y me llegaba la certeza de que seguía estando sola de una manera como nunca antes lo había estado. Y toda la tristeza del mundo, que se había quedado agazapada, al acecho, esperando a que despertara, se apresuraba a acomodarse de nuevo en el hueco de mi esternón. Me levantaba de la cama y caminaba encogida hasta la ducha, como alguien que ha descubierto de repente que se ha convertido en una anciana y que le duelen partes del cuerpo que ni siquiera sabía que existían.
Desde que estoy aquí sigue costándome despertarme. Pero cuando abro los ojos y veo las gruesas vigas del techo, pienso en lo mucho que me gusta sentir el peso de las mantas sobre mi cuerpo. Pienso en la cocina de Joaquim, en las rebanadas de pan que hornea Marbel, en la sonrisa de su hija Aurora cuando aplaude con los últimos ecos de Debussy desvaneciéndose en las paredes. Pienso en William Lexington, Premio Nobel de literatura exiliado de su Londres natal y a la espera de un desayuno al que apenas presta atención. Pienso en los simpáticos titubeos de Tristán, siempre encantador incluso cuando no pretende serlo, en las manos grandes y callosas, de jardinero aplicado, de Samuel Brooks sosteniéndome un día de sol.
Te va a parecer raro pero este sitio me llena de esperanza.
Sé que ayer no te escribí, lo siento, pero como conseguimos hablar por teléfono, pensaba que tenía dispensa oficial. Sin embargo, tu quejica mail de esta mañana ya me ha dejado claro que no es así. Ah, querida, te has hecho adicta de las Crónicas de El Bosc de les Fades ¿verdad? Lo sabía. Este lugar es irresistible incluso a más de cien kilómetros de distancia.
Como ya sabes, ayer acompañé a Marbel a Mirall de Mar para recoger a Aurora del colegio y de paso visitar el pueblo. Pero, como también sabes, a medio camino empezó a llover y ya no ha parado desde entonces. Por eso me refugié en un café mientras Marbel iba a por su hija y estuvimos hablando por teléfono (¡por fin algo de cobertura!). Me sentí eufórica al sentir tu voz, como si hiciese años que no hablábamos.
Me parece que el placer de escuchar tu voz por teléfono va a escasear mientras mi residencia sea esta habitación abuhardillada. Los Brooks han desconectado todas las líneas excepto la de recepción porque, en teoría, el hotel está completamente vacío hasta Semana Santa. Y como ya te puedes imaginar, no creo que baje a pedirle a Phillip que me deje usar su teléfono porque:
a) No creo que sea lo suficientemente amable como para dejarme utilizarlo a no ser que sea una urgencia (creo que Phillip todavía no conoce el significado de la palabra amabilidad).
b) En el remoto caso en el que me dejara utilizarlo, seguramente se quedaría sentado en su minúscula e impoluta recepción escuchando todo lo que decimos.
En fin, querida, te llamaré desde el móvil siempre que baje al pueblo. Te lo prometo. Mientras deberás consolarte con mis increíbles crónicas (¡Oh, qué tormento!).
No recuerdo haberte dado las gracias por conseguirme este trabajo —¡será posible tanta ingratitud!— y aunque sé que ayer comprendiste lo bien que me había sentado el cambio, quiero recordártelo: ¡¡GRACIAS!! Sé que es extraño pasar de primer violín de una de las orquestas más prestigiosas de Europa a doncella de un hotel, pero los caminos de la vida son tan misteriosos como el jardín inglés de Samuel Brooks. Además, no todo el mundo tiene el privilegio de desayunar cada día con William Lexington, ¿verdad? (en realidad solo le sirvo el té pero ya me siento casi invitada a su mesa).
Está bien, lo dejo. Sé lo poco que te gusta que te agradezca las cosas «¡Cómo si tú no hubieses hecho lo mismo por mí!», te veo gritarme muy enfadada mientras mueves uno de tus dedos índices admonitoriamente (sí, has leído bien, he escrito «admonitoriamente», ¿qué te parece mi riqueza de vocabulario? Es que estoy volviendo a leer algunas novelas de Lexington que he encontrado en la biblioteca).
Cuando ayer por fin conseguimos colgar el teléfono, Marbel y Aurora me esperaban con tazas de chocolate caliente en la mejor mesa del café, justo la que está al lado del escaparate. Cuando te sientas allí, en plena tormenta, tienes la sensación de estar en medio de la lluvia torrencial pero sin mojarte, cómoda y felizmente calentita. Como comprenderás, abandoné mi té (ya frío, aunque por una buena causa) y mi mesa coja, y me senté con ellas y sus chocolates.
Aurora se burló de mi Nokia viejísimo y luego me hizo la pregunta del millón de dólares. ¿Por qué no estaba tocando el violín profesionalmente en vez de andar disfrazada de camarera de habitaciones por El Bosc de les Fades? Es imposible engañar a las niñas de nueve años. Bien lo sabes tú, que eres madre.
—¿Desde cuándo tocas el violín?
—Desde que era muy pequeña toco el violín, y también el piano. Hasta hace poco, bueno hace casi dos años ya, formaba parte de la Orquesta Filarmónica de Barcelona, la OBC. Era el primer violín.
Lo dije rápido, de carrerilla. Y la tierra no se hundió bajo mis pies.
—¿Por qué te fuiste?
—El director de orquesta me echó. Decidió poner a otra violinista en mi lugar.
—¿Qué pasó? —preguntó suavemente Marbel.
—Llevábamos viviendo juntos seis años. Entonces él se enamoró de otra y decidió sustituirme de su vida y de su orquesta.
—Le dio tu puesto.
—En todos los sentidos.
—Qué idiota —dijo Aurora. Pero Marbel no la regañó.
—En realidad, sí —le dije sonriendo—. Es un idiota.
—¿Y por qué no vuelves a tocar el violín en otra orquesta?
Y se lo conté todo. Absolutamente todo. Quizás fue culpa de la lluvia, o del chocolate caliente y espeso como hacía años que no lo tomaba, o porque la mirada de Marbel cobija toda una constelación de cariño, o porque Aurora es sincera siempre que nos cuenta que de mayor quiere ser veterinaria.
Les conté como al principio de que Il Maestro me borrase de su vida y de su orquesta, como si nunca hubiese sido más que una nota a lápiz entre las líneas de una partitura a medio escribir, quedé en estado de shock. Que cuando me echó de casa tuve que buscar un lugar donde vivir y que me pasaba la mayor parte del tiempo llorando. Primero de pena, luego de rabia y más tarde ya no sabía ni de qué. Y cuando fui capaz de salir a la calle sin echarme a llorar intenté recomponer algunos pedacitos de mi vida, pero era tan difícil. Seis años es demasiado tiempo con alguien a quien amas, es como volver a aprender a vivir de nuevo.
Entre sorbos de chocolate espeso y con la mano de Marbel cogiendo firmemente la mía, les conté que no me rendí enseguida. Que fui a algunas audiciones en busca de trabajo pero que lo hice francamente mal. Les expliqué que cuando los entrevistadores me escuchaban no podían creerse que hubiese sido primer violín de la OBC, cometía errores de principiante, errores de concentración. Y la vez que mejor me salió una de las audiciones para un trabajo en el conservatorio, el examinador me dijo que nunca antes había escuchado una interpretación con menos sentimiento que la mía.
Yo sabía perfectamente qué había querido decir el examinador porque tenía compañeros de profesión que tocaban exactamente así: ejecución perfecta, fría, sin alma. Acababan como profesores privados por horas si no dejaban la música profesionalmente. Estaba convencida de que algo se había roto dentro de mí, de que ya no volvería a ser la misma ni siquiera con un violín en las manos. No solo había perdido el amor, el trabajo y la casa, sino que también se me estaba escapando el alma por entre los agujeros que había dejado Il Maestro en mí.
Les dije que fue entonces cuando dejé de tocar incluso para mí misma, guardé el violín en su funda, contraté un guardamuebles para el piano, y empecé a desesperarme al ver cómo me rechazaban una solicitud tras otra, incluso para impartir clases. Me imagino que el resto, desde aquí, supieron imaginárselo sin problemas.
—Anoche fue la primera vez que saqué el violín de su estuche con ganas. Anoche —les dije saboreando mi pequeño triunfo— volví a tocar porque me apetecía, porque lo necesitaba.
—¿Te sentiste triste al recordar todo lo que habías dejado atrás? —me preguntó Marbel con un hilo de voz.
—No. Fue como volver a casa.
Me sentí bien, allí, al otro lado de una cortina de lluvia. Acompañada por mis propios fantasmas y una madre y una hija que se habían convertido en un público inesperado y maravilloso, capaz de devolverme a la vida. Creo que hice bien en soltar mi lastre, me sentí inesperadamente ligera como si hubiese estado engañándolas hasta ese mismo momento.
Marbel me prometió que volveríamos al pueblo otro día —sin lluvia— y que me haría una visita turística para enseñarme sus encantos. Abandonamos con pena nuestro dulce y aromático refugio y pasamos a recoger a Joaquim de camino hacia el hotel porque empezaba su turno de noche en veinte minutos.
En el coche, mientras Marbel conducía a paso de tortuga por el infernal camino del hotel. —Ya había anochecido—. Joaquim nos hacía la boca agua con sus planes para la cena.
—Esta noche cenamos pescado.
—Como está lloviendo a mares… —apuntó Marbel.
—Exacto. Y patatas a la crema de queso, para compensar a la princesa.
La princesa es Aurora, que odia el pescado y adora las patatas a la crema de queso.
—Ya no eres el único músico de El Bosc de les Fades —le dijo la princesa al cocinero.
—¿Has vuelto a tocar la flauta? Pensaba que la habías perdido.
—Ya te dije que no la había perdido, Phillip me la confiscó porque estuve ensayando y le daba dolor de cabeza.
—¿Puede hacer eso? —pregunté alarmada (como podrás imaginar).
Marbel cree que Phillip es todopoderoso, que nadie va a llevarle la contraria y que los Brooks le tienen miedo. Puedo creerlo de Tristán pero no de Samuel. Samuel Brooks es formidable, no le tiene miedo a nada ni a nadie. Al menos, a mí me lo parece.
De camino al hotel —muy largo, créeme—, Aurora le contó a Joaquim que yo tocaba el violín y el hombre casi se puso a dar saltos en el coche (cosa poco recomendable para su salud porque es tan alto que su cabeza ya toca el techo del todoterreno sin necesidad de saltar).
Resulta que nuestro cocinero tiene un grupo y hace tiempo que buscan un violín. Son cinco: batería, dos guitarras, un bajo y el cantante. Joaquim toca la guitarra eléctrica, ensayan una vez por semana en el auditorio del pueblo y tocan los sábados por la noche en el pub de un amigo de Tristán. Marbel dice que son buenos. Joaquim quiere que me pase la semana que viene a ensayar con ellos.
—¿Qué tipo de música tocáis? —le pregunté, prudente.
—Bueno… Casi todo el repertorio de Rammstein y Metallica. Nos llamamos Hell on the Earth.
¿Te lo puedes creer, Anna? ¡Metal duro! ¡Y quieren un violín! Creo que, pese a la oscuridad del coche, todos pudieron ver mi cara de susto.
—Pero un violín quedaría de muerte, sobre todo si nos atrevemos con la versión más acústica de algunas de las canciones. Seguro que nos quedamos con el Rosebud.
—¿El Rosebud?
—Es el pub en el que tocamos, ya sabes, el pub de Paul.
Pues no, no lo sé. No tengo ni idea. Joaquim me habla como si viviese con ellos desde hace años. Me sorprende caer en la cuenta de que, de alguna manera, eso es cierto. Me siento así.
Al final, invitamos a Joaquim al recital de anoche… A cambio de que nos hiciera macarrons de pistacho, por supuesto. ¿Te doy envidia? No me extraña, eran los macarrons más deliciosos que he probado en mi vida. Lo mejor del día, después de mi entregadísimo público, por supuesto.
Un abrazo de tu amiga perdida en el bosque.
Emma