De: EmmaVoltaras@elboscdelesfades.com

Para: Anna24086@conservatoribarcelones.com

Asunto: Un di felice eterea, La Traviata, Verdi

Querida Anna,

Esta mañana mientras estábamos desayunando en la cocina, como de costumbre, la radio ha pronosticado precipitaciones. Marbel se ha apresurado a cambiar de emisora hasta encontrar una canción tranquila y nada de locutores de mal agüero.

—¿Cuándo llega el buen tiempo? —he preguntado con la boca llena de tostada con mermelada de albaricoque casera.

—Llega de repente, sin avisar. Y os llevaré al mercado —me ha dicho un soñador Joaquim.

No logro imaginarme cómo será este sitio bajo un sol sin nubes. Me cuesta pensar en el pórtico de la entrada sin las sombras góticas de los tétricos atardeceres de invierno, o los tonos de gris de los rosetones repentinamente teñidos de estridentes colores. Desaparecerá el ondear furioso de las sábanas recién lavadas en el patio interior, como fantasmas enloquecidos bajo la ventana de William Lexington. Ya no habrá día de colada en El Bosc de les Fades porque manos profesionales se llevarán la ropa sucia cada dos días y la traerán limpia y almidonada, siempre que su furgoneta de reparto sea capaz de resistir el camino de ida y vuelta. La piscina estará llena de huéspedes en bañadores glamurosos y el sonido de las risas de los niños y las conversaciones de los adultos tomarán posesión de nuestro comedor de desayunos. La terraza cobrará vida y la cocina de Joaquim será territorio vedado para Marbel y para mí.

Se acabarán las tardes ociosas, los paseos por el bosque, las visitas al Caelum et mare, las meriendas en el invernadero, los desayunos con mantequilla de verdad, y ese dolce far niente de los mediodías, siempre en busca de algunos rayos de sol o de un refugio cálido lejos de las frecuentes ventiscas y las familiares lluvias. Todo será apresurado, como si el tiempo volviese a ponerse en movimiento tras estos meses de suspenso, tras estas vacaciones de la vida en el País de las Maravillas.

Las habitaciones estarán llenas, me cruzaré con huéspedes por los pasillos, seré la reina de las toallas y tendré que aprender a llevarme bien con Suzette, la gobernanta que todo lo sabe. Phillip dejará de ponernos mala cara y ya no seremos más el blanco de sus ácidos comentarios, porque estará ocupado en hacer infelices a los huéspedes y hacerles creer que tal infelicidad es por su culpa. Me pregunto si por las noches se esconderá bajo la cama de los niños para asustarlos.

Pero sobre todo, Anna, sobre todo, William Lexington ya no estará. Habrá vuelto a Londres por primavera, con los primeros capítulos de una novela única bajo el brazo y la promesa de una buena taza de té esperándole en casa. Desayunaré con él por última vez y nos despediremos dándonos la mano, mirándonos muy adentro de los ojos, tratando de guardar para siempre en nuestras retinas húmedas la imagen de aquel otro que compartió con nosotros nuestros recuerdos más felices, más perdidos, más inconsolables. El escritor y la violinista se dirán adiós para siempre.

¿Cómo voy a ser capaz de seguir aquí en verano? Me resulta impensable caminar por el hotel sin encontrarme con la sonrisa de Tristán y sus balbuceos incoherentes cuando mete la pata; siempre esquivo con Phillip, siempre con sus horarios intempestivos y sus excéntricos comentarios sobre las ventanas abiertas o las alfombras azules. Tristán andará en la playa con sus amigos, haciendo surf, paseándose indolente al atardecer por la terraza de El Bosc de les Fades para saludar a los huéspedes con su encanto medio británico —ah, the gentleman charm— y hacerles sentir todo lo especiales que Phillip les ha hecho creer que no son.

Se acabarán los paseos con Samuel, que estará atacadísimo de los nervios atendiendo las peticiones y las quejas, las sugerencias y las felicitaciones, preocupado porque alguien se cuele en su jardín inglés y pisotee la hierba recién plantada. Quizás pueda encontrarle allí en el crepúsculo, descansando de un día caluroso, sentado bajo sus glicinas y sus gardenias gigantes, esperando a que el cielo se vista de oscuro y se tachone de estrellas. O quizás Petra me pille espiando tras las verjas del jardín inglés y me eche de malos modos porque todavía no he sido capaz de dejar atrás la mala costumbre de marchitarle las violetas con el lastre inamovible de mi tristeza.

Pero ¿sabes qué? Cuando he vuelto a mi habitación después de comer y me he sentado en la cama con el portátil en el regazo para escribirte, me ha sorprendido un silencio nuevo. No el silencio de algodón, cálido y envolvente, de costumbre sino un silencio de vacío, de suspense. Intrigada, he ido hasta la ventana. En el exterior todo se había quedado inmóvil, suspendido, congelado en el tiempo. Como si el mismo mundo estuviese conteniendo el aliento. Y entonces, de pronto, ha caído un primer copo de nieve. Suave, aterciopelado, como una pluma descendiendo desde las alturas de un cielo gris y bajo. Y luego ha caído otro, y otro, y otro. Estaba nevando, Anna, ¡nevando!

Me he calzado las botas a toda prisa, me he puesto otro jersey de lana, el abrigo, el gorro, bufanda, guantes y he salido corriendo de la habitación. Aurora estaba en medio del pasillo saltando sobre las puntas de sus pies, a punto de llamar a mi puerta. Nos hemos cogido de las manos y hemos empezado a reír. Qué fácil ha sido contagiarse de su danza de saltitos impacientes. Seguíamos riendo mientras bajábamos por las escaleras, apresuradas, sin aliento.

Hemos corrido hasta la terraza principal y nos hemos quedado mirando al cielo. Aurora ha sacado la lengua para atrapar algunos copos.

—Ni se os ocurra volver a entrar por esta puerta —nos ha gritado Phillip desde la recepción—. Las alfombras acaban de volver de la tintorería.

Desafiando el perenne mal humor de Phillip, la meteorología ha hecho caso omiso de sus gritos y los copos han empezado a caer con más intensidad. En pocos minutos, una espesa cortina blanca y helada nos envolvía, se arremolinaba, caía, fluía, tocaba con sus dedos suaves la vegetación temible que rodeaba el, entonces sí, pequeño hotel.

—¡Ja! —Aurora me ha mirado triunfante—. Mañana no hay cole seguro.

—¿Has hecho alguna vez un muñeco de nieve?

—Emma, por favor, soy una experta en muñecos de nieve. Llamaremos a Quim y a Tristán para hacer una batalla de bolas.

William Lexington ha doblado el último recodo del camino principal y ha cruzado la plaza en dirección a nosotras. Caminaba deprisa y le habían salido coloretes en las mejillas.

—¿Disfrutando de este tiempo extraordinario, señoritas? —nos ha saludado en cuanto ha llegado a nuestro lado.

Aurora ha hecho gala de su mejor inglés (esta semana quiere ser embajadora de Naciones Unidas) para intentar liar a Lexington en sus planes guerreros.

—Esta tarde tendremos batalla de bolas de nieve, ¿en qué equipo se va a apuntar, señor?

—Pues te agradezco la invitación pero creo que yo os veré desde el porche. Mis viejos huesos no creo que resistan semejante batalla.

Me ha guiñado un ojo y se ha quedado un rato con nosotras, disfrutando de la nieve, en silencio, feliz de estar allí.

Marbel ha venido a buscarnos pero no se ha atrevido a ir más allá del umbral del edificio.

—Joaquim acaba de sacar un bizcocho del horno y está haciendo chocolate caliente —nos ha gritado—. Chocolate de verdad —ha añadido. Como si no nos hubiese tentado lo suficiente.

—Venga con nosotras, William. La cocina de Joaquim está calentita y huele a mantequilla.

Lexington me ha mirado divertido.

—Por supuesto, querida. Ni siquiera el estoicismo de un inglés puede resistirse a un chocolate caliente y un buen pedazo de bizcocho recién hecho.

Me ha gustado verle así, relajado y contento, dispuesto a olvidar su papel de escritor misterioso y huraño, y adentrarse por primera vez en la cocina de nuestro hacedor de prodigios.

Aurora ha entrado corriendo por la puerta principal, con las botas mojadas. Phillip estaba a punto de gritarle cuando se le ha desencajado la mandíbula y los ojos han amenazado con salírsele de las órbitas al ver cómo estaba quedando la alfombra tras los pasos de unas botas mucho más grandes que las de Aurora.

—Buenas tardes —ha saludado Lexington al recepcionista—. Me temo que tendrá que llevar esta magnífica alfombra al tinte. Está hecha una pena.

Phillip no ha contestado. Juraría que debajo de su piel oscura se las había apañado de algún modo para empalidecer de rabia.

Estaba a punto de entrar tras ellos cuando he visto movimiento a mi izquierda con el rabillo del ojo. Al otro lado de la plaza, uno de los todoterrenos acababa de aparcar. Samuel Brooks volvía de Mirall de Mar.

Ha salido del coche y se ha quedado mirándome a través de la cortina de nieve. El corazón se me ha disparado, enloquecido. Hemos echado a andar uno al encuentro del otro, sin prisa, pero con el paso firme de quién conoce (y anhela) el puerto al que está a punto de arribar. Nos hemos encontrado bajo la estatua de Nora y nos hemos abrazado bajo la intensa nevada.

Cuando me ha besado, he estado segura de que a nuestro alrededor la nieve no podía sino derretirse. Pero el frío seguía ahí, intensamente blanco y acolchado, como un velo que mantuviese en sordina todo lo que no fuésemos nosotros dos.

—Ya he terminado de leer las cartas de Nora y tengo que contarte algo sobre esta estatua —le he dicho en un susurro.

Samuel me ha puesto su enorme mano derecha sobre la mejilla y ha sonreído antes de volverme a besar.

—En otro momento.

—Te va a parecer muy extraño.

—Emma, tengo 42 años, estoy al borde de la ruina, odio a mi padre, tengo un hotel al que nadie puede llegar, un Premio Nobel escondido en las habitaciones del segundo piso y la mayor parte del tiempo no sé qué demonios está haciendo mi hermano. Y en lo único en lo que puedo pensar es en besar a una hermosa violinista pelirroja que se empeña en esconderse en un lugar abandonado por las hadas hace siglos. ¿Hay algo más extraño que eso?

Y cuando me ha vuelto a besar, Anna, se me ha olvidado definitivamente la partida de William Lexington, la futura ausencia de sábanas ondeando furiosas en el viento de marzo y hasta los huéspedes en bañador. Se me ha olvidado el verano entero, Anna, se me ha olvidado incluso respirar.

Con cariño,

Emma