De: EmmaVoltaras@elboscdelesfades.com

Para: Anna24086@conservatoribarcelones.com

Asunto: Aníron, Enya

Querida Anna,

A veces el sol se posa delicadamente sobre El Bosc de les Fades y entonces todo se vuelve brillante y nuevo. A lo lejos, las cumbres nevadas de las montañas se difuminan en el gris y del bosque se eleva despacio una neblina alegre y silenciosa que se va disipando a medida que avanza la mañana.

Hoy ha sido día de colada en el hotel. Marbel y yo hemos cambiado todas las camas de limpio (las que se están usando, claro) y nos hemos atrincherado en el cuarto de las lavadoras. Por suerte, también tenemos secadora porque con un clima tan impredecible como este es fácil imaginarse durmiendo sobre colchones desnudos a la espera de que alguna de las decenas de sábanas del hotel haya conseguido secarse lo suficiente.

—¿Te imaginas a Phillip haciendo su colada? —le he preguntado de repente a Marbel.

—Sí. No. No lo sé. —Se ha reído.

—¿Dónde vive?

—En Mirall de Mar, por supuesto. En una casa de las nuevas, dónde empieza la montaña. Joaquim se lo ha encontrado algún domingo paseando por el paseo marítimo pero cuando ha ido a saludarle, Phillip le ha girado la cara y ha hecho como si no le viese. Una vez me dijo que bastante tiene con soportarnos seis días a la semana como para tener que hablar con nosotros durante su único día libre.

—Pero tendrá a alguien, ¿no?

—No lo sé, querida.

—¿Siempre ha sido así?

Marbel me ha mirado y se ha encogido de hombros.

—Desde que yo le conozco, sí. En verano apenas se relaciona con el resto del personal y en invierno ya ves cómo es. Tampoco trata mejor a los huéspedes, no creas. Suele contestarles de manera cortante y riñe a los niños tanto como puede.

—No puedo imaginarme a nadie tan solitario, tan esquivo y gruñón.

—Quizás no sea una persona —ha apuntado Marbel mientras cambiaba la carga de la lavadora a la secadora.

—Quizás sea un experimento científico —he dicho muy seria.

—O un androide —me ha contestado ella en el mismo tono.

—O un agente secreto.

—O un extraterrestre.

—No creo que esos dientes sean humanos, la verdad. A nadie le brillan tantísimo, ni siquiera aunque te los cepilles cinco veces al día.

—Aurora dice que el acento francés es un disfraz, que en la intimidad habla un perfecto castellano.

—O con acento andaluz.

Ya ves, Anna, también tenemos momentos tontorrones. En este lugar, cualquier cosa es posible con un poco de imaginación y la voluntad necesaria como para sentirse casi feliz en medio de ninguna parte.

Marbel ha intentado imaginárselo pero no ha podido. Luego hemos probado a hacer alguna imitación de un andaluz con acento francés pero tampoco se nos ha dado demasiado bien. Me he puesto a tender las sábanas en las larguísimas cuerdas que Joaquim nos ha extendido esta mañana temprano en el patio interior. La hierba ha crecido tanto este invierno que me llegaba ya a los tobillos.

—Me pregunto por qué será tan desagradable —he dicho en voz alta.

—Espero que no estés hablando de mí.

Samuel Brooks ha aparecido repentinamente de detrás de una sábana azul celeste y me ha mirado con severidad.

—No —me he apresurado a decir sintiéndome enrojecer hasta las raíces del cabello—. Por supuesto que no.

Y entonces ha sonreído y la mañana, que a mí me había parecido llena de sol, se ha vuelto verdaderamente luminosa.

—Ven —me ha dicho extendiendo una mano hacia mí. Como si el tono de su voz no contuviese todo el misterio y la tentación de seguirlo sin necesidad de ningún otro gesto.

—No puedo —me he quejado a media voz—, no he terminado.

—La colada puede esperar, yo no. Marbel —ha dicho en voz un poco más alta—, me llevo a Emma a dar un paseo, ¿necesitas ayuda?

Marbel ha asomado la cabecita morena por la puerta del lavadero y nos ha sonreído, siempre generosa.

—Claro que no, casi habíamos terminado. Nos vemos luego —ha dicho antes de volver a desaparecer.

—¿Lo ves? Tienes permiso de la jefa.

Me ha cogido fuerte de la mano y hemos salido del patio en busca de alguno de los senderos secretos que se internan en el bosque (no me preguntes cuál, Anna, yo ya estaba perdida cuando él ha aparecido para decirme «ven»). Pero el paseo ha sido corto, apenas unos metros lejos del hotel. Samuel se ha parado junto a una encina enorme y rugosa y se ha apoyado en su tronco.

—Mira —me ha dicho señalando con un movimiento de cabeza la suave depresión a sus espaldas—. Inspira. ¿Has olido algo tan estupendo alguna vez?

¡Ay, Anna! Me hubiese gustado poder responderle que el olor de su piel escondida en la ropa de invierno la primera vez que nos vimos y se inclinó sobre mí para ayudarme a levantarme. Pero, claro, no hubiese sido correcto, imagino. Por mucha magia que todavía quede prendida de las hojas de este bosque, de la neblina ligera de la montaña, todavía soy capaz de comprender que mis palabras resultarían espantosas para alguien tan esquivo como Samuel Brooks.

—¿No te alegras de haber dejado atrás la contaminación de la ciudad?

Lo cierto es que en ese justo momento, distraída por la belleza del paisaje, arrullada por la voz ronca de Samuel, pensaba que aquel era el mejor de los lugares para haber ido a parar. Pero él ha interpretado mal mi silencio y se ha apresurado a disculparse.

—Lo siento, soy un burro —ha dicho mientras se volvía de espaldas a mí y perdía la mirada azul en las montañas—. Quizás estás aquí porque no tienes más remedio.

—Llegué aquí porque no tenía a dónde ir, es cierto. —He intentado consolarle—. Pero ahora me alegro mucho de haber sido capaz de encontrar este lugar.

Samuel se ha girado hacia mí, sorprendido, y ha clavado sus ojos en los míos. Entonces ha sido mi turno de mostrarme súbitamente interesada en las montañas. Hay que ser de granito puro para resistir una mirada como esa, Anna, y a mí ya no me quedan fuerzas.

Samuel ha sonreído y ha vuelto a cogerme de la mano.

—Ven, Emma. Vamos a dar un paseo por el bosque y me cuentas qué ha sido eso tan terrible que has dejado en la civilización.

—No —le he dicho, temerosa, trotando a su lado para conseguir mantener el ritmo despreocupado de sus zancadas de lobo—, eso se ha quedado allí de donde vengo. Cuéntame tú por qué Phillip parece ser el único donante de corazón que sigue con vida.

Samuel se ha reído y me ha apretado la mano sin dejar de caminar hacia la espesura.

—Ah, eso es un misterio. Cuando le conocí era mucho peor.

Y así he pasado la mañana, ¿qué te parece, Anna?, en medio de un bosque iluminado repentinamente por un sol que suele brillar por su ausencia en estas fechas invernales, arrastrada por la mano firme y cálida de un hombre del que apenas conozco más que su tendencia a secuestrar a incautas camareras de hotel en medio de un día de colada.

Te mentiría si te dijese que andar junto a Samuel hasta que las tripas nos han recordado que era hora de volver no me ha puesto una sonrisa en los labios y un millón de cosquillas en el corazón. No sé si alguna vez llegaremos a conocernos bien pero incluso ahora, al principio de tantas cosas, reconozco en él a un hombre íntegro, de una sola pieza, tallado en piedra, quizás, y falto de flexibilidad, seguramente, pero tan generoso y sincero que me duele mirarle a los ojos cuando los suyos me contemplan con una intensidad capaz de despejar o convocar tormentas a voluntad.

En fin, Anna, ya ves que a veces la imaginación desbordante de tu amiga sigue jugándole malas pasadas.

Espero que tú y los tuyos estéis bien, y que me eches tantísimo de menos como yo a ti.

Emma, el hada de los bosques