De: EmmaVoltaras@elboscdelesfades.com

Para: Anna24086@conservatoribarcelones.com

Asunto: Carnaval, Reconaissance, Schumann

Querida Anna,

¿Dos correos en un mismo día? Ya ves, no puedo tener los dedos quietos. Prometo que este será corto porque son casi las nueve y he prometido un concierto completo de cinco partituras a cambio de magdalenas rellenas de crema pastelera. Todo de elaboración casera, por supuesto.

Pero no podía esperar a mañana para contarte que he conocido a Samuel Brooks.

¿Qué tipo de amistad tenéis? ¿Sois muy íntimos, como hermanos? ¿Puedo decir cosas sobre él con la confianza de que no te chivarás? De cualquier forma sé que soy tu mejor amiga y casi nunca te he oído hablar de él, así que asumiré que más que amigo es un conocido (por favor, por favor, ahora no me digas que es el hermano perdido de Ángel o su compañero de pádel, que viene a ser lo mismo).

Después de comer ha salido el sol. Me temo que esta frase podré escribirla muy pocas veces mientras esté por aquí porque Marbel me ha confesado, a regañadientes, no creas, que El Bosc de les Fades sufre una especie de hechizo aislante en donde siembre está:

a) Nublado

b) Lloviendo

c) Sumido en la niebla

d) Todas las opciones anteriores simultáneamente o en distintas combinaciones y/o secuencias temporales.

Y como ha salido el sol, Marbel me ha arrastrado a la terraza de la piscina (vacía) cargada con un montón de cojines y mantas. Nos hemos acomodado en las tumbonas y nos hemos puesto a imitar a las lagartijas.

Pero al poco tiempo, o eso me ha parecido, algo me ha tapado el sol, provocándome un escalofrío. Y cuando he abierto los ojos, me he encontrado con que ese algo era un hombre moreno y alto, con el pelo revuelto y una expresión tan seria como para desinflar cualquier suflé, incluso el de Joaquim.

—Hola —me ha dicho con la voz más cálida y perturbadora que he escuchado nunca—. ¿Trabajando duramente?

Juraría que Marbel estaba sonriendo pese a tener los ojos cerrados.

—Soy Samuel Brooks. Y tú eres Emma.

Anna, creo que si en esos momentos me hubiese dicho «eres Boudica» o «eres Berenice» o «eres Catalina la Grande, Zarina de todas las Rusias», hubiese asentido igualmente. A Samuel Brooks nadie puede llevarle la contraria. Es imposible. De verdad.

La muy traidora de Marbel seguía con los ojos cerrados, haciéndose la dormida. Así que me he levantado con cierto apuro. En realidad, he intentado levantarme, pero eso ha sido todo. Mi cuerpo tenía buenas intenciones pero el campo gravitatorio de la tumbona me ha vuelto a absorber a medio camino de conseguir una buena posición vertical. Si no hubiese sido porque las manos de Samuel Brooks me han cogido, con rapidez y firmeza, me hubiese vuelto a caer sobre los mullidos cojines.

—Ups, gracias —le he dicho a mi jefe—. Estábamos aprovechando el sol.

Ya, como si no se hubiese dado cuenta.

Seguramente ya lo sabes pero Samuel, de cerca, huele a camisa recién planchada y al recuerdo de un aftershave lejano en el tiempo. Tiene los ojos más azules que he visto nunca y los usa para escrutarte como si fuese capaz de leerte el pensamiento. Lamento decirte que no parecía muy impresionado por el mío.

—Bienvenida, Emma. ¿Qué tal tu primer día? ¿Has conocido ya a William Lexington?

Pese a su seriedad, me ha parecido que intentaba ser amable pero no le salía demasiado bien. Se le notaba que no practica a menudo.

Le he dicho que Marbel me estaba ayudando en todo. La aludida, ha elegido ese preciso instante para «despertar», saludar a su jefe y largarse con los cojines porque tenía «que ayudar a Quim a preparar las mesas».

Me estaba preguntando si debería seguirla cuando Samuel me ha tocado el brazo y me ha invitado a que le acompañase.

—Ven. Seguro que todavía no te ha enseñado el jardín del patio. ¿Te han explicado la historia del hotel?

Me costaba muchísimo seguir el ritmo de sus zancadas sin ponerme a trotar a su lado pero su voz me tenía tan alelada que le hubiese seguido hasta el mismo infierno. Mientras caminábamos junto a la fachada principal, Samuel no dejaba de mirar el edificio y rozar las paredes con sus dedos al pasar.

Me ha explicado que la construcción original de El Bosc de les Fades, de la que apenas se conservan los cimientos y parte de alguna de las torres, fue un monasterio benedictino destruido por un incendio en 1694. Parece ser que la orden no inició su reconstrucción hasta casi cincuenta años después, lo que explica que el campanario y las arcadas de la fachada sean de estilo barroco. Hacia 1860, con la desamortización de Mendizabal, el edificio y el bosque circundante fueron comprados por los marqueses de Belleneuve, unos indianos de ascendencia francesa que deseaban una vida tranquila cerca del mar.

Los Belleneuve restauraron el monasterio y lo convirtieron en mansión particular, de manera que las habitaciones actuales son casi las mismas que los marqueses habilitaron en su momento. Hacia 1927, la única hija de los marqueses murió sin descendencia y en su testamento dejó la casa y sus terrenos a un primo lejano de la línea británica de la familia con el que mantenía una cariñosa correspondencia: Mathias Brooks, el abuelo materno de Samuel y Tristán. Los Brooks nunca vivieron aquí pero su madre, Martha, vino un verano a pasar las vacaciones en la costa, vio el antiguo monasterio y se enamoró perdidamente de él.

Martha Brooks quería mantener el edificio como residencia de verano, puesto que por aquel entonces, aunque casada con un español, vivía en Londres y le encantaba venir al Mediterráneo durante las vacaciones. Pero restaurar el edificio costaba demasiado. Así que muchos años después, Samuel y Tristán se asociaron con sus propios padres, se endeudaron hasta las cejas, consiguieron algunas subvenciones, y lo convirtieron en hotel.

—¿Y el nombre? —le he preguntado curiosa—. ¿Por qué lo llamasteis El Bosc de les Fades?

Samuel se ha detenido y ha hecho un gesto amplio con los brazos para hacerme notar que estamos en medio de un bosque. Me ha sorprendido su sonrisa. Parece más joven cuando sonríe. Y peligrosamente interesante. Por un instante me he sentido como caperucita roja acompañada por el lobo feroz. Qué estupidez.

—Aparte de lo evidente —le he dicho intentado devolverle la sonrisa para que no notase mis niveles de paranoia—. Esperaba alguna leyenda local.

—No, nada de leyendas. Este bosque siempre se ha llamado así, y nos pareció buena idea que el hotel llevase el mismo nombre.

Me decepciona un poquito que no haya hadas, qué le vamos a hacer.

Cuando hemos rodeado el edificio, el muro posterior parecía mucho más erosionado y antiguo, como si perteneciera al edificio original del siglo XVIII. Samuel ha abierto una pequeña puerta de madera y me ha dejado entrar primero. Y ha sido como caer por el agujero de la madriguera siguiendo al conejo blanco para llegar al país de las maravillas.

Pese a que estamos en enero, el jardín de Samuel Brooks sigue vestido de colores: innumerables matices de verde, rojos y naranjas, morado por las aulagas y las violetas, amarillo por la ginesta. Un concierto de colores y formas alegremente orquestado, distribuido con gracia y originalidad para envolver a cualquier visitante despistado. Las buganvillas, las hortensias, las begonias y los rosales no han florecido todavía, pero parecen sanos y podados, dignos custodios de una fuente de piedra blanca de la que surte un pequeño hilillo de agua.

Anna, todo era tan hermoso que he tardado en darme cuenta de que no había pronunciado ni una palabra desde que habíamos atravesado la puertecita de madera. Estaba en medio del jardín de las maravillas y un hombre de pelo alborotado me miraba con el ceño fruncido.

—Es increíble —le he dicho.

¿Te lo puedes creer? Qué palabras más pobres para tanta belleza. Lo único que se me ocurría es que deseaba tocar una sonata junto a esa fuente, rodeada por las oleadas suaves de vegetación tan delicadamente dispuestas. Mis dedos se movían inquietos, buscando las cuerdas, pura digitación. Sabes que nunca he sido buena con las palabras pero podría haberle dedicado un recital entero a ese jardín.

Samuel me ha dicho que suele invertir tiempo en el jardín con ayuda de Petra, la jardinera del hotel. Ahora que no hay huéspedes, le ayuda a pasar el rato y le relaja.

Me hubiese quedado a vivir allí, entre las plantas todavía sin florecer, en ese oasis civilizado de colores en el corazón de un bosque indómito. Me hubiese quedado, Anna, me hubiese quedado allí mismo sin pensar en nada más; siempre que Samuel hubiese seguido hablándome solo a mí y fuese socialmente aceptable hundir las manos en su pelo castaño sin dar explicaciones.

Pero por encima de nuestras cabezas se ha abierto una de las ventanas del segundo piso del muro del fondo y Marbel ha sacado su cabecita de duende para gritarnos que era la hora de comer.

Ah, sí, no te lo he contado, los martes es día de cata.

Cada martes, Joaquim prepara un menú especial de prueba y entre todos decidimos si se incluirá en la carta diaria de verano, cuando el hotel estará lleno (o eso esperamos) y la mayoría de los huéspedes se queden a almorzar o a cenar. Comemos, apuntamos vinos, cervezas o licores que creemos que pueden acompañar bien esos platos y votamos.

Suena bien, ¿verdad? Pues sabe mejor. Joaquim es un gran cocinero, aunque no se lo tenga nada creído. No tiene el ego de los típicos chefs y, en cambio, va camino de convertirse en uno de los más grandes.

La única pega a los festines de la hora de la comida, sea martes o no, es que Phillip se sienta a la mesa con nosotros. Para que te hagas una idea, es algo así:

—Sopa de calabaza y crema de queso brie a la nota de menta —nos anuncia Joaquim.

—Otra vez puré —murmura Phillip.

—Codornices rellenas de ciruelas, pasas, piñones y berenjenas.

—Pollo.

—Suflé de crema inglesa con tropezones de pera caramelizada.

—No quiero natillas, en serio.

Y así hasta que Samuel empieza a apretar la mandíbula cada vez más ostentosamente y suelta un «¡ya está bien, Phillip!», que nos alivia a todos y provoca un resoplido por parte del interpelado.

—Solo estoy siendo sincero —dice en voz alta antes de irse de la mesa debidamente ofendido y sin probar su postre.

Ey, eres idiota. Pero no te ofendas, solo estoy siendo sincera. ¿No te gustaría decírselo? Pues a nosotros sí, pero somos demasiado educados como para hacerlo.

Te preguntarás si Phillip es tan desagradable y malvado como te cuento. Pues sí, no estoy exagerando. Tristán me confesó en voz baja, cuando todos terminaron de comer y se fueron, que Samuel nunca lo despediría pese a todo porque resulta imposible encontrar otro recepcionista que acepte permanecer en su puesto durante todo el año en medio de la nada. En realidad, Anna, no se han dado cuenta de que el único motivo por el que Phillip trabaja en El Bosc de les Fades durante todo el tiempo es porque no hay ningún otro sitio en donde toleren su sombría presencia.

Sin embargo, todo parece sencillo en mi nuevo hogar, un alivio para mi alma cansada que encuentra consuelo en los pequeños detalles, como la sonrisa de Marbel, la limpieza de los cristales de una lámpara o el constante trino de los pájaros al otro lado de la ventana. Por primera vez en mucho tiempo me sorprendo pensando en una partitura, en un acorde, en el pausado eco de una guitarra antes de que Il Maestro volviese mi mundo del revés.

Y eso me lleva a despedirme de ti porque mi público está a punto de llegar con sus magdalenas rellenas de crema y todavía no me he decidido entre Mozart o Vivaldi para la obertura.

Un beso, Anna, te escribo mañana mismo con mi crónica diaria (pese a que tú apenas me contestes con un par de líneas cariñosas).

Emma

P. D.: Qué extraño, todavía me parece sentir en las manos la cálida firmeza de las de Samuel Brooks cuando ha tirado de mí esta mañana para salvarme del engañoso regazo de la tumbona de piscina. Las huellas de este hombre quizás sean indelebles, quién sabe.