De: EmmaVoltaras@elboscdelesfades.com

Para: Anna24086@conservatoribarcelones.com

Asunto: Canción de cuna, Jachaturián

Querida Anna,

Esta mañana William Lexington parecía inquieto y estaba más críptico que de costumbre. Como le he visto con pocas ganas de hablar, he decidido excusarme y dejarle desayunar solo.

—Ah, veleidosa juventud que tan pronto se olvida de sus ancianos amigos —se ha quejado cuando le he dicho que me iba.

—¿Quiere que me quede a tomar el té?

—¿No lo tomamos juntos cada mañana? —Me ha gruñido.

—William. —Le he reñido mientras me sentada a su lado y me servía una taza—. ¿Por qué está hoy de tan malas pulgas?

—Hmmm urgmmm dzzzz

—¿Qué?

—Que he empezado a escribir una novela.

—¡Pero eso es una buena noticia! Debería estar contento.

—Nunca estoy contento cuando escribo. Mi cerebro no deja de escribir aunque mis manos estén quietas y eso me pone de mal humor. Fíjate en Hemingway, siempre estaba borracho cuando estaba en pleno proceso creativo.

—Pero usted no es Hemingway.

—Por suerte.

Le he puesto carita de reproche y le he amenazado con el dedo índice mientras hacía esos ruiditos con la lengua que tu Lluís siempre ha encontrado tan graciosos (¿te acuerdas de cuándo era un bebé? Y ahora calza un cuarenta, increíble). Aunque en realidad a mí también me ha parecido una suerte que Lexington no fuese Hemingway, ni siquiera Auster ni Stegner, aunque quizás sí que me hubiese gustado más un poquito de Twain.

Lexington ha apurado su taza de té y ha intentado sonreírme mientras se servía una segunda.

—No me hagas caso, querida. Soy la joya de la corona de cualquier editor.

—Eso no lo dudo.

¿Qué editorial no se prestaría gustosa a sufrir sus ataques de mal humor con tal de poder publicar sus libros?

—Era un sarcasmo.

—Es que no nací en las islas británicas.

Ah, Anna, cómo echaré de menos nuestras profundas conversaciones…

—¿Le apetece salir un rato? —le he preguntado dejándome llevar por una súbita inspiración.

—¿Ahora?

—Al menos no llueve.

—De acuerdo.

He avisado a Marbel de que salía, le he pedido a Tristán uno de los todoterrenos y me he llevado a William Lexington a Mirall de Mar, a la tiendecita de té de la señora Povedy.

Creo que a Lexington le ha impresionado el aspecto decadente y polvoriento del Caelum et mare pero es tan orgulloso que se ha guardado mucho de pronunciar una palabra. Cuando hemos entrado, haciendo sonar la alegre campanita, la señora Povedy estaba en lo alto de una escalera trasteando entre las latas de arriba del todo de las estanterías. Llevaba un vestido violeta de punto que le favorecía y el mismo moño al borde del derrumbe que recordaba de la vez anterior. Cuando nos ha oído llegar, ha bajado lentamente de la escalera y creo que se ha alegrado al verme.

—Ah, Emma, hola —me ha saludado estrechándome la mano. Su tacto era seco y cálido, agradable como el toque de la madera de mi arco.

—Este es el señor Lexington, señora Povedy.

Mi escritor favorito se ha cuadrado con una elegancia marcial que hubiese puesto verdes de envidia a la mitad de los coroneles británicos de la época colonial, ha hecho una breve inclinación de cabeza, y ha estrechado la mano de la señora. Creo que se han gustado a primera vista, como dos compatriotas en el exilio que se encuentran en un país extraño.

—Lady Grey —ha dicho la señora Povedy.

—Ah, encantado —le ha contestado el señor Lexington.

—No, William, ella es la señora Povedy. Creo que Lady Grey es el té…

—Que le vendí a Emma para usted —ha terminado la frase nuestra anfitriona.

¿No te hubiese gustado estar allí con nosotros? ¿En medio de una tiendecita de madera con aroma a mil clases de té? ¿Entre un escritor enfurruñado y una recetadora de infusiones para el alma?

Por supuesto, la señora Povedy nos ha invitado a tomar el té: uno blanco especial con semillas de jazmín, bien acompañado por galletas de avena con chocolate. Creo que al señor Lexington le ha gustado el té, pero yo estaba demasiado ocupada saboreando las maravillosas galletas como para fijarme en nada más que el aroma y el gusto del chocolate negro salteado de avena.

Como buenos británicos, mis dos acompañantes se han enfrascado en una intensa conversación sobre el tiempo, el campo y sus respectivos pueblos de origen, estricta y puntualmente por este orden. Yo he seguido concentrada en las galletas de avena y chocolate.

—No me gusta Wodehouse. —Estaba diciendo la señora Povedy cuando he terminado el último bocado y he vuelto al mundo real (si es que traspasar el umbral del Caelum et mare cuenta como seguir estando en este mundo)—. Aunque su Jeeves me parece divertido.

—Yo prefiero el humor de Arnold Bennett, lo encuentro algo menos salvaje, más crítico.

—Por supuesto —ha asentido la señora Povedy aprobadoramente—, ¿y qué me dice de las damas? ¿Gibbons? ¿Stevenson?

Fíjate, Anna, cruzo un bosque tenebroso por un camino de cabras para salvar a mi escritor de su malhumorado período creativo y resulta que la agradable mañana de té y simpatía que yo había imaginado se convierte en un intenso debate literario sobre los escritores británicos de principios del siglo pasado. Me esperaba algo más de romanticismo y menos criterio literario, la verdad. Suerte de las galletas de avena.

Al final he conseguido salvar mi patético conocimiento literario con algunos «ahs» y «ohs» en referencia a los señores Waugh y Chesterton, y he tenido la suerte de que las campanadas de la iglesia (si, mi y fa sostenido) nos han recordado que era hora de ir a comer.

La señora Povedy nos ha cargado con enigmáticas bolsas de té —«son una sorpresa que creo que les gustará», nos ha confiado— y se ha despedido contenta de nosotros tras hacernos prometer que volveríamos pronto. Ya en la puerta, con el hermoso moño castaño oscilando peligrosamente desde lo alto de su cabeza, me ha mirado con atención y ha sonreído misteriosa.

—Emma —me ha dicho—, está usted mucho más guapa.

Me he puesto colorada hasta las orejas (y créeme, Anna, que resulta complicadísimo con las temperaturas que usamos por aquí incluso al mediodía) y he intentado disimular mientras murmuraba incoherencias escondida en mi bufanda.

—Emma siempre ha sido guapa. —Ha salido en mi defensa el señor Lexington, gentleman conocido entre los editores.

—No es eso —ha insistido pensativa la señora Povedy mientras movía su mano en señal de despedida y se iba haciendo pequeña a nuestra espalda—. No es eso.

—¿Qué ha querido decir la señora Povedy? —se ha interesado Lexington durante el viaje de vuelta a El Bosc de les Fades.

Supongo que los premios nobel y gentleman de las letras bien cultivan su curiosidad.

—Pues no sé. Creo que estar aquí me sienta bien.

El escritor me ha mirado con cierta desconfianza y ha pasado el resto del camino leyéndome las etiquetas de las bolsas de té que hemos traído del Caelum et mare.

¿Crees que se me nota, Anna? ¿Puedes decir de una persona que está enamorada con solo mirarle a la cara? (Y sí, me he dado cuenta de que acabo de escribir «enamorada»). Por suerte la webcam de mi portátil hace años que no funciona, así que tendrás que venir en persona para comprobar por ti misma qué demonios le pasa a la cara de tu mejor amiga.

He pasado la tarde con Marbel y Aurora, merendando, perezosas (ahora que todos los huéspedes se han marchado) en el invernadero. Tristán ha pasado un momento, intrigado por las risas que escuchaba desde la plaza, y nos ha robado un pedazo de bizcocho de limón antes de irse en busca de su médica.

—¿Vas a tocar esta noche? —me ha preguntado Aurora sentada junto a los primeros brotes de las tomateras cherry de Joaquim.

—Sí. Por cierto, ¿sabes cómo se dice invernadero en inglés? Conservatory.

—Casi como conservatorio —ha apuntado Marbel.

—Exacto. Cuando estudiaba música en el conservatorio me gustaba pensar que todos los alumnos que estábamos allí no éramos más que proyectos de plantas que un día crecerían y florecerían.

—Una buena metáfora. ¿Qué me dices de los cactus?

—¿Qué pinchan? —ha apuntado Aurora esperanzada.

—¡Esos iban para recepcionistas de hotel!

Nos hemos reído exageradamente y nos hemos servido otro pedazo de bizcocho.

—¿Por qué has llevado al señor Lexington a la tienda de té? —me ha preguntado Marbel.

—Por nada. Me pareció que Lexington necesitaba salir y airearse un poco. Como él se conoce mucho mejor que yo Mirall de Mar, pensé que de la única manera que podría sorprenderle sería llevándole al Caelum et mare.

—¿Y le has sorprendido?

—Ni idea, es inglés.

—Pensé que hacías de celestina entre la señora Povedy y el señor Lexington. —Sonríe el duendecillo travieso que vive en los ojos de Marbel.

—¡No me atrevería!

—¿Por qué? A mí me parece que el escritor se siente solo.

—Puede ser, Marbel, pero no es ese tipo de soledad.

—Ah, entonces hay diferentes tipos de soledad. —Se burla de mí.

—Por supuesto. Al igual que hay diferentes noches de insomnio en el Gran Salón.

Y estos son mis últimos días de invierno en El Bosc de les Fades, Anna, la primavera está a punto de doblar la esquina y casi temo fijarme en los síntomas de cambio que ya anuncia el bosque. Como la nostalgia de William Lexington, como la inocencia de Aurora, como el encanto de Marbel, el talento de Joaquim y la simpatía de Tristán, me gusta pensar que yo también aporto algo a esta pequeña familia de refugiados invernales.

Cuando he vuelto a mi habitación para escribirte un rato antes de la cena, una hermosa orquídea violeta, en una maceta tan profundamente azul como los ojos de Samuel Brooks, me ha recibido desde la mesa junto a la ventana principal. En la tarjeta que la acompañaba no había más que unas palabras garabateadas a toda prisa:

«Esta noche, después de tu serenata. S»

¿Cómo voy a ser capaz de tocar acertadamente una sola nota cuando los dedos me tiemblan de impaciencia?

Con cariño,

Emma

P. D.: ¿Cómo sabía Samuel que me moría de ganas de tener una orquídea? Ni idea. Espero que no sean tan receptivas a mi traicionera nostalgia como las dichosas violetas de Petra.