De: EmmaVoltaras@elboscdelesfades.com
Para: Anna24086@conservatoribarcelones.com
Asunto: Sinfonía núm. 5, cuarto movimiento, Ludwing van Beethoven
Querida Anna,
Hoy. —Aunque más exactamente debería decir ayer, porque hace tiempo que el reloj ha cruzado el puente de la medianoche— han pasado tantas cosas y tan fantásticas que no sé por dónde empezar a contarte. Seguramente debería empezar por el final: son las cuatro de la mañana y sigo insomne, en mi habitación, envuelta en una manta pesada y cálida, de color melocotón, mientras te escribo desde la cama. El silencio vuelve a ser amable y aunque el frío parece batirse en retirada, todavía está aquí y me reconforta. A mi lado, con el pelo revuelto sobre la almohada azul y la respiración profunda y acompasada, Samuel Brooks duerme.
¿Verdad que este ha sido el mejor de los principios?
Cuando esta mañana he ido a llevarle el desayuno a William Lexington, me lo he encontrado mirando con sus prismáticos por la ventana. Otra vez.
—Buenos días, William ¿salen pájaros en su nueva novela?
—¿Qué? No. Estoy mirando la casa de los Brooks.
—Debe haber mucho movimiento, están nerviosos. Esta misma mañana tienen el pleno en el Ayuntamiento —le he recordado mientras servía nuestras dos tazas de té y le pasaba una.
—Tienen visita.
—La abogada de Londres —he aventurado sentándome en la repisa de la ventana para ubicarme a su lado.
—Sí, pero me ha parecido ver a alguien más. A otra mujer. Rubia. Media melena.
—Vaya, si yo le contase. En este hotel las mujeres rubias de media melena suelen jugarme malas pasadas en la biblioteca.
Como todos los buenos escritores, Lexington es curioso por naturaleza. Mi mención a una misteriosa rubia en la biblioteca le ha disuadido de dejar a un lado los prismáticos y sentarse junto a mí con su taza de té.
—¿Has visto un fantasma, querida?
—Pues seguramente.
—Una vez vi un fantasma de verdad. Se paseaba por el andén de la estación de metro de Waterloo. Le divertía provocar escalofríos entre los pacientes pasajeros atravesándoles con su cuerpo inmaterial. Hasta que una señora le vio y le atizó con un paraguas que, por supuesto, no logró alcanzarle. Pero le hizo un buen chichón al jefe de estación.
—Me está tomando el pelo.
—Por supuesto, querida, en Waterloo ya no tenemos jefe de estación.
—¿Por qué no escribe una historia sobre su fantasma?
—¿Por qué no me explicas cómo era el tuyo?
—No sé si lo era. La noche de mi llegada estuve esperando a Marbel en la biblioteca y hablé un ratito con una señora rubia. Sorprendentemente, Marbel me aseguró después que no teníamos a nadie alojado, ni de visita, que se ajustase a esa descripción. Y días después, al cruzar la plaza que separa el hotel con la casa rosa me di cuenta de que mi señora rubia y la estatua de Nora Belleneuve que hay justo en el centro eran bastante parecidas.
—¿Bastante parecidas?
—Iguales.
—Un caso de doppelganger.
—Un caso de aparición, más bien. Porque la señora Belleneuve lleva muerta como cincuenta años o más. He leído sus cartas.
Los ojos grises de Lexington han brillado súbitamente animados.
—¿Y qué cuenta?
Entonces, le he explicado todo el tema de la búsqueda de documentación para demostrar la propiedad de los bosques colindantes con El Bosc de les Fades y la historia de cómo Nora dejó en herencia la casa al abuelo de Samuel y Tristán. Mi escritor favorito se ha interesado tanto en lo que le estaba contando que ha dejado enfriar su té. Inaudito.
—Vamos a la biblioteca —me ha pedido poniéndose en pie—. Enséñame dónde estaba la señora.
Pero cuando hemos llegado a la planta baja, Phillip nos ha gritado que no se nos ocurriese pasar por allí porque estaban encerando el suelo y no se podía pisar. Así que hemos dado media vuelta y hemos salido al jardín oeste por uno de los ventanales para poder entrar en la biblioteca por la puerta de atrás. Cuando hemos salido al exterior nos ha sorprendido un sol radiante y enceguecedor que nos ha dejado momentáneamente paralizados.
—William —ha pronunciado una voz frente a nosotros.
El señor Lexington se ha puesto una mano de visera y se ha quedado mirando a la propietaria de la voz.
—¡Martha!
Sí, Anna, era Martha Brooks, en persona. La editora de William Lexington y madre de los hermanos Brooks.
—No sabía que ibas a venir —ha dicho el escritor visiblemente complacido.
Se ha acercado a ella y le ha dado un beso en cada mejilla.
—Quería darte una sorpresa. Pero en realidad estoy aquí por los chicos.
—El pleno del ayuntamiento.
—Vaya, veo que estás al día de los temas del hotel.
—Emma me lo ha contado todo.
Y al pronunciar mi nombre, no he tenido más remedio que saludar como una tonta.
Martha me ha mirado con curiosidad mal disimulada (me pregunto cuánto debe haberle contado Samuel) y también me ha dado dos besos.
—Emma, por fin —ha dicho en castellano con un peculiar acento inglés.
Y de repente, plantada ahí en medio del camino de gravilla como un pasmarote, pensando en que el pelo rubísimo de Martha Brooks a contraluz me recordaba a una muchacha con cofia que había visto recientemente en la portada de un libro, me ha venido a la cabeza la más alocada de las ideas.
—William, er… Señora Brooks, yo… Tengo que irme urgentemente. A la biblioteca. Ahora.
Y he salido corriendo hacia la puerta de atrás.
Cuando he entrado en la pequeña habitación atestada de libros he tenido que detenerme unos segundos para ajustar la visión a la penumbra. El sol traicionero de fuera me había dejado un montón de manchas amarillas bailando en la retina. Me he dirigido hacia el sillón donde encontré al fantasma de Nora Belleneuve la noche de mi llegada a El Bosc de les Fades y me he sentado en él.
¿Qué hacía exactamente allí? Ni idea, Anna. Pero estaba convencida de que la respuesta estaba tan cerca que probablemente estuviese sentada encima sin saberlo.
Sé que muchas veces me has tachado de excéntrica, aunque te aseguro que si conocieses a algunos de los músicos con los que he tenido que irme de gira me encontrarías de nuevo de lo más normal y corriente, te lo aseguro. Pues aunque a veces te parezca peculiar (sobre todo cuando salgo a bailar descalza por las, deliciosamente rugosas, baldosas verdes de tu balcón o me olvido de los domingos) te prevengo de que lo que voy a contarte ahora no creo que te resulte precisamente rutinario. Digamos que deberías leer los próximos párrafos con cierta tranquilidad y la mente abierta, ¿de acuerdo?
A veces aunque las cosas nos parezcan raras suelen tener una buena explicación.
Este no va a ser el caso.
Verás, mientras estaba sentada en el sillón de la biblioteca, con la ventana de cortinas cerradas a mi espalda y la chimenea apagada a un lado, he dejado vagar la vista por la habitación en busca de alguna pista. Alfombra, sillas, sillones, vigas de madera, paredes forradas de estanterías oscuras… Justo a mi derecha, tras la pequeña lámpara de pie, me quedaba a mano todo un estante de libros bastante manoseados. Me he girado para poder mirarlos un poco más de cerca y me he dado cuenta de que la mayoría eran ediciones muy antiguas en inglés y en francés.
—Los libros de Nora —he dicho en voz alta.
Era una intuición, Anna, solo eso. Pero el recuerdo de aquella mujer sentada en esa misma butaca la primera noche de mi llegada me había dado una idea.
Despacio, me he arrodillado frente al estante y he empezado a leer el título de los lomos: Austen, Dickens, Dumas, Baudelaire, Shaw, Brontë, Flaubert… Recordaba de las cartas que Nora los tenía a todos como favoritos pero, sobre todo, hacía mención de Jane Austen y Henry James. De Austen tenía unos cinco volúmenes, pero de Henry James solo tenía dos (The portrait of a Lady y The Princess Casamassima).
Y aunque mis simpatías estaban todas con la señorita Austen y sus Bennett (no sé a ti, Anna, pero a mí el señor James siempre me ha resultado un poquito pesado) me ha ganado el número inferior de obras y he cogido las dos del señor Henry James para ojearlas.
Y ahí estaba, Anna, justo ahí, escondido entre las páginas de La princesa Casamassima. Un legajo de papeles finísimos y amarillentos, con manchas marrones de humedad y tinta desvaída, pero con el bendito sello de lo que parecía una notaría de Mirall de Mar de tiempos inmemoriales. Lo había encontrado, Anna, la única copia existente —desde que se quemase la notaría del pueblo— del testamento de la increíble señora Belleneuve.
—Gracias, Nora —he susurrado después de darle un buen beso al fajo de papeles recién rescatado—. Disculpa por haber tardado tanto en comprender.
Me he puesto en pie y he salido disparada de la biblioteca. Al pasar a toda carrera por la recepción he patinado vertiginosamente unos cuantos metros (¡la cera!) pero he conseguido mantener el equilibrio y hacer oídos sordos a los gritos de Phillip. Sabía que pagaría cara mi osadía, pero en esos momentos tenía que entregar unos documentos con urgencia.
Ahora que pongo por escrito todo esto me doy cuenta de lo extraño de que debe parecerte todo. No importa, Anna, tú disimula y sigue leyendo porque lo importante es el final, un buen final. ¿Acaso no era eso lo que decía siempre Il Maestro cuando tocábamos al Wagner más desaforado?
Cuando he salido corriendo por la puerta del hotel, al otro lado de la plaza los Brooks ya estaban entrando en el coche.
—¡Samuel! —he gritado sin dejar de correr mientras agitaba los papeles por encima de mi cabeza.
Tristán me ha visto y ha avisado a su hermano que esperase un momento. Creo que Martha Brooks estaba demasiado asustada como para bajar del coche y no la culpo: ver como una enloquecida pelirroja sin aliento se arrojaba contra uno de sus hijos a toda velocidad, no debe resultar tranquilizador para ninguna madre de este mundo.
—Samuel —le he dicho con un nudo en la garganta de puro nerviosismo—. Creo que lo he encontrado. Mira.
A favor de Samuel te diré, querida Anna, que hasta que no ha cogido los papeles en sus manos y ha podido echarles una ojeada, ha sido capaz de mantener una impecable y británica quietud indiferente. Como si esperar con tranquilidad el embate impaciente de camareras enloquecidas fuese cosa rutinaria.
Pero cuando ha conseguido dejar de mirarme y bajar la vista hasta los papeles que le acababa de entregar, su fachada de jugador de póker se ha venido abajo y su cara se ha descompuesto en un gesto de sorpresa e incredulidad.
—¿Pero de dónde…?
—De las cartas de Nora. Leyendo sus cartas, se me ocurrió que…
Carolyn ha llegado hasta nosotros y le ha arrebatado a Samuel el legajo de las manos.
—¿Qué es esto?
Creo que miss Clawson no sabe leer en español pero en cuanto ha visto el sello notarial se le ha puesto una sonrisa enorme de abogado en los labios (qué inquietantes son la sonrisas de abogado).
—Es una copia pero está sellada —ha murmurado feliz para sí misma mientras volvía al interior del coche con los papeles bien sujetos mientras intentaba descifrar el idioma en el que estaban escritos.
—Sam, llegamos tarde —se ha quejado Tristán desde el asiento del copiloto—. Tenemos que irnos. Ya.
Pero Samuel no podía apartar sus ojos de los míos. Se había quedado anclado, incapaz de soltar amarras. Ya ves, Anna, él, que siempre ha sido hombre de tierra.
Se ha acercado a mí hasta casi tocarme, sin apartar sus ojos de los míos ni un ápice. Deseaba besarme con tanta intensidad que hasta el aire se ha vuelto espeso y caliente a nuestro alrededor.
—Sam, hijo. —Su madre ha sacado la mano por la ventanilla del coche y le ha cogido del brazo. Solo eso ha roto el hechizo—. Tenemos que irnos.
Y se han marchado.
Me he quedado allí, con el pelo revuelto y el sol acariciándome la espalda. Feliz y nerviosa y preocupada y llena de esperanza, todo a la vez. Con una sonrisa temblándome en los labios y el deseo de Samuel bailándome todavía en el estómago.
Solo entonces me he dado cuenta de que, por primera vez desde que lo conozco, Samuel Brooks iba impecablemente peinado.
Allí ha venido a rescatarme Marbel después de no sé cuánto tiempo. Se ha puesto a mi lado, ha enlazado su brazo con el mío y he notado la sonrisa en su voz.
—Volverán —ha dicho—. Siempre vuelven. Es por la cocina de Joaquim, ¿sabes?
Creo que desde que estoy en El Bosc de les Fades no he odiado tanto la ausencia de cobertura para los móviles como durante toda la mañana. Y gran parte de la tarde.
Los Brooks no han aparecido a la hora de comer, así que Phillip se ha instalado cómodamente en su mesa habitual del comedor pequeño y Marbel, Joaquim y yo hemos comido en la cocina. Les he explicado a los dos todo lo que estaba sucediendo con los derechos de propiedad del bosque y les he contagiado mi nerviosismo.
Me pregunto, Anna, cuánto adivinan de mi relación con Samuel. Pero callan y sonríen, y siempre están de mi lado cuando discuto con Phillip o Petra me mira con inquina mal disimulada.
No ha sido hasta pasadas las seis de la tarde cuando, desde una de las ventanas del tercer piso (en donde estaba haciendo como que limpiaba el polvo del escritorio antiguo del pasillo), he visto el todoterreno de Tristán cruzar la verja del camino de acceso. Estaba tan nerviosa que he estado a punto de abrir la ventana y ponerme a preguntarles a gritos. Finalmente, ha ganado mi lado más conservador y he corrido escaleras abajo para fugarme, a través de la puerta del comedor (lejos de la recepción de Phillip), al jardín inglés.
Samuel no ha tardado ni cinco minutos en aparecer allí.
Se había desanudado la corbata y desabrochado el primer botón de la camisa, no llevaba abrigo sobre la americana oscura. Tenía la frente perlada de sudor y de su boca salían nubecillas blancas, heraldo del primer frío del crespúsculo cercano. Su pelo volvía a estar desordenado y sobre su cabeza un cielo avainillado y rosa nos contemplaba plácido.
Se ha acercado despacio hasta ponerse frente a mí, al amparo de las buganvillas todavía sin flor. Paralizados por el miedo a que el otro echase a correr al primer movimiento de nuestras manos, no nos hemos atrevido a tocarnos.
—¿Qué ha pasado? —Mi voz ha sonado ronca, susurrante, apenas un murmullo más de la fuente a nuestras espaldas.
—Tendremos que esperar al dictamen de un juez. Pero Carolyn dice que no debería haber ningún problema para que los nuevos propietarios de la notaría del pueblo verifiquen los sellos de la copia del testamento de Nora que encontraste.
Y cuando ha dicho «que encontraste», un relámpago ha atravesado sus ojos en una milésima de segundo.
—No sé cómo darte las gracias. No sé ni cómo se te ocurrió buscar entre sus libros.
—Es una historia un poco excéntrica.
—¿Vas a explicármela?
—No creo que te guste.
Eso le ha sorprendido.
—¿Por algo que has hecho? —ha preguntado, suspicaz.
—Por algo que he visto.
Y por fin, por fin, Anna, por fin, se ha descongelado y se ha inclinado muy despacio sobre mí para besarme.
—Emma —se ha quejado sobre mis labios.
Cuando nos hemos abrazado el mundo ha vuelto a tener sentido para mí.
Te dejo, amiga mía, me pesan los párpados y queda poco para que amanezca. Puedes imaginar el resto de la historia a partir de aquí y hasta mi principio contado desde el final (bueno, tú ya me entiendes). Prometo más correos, pero no ahora. Ahora es tiempo de dormir, de arrastrar despacio la manta melocotón hasta el suelo y buscar la cálida curva de su espalda. Te he escrito para conjurar un insomnio que siento marchar a pasitos quedos por el pasillo. Seguramente va camino del Gran Salón, para escuchar las historias de Marbel.
Imagíname acompasando mi respiración a la suya, totalmente rendida a la cadencia aterciopelada y en sordina de sus ronquidos.
¿Habrá ahí fuera una noche estrellada?
Emma