De: EmmaVoltaras@elboscdelesfades.com
Para: Anna24086@conservatoribarcelones.com
Asunto: Master of Puppets, Metallica
Querida Anna,
Ya es oficial: anoche Hell on the Earth triunfó por todo lo alto en el Rosebud. Nuestros fans se desgañitaron, el batería estuvo sublime, los efectos entraron clavados y tuvimos que repetir tres veces el bis. No recuerdo haber estado jamás ante un público tan entregado. ¿Te das cuenta que ahora cualquier patio de butacas me parecerá frío?
Llegamos al pub de Paul con dos horas de adelanto sobre la actuación, para detallar los últimos retoques con el chico de las luces y el sonido (en realidad es el único camarero del Rosebud pero queda poco profesional reconocer que tiene pluriempleo con nosotros los sábados). Ni Joaquim ni el resto de los chicos estaban nerviosos pero se les veía más concentrados que en los ensayos del jueves. Son verdaderos profesionales y se lo toman muy en serio.
Colocamos el instrumental, repasamos las conexiones eléctricas, hicimos un millón de pruebas de sonido y acordamos que yo no me incorporaría hasta después de que ellos rompieran el hielo con un par de temas metal convencionales.
—Nadie se espera la versión sinfónica, se van a quedar de piedra. —Se frotaba las manos Joaquim.
En realidad, Anna, no las tenía todas conmigo. ¿Un público adicto al metal que de repente se encuentra con una violinista sobre el escenario? Pero también era cierto que me apetecía mucho pisar de nuevo las tablas, coger el arco, cerrar los ojos y volver a sentir el aliento contenido del público segundos antes de que sonase el primer acorde.
Y llegó la hora. El Rosebud estaba lleno hasta los topes (vale, cuando vengas te llevaré a tomar una cerveza y verás que tampoco tiene tanto mérito, porque el local es más bien de proporciones pequeñas, pero siempre me ha gustado esa expresión de «lleno hasta los topes»). Los Hell on the Earth se presentaron y saludaron a su entusiasta público. Un griterío prometedor los recibió cuando iniciaron los primeros compases de Painkiller de Judas Priest. Me asomé por una esquinita de la cortina negra que daba acceso al backstage (en realidad, el almacén donde Paul guarda sus existencias alcohólicas, las aceitunas y los paquetes de patatas fritas) y vi un montón de cuerpos que se movían felices con una cerveza en la mano y muchas ganas de corear los estribillos. Tristán y sus amigos estaban en primerísima fila.
A la izquierda, alineadas junto a la pared, había una hilera de mesas pequeñas con los fans más reposados. Allí estaba Marbel, Aurora, Samuel y su abogada. El mayor de los Brooks no parecía precisamente feliz de encontrarse allí. Con su pelo castaño cuidadosamente peinado, su camisa azul arremangada y sus vaqueros impecablemente planchados, parecía a punto de echar a correr como si los mismos heraldos del infierno le persiguiesen con sus guitarras eléctricas y una versión metal del apocalipsis hubiese empezado a sonar en el Rosebud.
Tristán me vio y me saludó con una sonrisa espectacular. Me hizo señas para que me fijara en la hermosa mujer morena que le acompañaba y fue a la mesa de su hermano para avisarles de que estaba al otro lado de la cortina. Marbel y Aurora me hicieron el gesto de los pulgares levantados y pude leer «mucha suerte» en sus labios sonrientes. Samuel y su abogada me miraron algo desorientados por el ruido infernal de los Hell on the Earth en pleno éxtasis del estribillo.
Y llegó la hora de la verdad. Apenas se habían extinguido las últimas notas de guitarra de la segunda canción, cuando Joaquim vino a buscarme. Se apagaron todas las luces, coloqué mi atril con cuidado en un lado del escenario y me acomodé el violín con suavidad. Qué curioso que gestos tan cotidianos para un músico como estos nunca estén desprovistos de la emoción del primer día que se tocó para otros oídos.
Los Hell on the Earth empezaron a tocar la versión más melódica y hermosa que jamás hayas oído de Master of Puppets en medio de la oscuridad y el silencio expectante del pub. Después, un millón de lucecitas diminutas, como las de un árbol de navidad en la opera de París, se encendieron entre el azul oscuro del techo, iluminando tenuemente todo el local. Sobre el escenario, una luz ligeramente más intensa nos envolvió. Pensé en William Lexington y en su esposa Ashley por primera vez en la ópera, cogidos de la mano y mudos por la emoción mientras el brillo de las miles de lucecitas se reflejaban en sus caras todavía jóvenes.
Y Joaquim me dio pie para que entrara. El violín se incorporó con su bello quejido lastimero a la canción y de repente todo adquirió proporciones épicas. Nada se movía más allá de las tablas viejas del escenario. El sorprendido público había enmudecido.
Anna, nunca he tocado tan bien y tan a gusto como lo hice anoche, ¿puedes creerlo? Creo que llegué al zenit de mi carrera, a la cima de mi perfección. Tengo la sensación de que nunca más volveré a tocar con tanto acierto y delicadeza. Porque nunca antes me lo había pasado tan bien sobre un escenario.
Fíjate, no hay como interpretar a Metallica para llegar al nirvana de los violinistas, ¡ja!
Bueno, no voy a aburrirte con más detalles sobre la excelente interpretación de nuestro genial repertorio. Ni te contaré lo bien que rematamos los estribillos o lo exactamente que clavamos los tempos; ni cómo todas aquellas personas del Rosebud nos contemplaban con la boca tan abierta del pasmo que casi nos entraba la risa. Y aunque la impresión de la sorpresa se les pasó tras la primera canción, no dejaron de mirarnos arrobados durante el resto del concierto.
Los aplausos fueron atronadores, por supuesto.
Bromas aparte, lo cierto es que lo pasé muy bien anoche. No importa qué clase de música esté sonando, lo importante es que la música da alas al alma.
Ayer dejé de ser alguien que tocaba el violín para volver a sentirme de nuevo violinista.
Y para rematar, terminamos con una sorpresa: nuestra particular adaptación (arreglos de Manel y Joaquim) de Better Sweet Symphony (Urban Hymns de The Verve). Fue el broche final, el culmen apoteósico de una noche redonda, musicalmente hablando. Entonces sí que se vino abajo el local. Nunca nadie había aplaudido con tanto entusiasmo a una banda de aficionados. Ni de profesionales.
Me hubiese gustado que hubieras podido venir, creo que te habrías divertido muchísimo ¡Y además sé que a Ángel le encanta Metallica! Tienes que prometerme que no faltaréis al próximo concierto, si es que hay un próximo concierto, y que vendréis sí o sí por las vacaciones escolares de pascua. Te echo muchísimo de menos.
Pasé el resto de la noche disfrutando de las mieles del éxito entre mis nuevos amigos (qué bien sienta poder escribir esas dos palabras, ¿verdad?). Joaquim me presentó a su novia, Sandra, una divertidísima fan de los Ramones que odia a los hippies y adora los bocadillos pese a vivir con uno de los mejores cocineros que he conocido nunca. Estuve hablando con ellos y algunos de sus amigos hasta que Tristán me secuestró para presentarme, orgullosísimo, a su médica, una chica simpática y guapa, tan sincera. —Lo que hay es lo que ves— que parecía salida de una novela juvenil de Jordi Sierra i Fabra. Los dejé conversando con el grupo y sus colegas, y me dejé arrastrar por Marbel y Aurora, que me obligaron a bailar hasta que estuve segura de que, si no paraba, mis pies jamás podrían ponerse aquellos zapatos de cuentas de cristal y tacón de vértigo que me regalaste por mi cumpleaños.
¿Te acuerdas de los zapatos, Anna? Seguro que sí. Los llamabas «los zapatos de Cenicienta» y yo a veces tenía miedo de que si los miraba fijamente desaparecían después de medianoche. Siguen primorosamente guardados en su caja a la espera de esa ocasión especial que me prometiste que llegaría más pronto de lo que me imaginaba. Apenas hace un año, pero ahora sé que tenías toda la razón. «Llegará un día, o una noche, en la que querrás ponértelos porque pisar las nubes por entre las que camines se merecerá un calzado tan fantástico como lo que estés sintiendo en esos momentos», me dijiste.
Cuando conseguí escaparme de sus garras energéticamente inagotables, encontré mi abrigo y mi bufanda y me escapé a tomar el aire. Era una noche sin estrellas y hacía un frío espantoso, me pareció ver escarcha blanca coronando las hierbecitas al pie de los árboles de la calle. Me di una vuelta más de bufanda, me encogí en mi abrigo y respiré tranquila. No recordaba cuánto tiempo hacía desde que había estado así, simplemente en paz con el mundo, convencida de que no había otro lugar en donde estar en esos momentos, satisfecha con lo que me había tocado vivir, echando nubecillas blancas por la boca.
—Enhorabuena. —Me sorprendió la voz de Samuel Brooks a mis espaldas—. Un gran concierto.
Llevaba puesta una enorme parca azul marino con capucha y me miraba serio desde sus ojos tremendamente azules.
—Esta noche se han superado, incluso me ha gustado a mí. Y el violín quedaba sublime, una interpretación de verdaderos profesionales.
—Gracias. Nunca había tocado nada como esto.
—Cuando Joaquim me dijo que te había invitado a ensayar con su banda tuve miedo de que no supieras dónde te estabas metiendo. A mí esa música me parece demasiado… Demasiado.
Le sonreí y hundí las manos en los bolsillos por miedo a perder alguno de mis preciados dedos por congelación. Samuel se acercó y nos quedamos sin saber qué decir.
—Será mejor que volvamos dentro —improvisé—. Hace mucho frío.
—No me había dado cuenta.
Con seguridad estábamos bajo cero anoche, ¿cómo alguien no puede darse cuenta de que hace un frío espantoso? Estaba a punto de volverme hacia la puerta del pub cuando Samuel me cogió por el brazo y me hizo girar suavemente hasta quedar de nuevo frente a él.
—Emma —dijo con esa voz que hace que se te aflojen las rodillas y el estómago se te ponga a hacer volteretas—. Mañana es domingo.
—Sí.
Podría haberme dicho que era martes o jueves o época de vendimiar, le habría dicho que sí igualmente. Me hubiese gustado comprobar si la escarcha de las hierbecillas se había derretido en la misma medida en que lo había hecho mi voluntad, pero estaba demasiado ocupada intentado parecer inmune a la proximidad de Samuel Brooks como para ponerme a inspeccionar la vegetación urbana que me rodeaba.
—Mañana por la tarde, ¿te apetece dar un paseo por Mirall de Mar? No sé si lo has visto todo o si hay algún sitio que quieras…
—He visto muy poco. Cada vez que hago planes para venir, se pone a llover.
—Como si las tormentas pudiesen detenerte.
Ese es Samuel Brooks, capaz de reñirte y hacerte sentir equivocada incluso cuando intenta ser amable y está invitándote a salir.
¿Qué crees que le contesté?
Fíjate, Anna, que estoy perfeccionando hasta tal punto mi nueva vocación de cronista que hasta he decidido introducir elementos de suspense en mis relatos.
Por supuesto, querida Anna, le dije que sí. Por eso tengo que dejar de escribirte de una vez este interminable correo y arreglarme para salir. ¿Qué se pone una para ir a pasear con Heathcliff por un pequeño pueblo costero? Seguramente debería llevar unos zapatos de tacón altísimo y cuentas de cristal. Y aunque sé que me odiarás por dejar de escribir justo en este punto y tener que esperar hasta más tarde a que te explique cómo es Samuel Brooks fuera del bosque, me despido de ti. Con cariño,
Emma