De: EmmaVoltaras@elboscdelesfades.com
Para: Anna24086@conservatoribarcelones.com
Asunto: Across the stars, John Williams
Querida Anna,
Cuando me dices que te parece espantoso mi mail anterior, ¿te refieres a que creo haber visto un fantasma o a que me colara en casa de los Brooks en medio de una tormenta para tocar el piano?
Porque si eso te pareció espantoso espera a que te cuente lo bien que me lo he pasado esta noche interpretando Master of Puppets de Metallica con la banda de Joaquim. El violín queda de miedo acompañando a la batería y a los acordes extraordinarios de dos guitarras eléctricas. Y la voz de Manel, el cantante, es digna de escucharse en el Gran Teatre del Liceu. No me cuesta nada imaginarlo como un desgarrador Calaf. Bueno, si Calaf cantase heavy metal, claro.
El día no ha empezado demasiado bien. El sol ha salido tímidamente por entre los nubarrones grises, pero hacía más frío que de costumbre. Incluso la cocina de Joaquim, durante el desayuno, resultaba menos cálida que otros días. El enorme cocinero estaba especialmente emocionado con los ensayos de la noche y le ha insistido a Marbel para que fuese con Aurora a ver mi debut. Marbel nos ha prometido que vendría el sábado al Rosebud para ver nuestra actuación pero que esta noche sería imposible: Aurora tendría colegio al día siguiente y nosotros terminaríamos tarde.
Cuando le he llevado el desayuno a William Lexington, le he encontrado especialmente triste y desanimado.
—Soy incapaz de escribir nada que no provoque el llanto desmedido de cualquier lector —me ha confesado desolado.
—A los lectores les gusta que un escritor les haga llorar con una buena historia. —He intentado animarle.
—No me has entendido, querida: mis lectores llorarían de lo mala que es esta historia.
Evidentemente no me lo he creído. ¿Lexington escribiendo una mala novela? Eso no existe.
Nos hemos sentado sobre la mesa con nuestras tazas de té (¿te he dicho que desde hace un par de días mi novelista preferido se niega a desayunar solo?) y nos hemos quedado pensativos mirando por la ventana. ¿Qué pasa por la cabeza de un Premio Nobel mientras contempla un bosque inhóspito desde la ventana de su escondite? Ni idea, Anna, yo estaba pensando en que por la tarde tenía que hacer la colada.
No habíamos terminado nuestro té cuando hemos visto pasar a Samuel Brooks junto a una rubia alta, impecablemente vestida, en dirección al sendero que se interna en el bosque desde la parte de atrás del hotel.
Me gustaría poder decirte que me ha parecido simpático pero no sería verdad. ¿Quién era esa mujer? ¿Y por qué iba de paseo con Samuel? ¿Sería ella, con sus larguísimas piernas, capaz de seguir la zancada imperiosa de mi Heathcliff? Me he sentido estúpidamente traicionada, como si tuviese la exclusividad de trotar al lado de ese hombre tranquilo, artífice de un jardín extraordinario y un hotel escondido.
Con una indiferencia climática propia de los más aguerridos londinenses, Lexington ha abierto la ventana. —¡Qué horror! Hacía un helor espantoso— para saludar a su anfitrión.
—Buenos días, señor Lexington. —Ha sonreído Samuel.
Y entonces me ha visto y ha dejado de sonreír.
—Emma —ha dicho tan bajito que casi he tenido que imaginarme que pronunciaba mi nombre.
¿Se le habrá contagiado la inquina que me tiene Petra? Al fin y al cabo pasan bastante tiempo juntos en ese jardín.
La rubia parecía impaciente por seguir su camino, así que Samuel me ha dedicado una última mirada misteriosamente turbadora y se ha marchado tras ella. Los viejos alcornoques del lado sur del hotel se los han tragado a ambos.
El señor Lexington ha debido percatarse de mi desazón porque se ha apresurado a cerrar la ventana y a ofrecerme un poco más de té.
—No sé quién es esa mujer —me ha dicho un poco después— pero parece una editora o una abogada. No me mires así, querida, a mi edad y con mis malas costumbres me cuesta mucho diferenciar una golondrina de un pájaro de mal agüero.
—¿Cree que los editores son pájaros de mal agüero?
—Creo que los abogados lo son y algunos editores también. No mi editora, por supuesto —se ha apresurado a aclarar—. Mi editora, Martha Brooks, es encantadora. Gracias a ella estoy aquí.
Ha sonreído, ha vuelto a sentarse en la silla y se ha acercado la taza humeante a los labios.
—¿Martha Brooks?
—Sí, querida. La madre de nuestros anfitriones. ¿Cómo crees que llegué hasta El Bosc de les Fades?
—Pues siguiendo las indicaciones del GPS seguro que no.
Cuando le he dejado, poco después, estaba empeñado en bajar al pueblo caminando. Pese a la ventisca y el frío.
Eso me recuerda que tengo que convencerle de que me acompañe una tarde a tomar el té con la señora Povedy.
Hoy hemos comido sin los Brooks y sin su misteriosa visitante. Marbel dice que seguramente se trate de Katherine, la exesposa de Samuel. Me he aferrado a ese ex con terquedad, como si eso fuese a salvarme de alguna maldición.
—¿Estaba casado?
—¿Por qué te extraña tanto? —Se ha sorprendido Marbel mientras comíamos un increíble lenguado a la plancha con verduritas al vapor y rodajas de mandarina confitada—. Parece que se casó joven, con una arquitecta inglesa. No les fue demasiado bien, aunque no sé decirte por qué. Samuel nunca habla de su vida antes de empezar a trabajar en El Bosc de les Fades y Tristán no suelta prenda sobre la que fue su cuñada. No parece que guarde buen recuerdo de ella.
—¿Quién? —interviene Joaquim.
—Ninguno de los dos.
Marbel suelta su risa de campanillas y de repente el mundo parece en orden. Me gusta oírla reír, es uno de los sonidos más agradables del mundo.
—No creo que esa señora rubia sea la ex de Samuel Brooks. —Nos ha reñido el cocinero moviendo el tenedor en el aire—. Seguramente es una nueva recepcionista.
Phillip se ha atragantado con su lenguado y ha tenido un acceso de tos. Enseguida ha disimulado con un gesto de desprecio y superioridad, pero creo haber visto cierta sombra de inseguridad en él. Sería estupendo que no se creyese tan imprescindible como para no poder ser sustituido por otra persona, pero no estoy segura de que Phillip sea mortal.
¿Te he contado que algunas tardes Marbel y yo nos escapamos a merendar en el invernadero? Lo cierto es que si exceptuamos las mañanas en las que limpiamos y echamos una mano a Joaquim en la cocina, poco hay que hacer en El Bosc de les Fades en pleno invierno.
Seguimos sin tener más huéspedes que el señor Lexington y tampoco hay reservas de fin de semana a la vista. Así que en cuanto Marbel pasa el aspirador por el vestíbulo e ignora las irritadas protestas de Phillip porque tanto ruido le altera la digestión, y yo termino de recoger la mesa y barrer la terraza principal, no tenemos más responsabilidades hasta la hora de pasar a recoger a Aurora del colegio.
Esas horas perdidas, remoloneando entre las plantas de Petra y las hierbas comestibles de Joaquim, tienen su propio aroma a menta y hierbabuena, a jazmín y cilantro, a albahaca y romero. Y para siempre esos serán los olores con los que asocie a Marbel, estoy segura.
Marbel llena mis silencios como si no existieran. Porque desde el principio ha decidido considerarme su amiga sin necesidad de preguntas. Su estrategia es esperar a que yo misma le cuente, cuando me apetezca, cuánto me apetezca. Y funciona. Apenas llevo aquí, ¿cuánto?, ¿un mes? Y creo haberle explicado toda mi vida unas tres veces. Casi podría decirse que no tengo secretos para ella, pero no sería cierto, no del todo. Casi nunca le hablo de Il Maestro y de esa época de mi vida. Quizás tenga miedo de que al pronunciar las palabras el dolor vuelva.
Pero no, no se trata de eso, no de ese temor. Ya he cruzado ese desierto y sé que lo he dejado atrás. Y aunque hay días en los que todavía me sorprende el arrepentimiento, la certeza de que nunca volveré a ser tan feliz como aquellos días de música interminable y ciudades esplendorosas, días siempre dorados a la luz de infinitas copas de champán y ramos de rosas tan rojas, sé que la oportunidad de empezar de nuevo ha sido lo mejor que podría haberme ocurrido.
Creo que no suelo hablar de aquellos años por temor a traicionar su recuerdo. Los colores, los olores, la música, las sensaciones… La consistencia de la memoria es de un tejido tan frágil que me resulta complicado ponerlo en palabras sin emborronarlo todo.
En parte, Anna, tú viviste conmigo muchas de esas emociones, por eso sabes de qué te hablo. Recuerdo que a veces me decías que te gustaría venir de gira por Europa una sola semana y subirte al carrusel de luz embriagadora en el que se había convertido mi vida. Y yo te preguntaba «¿una sola semana?».
Tú reías y asegurabas que era el tiempo máximo durante el cual Ángel y los niños podrían sobrevivir sin ti. Ahora sé que si no mostrabas más entusiasmo cada vez que te hablaba de él, de nuestra aventura, era por el temor de que acabase mareada de tanta vuelta o, peor, cayéndome del carro dorado de su fama.
¿Te he pedido perdón si alguna vez resulté creída, soberbia, pedante e insufrible durante aquellos años enloquecidos de cenas en París y desayunos en Praga, de conciertos en La Fenice y galas en el Metropolitan de Nueva York?
Todos estos años hemos sido amigas, pese a todo. Y ahora, que he cambiado la gloria de los aplausos por una taza de té tranquila junto a un escritor viudo, los ramos de rosas rojas por los enormes arbustos de gardenias y limoneros del jardín de Samuel Brooks, y la soberbia de los grandes compositores por la comprensión de Marbel y el extraño asilo musical de un cocinero guitarrista, ahora que me ha vuelto la paz, pienso que quizás sea posible volver a sentir aquel vértigo en la boca del estómago que anunciaba los primeros acordes de la partitura. He vuelto a tocar el violín, y también el piano. Estoy lista para seguir viviendo.
¡Oh, no! ¡Mira qué hora es! Se ha hecho tardísimo y me caigo de sueño. Quería contarte el ensayo de esta noche con la banda de Joaquim pero ya casi no estoy despierta. Te prometo que mañana te lo explico todo sin falta.
Como adelanto te diré que todo fue sobre ruedas y que los chicos de la banda son encantadores. De verdad que tienen talento. Ya me hubiese gustado que muchos de mis compañeros de la OBC tocasen con tanta pasión y convencimiento como lo hacen los integrantes de Hell on the Earth.
A veces, a los músicos de cámara se nos olvida que la vida no siempre tiene la banda sonora de un Beethoven o de un Berlioz. A veces la vida nos golpea a ritmo de tango, o con la contundencia de un bolero, o con la gracia de una ranchera. Y que en la mayoría de las ocasiones su intensidad puede traducirse por entre las líneas de una canción de Metallica, de Rammstein o de los Ramones.
Me encanta poder decirte todo esto por escrito. Hacía tanto tiempo que lo llevaba dentro… Y nunca encontrábamos un momento tranquilo para nosotras solas, nunca me sentía del todo preparada para contártelo.
Te dejo, mi querida destinataria de correos febriles. Mañana te cuento el ensayo. Sí, pese a que apenas contestes con cuatro frases mis larguísimas crónicas desde El Bosc de les Fades, aún te quiero.
Buenas noches, Anna, que descanses.
Besos.
Emma