XLI

Hay cosas que no se olvidan: con qué equilibrio preciso se almacenó la leña; en qué posición exacta quedó la herramienta sobre el banco de carpintero; en qué orden se abandonaron los componentes electrónicos y el cortatramas. Por imperceptible que fuese, cualquier cambio en ese orden provocaría una interferencia en la memoria. Una astilla, una tijera abierta equivaldrían a un sonido estridente que, de inmediato, acapararía toda mi atención. Soy un experto en falsificaciones, un falsificador nato, pero no podría falsificarme a mí mismo; desobedecería la primera regla del código del falsificador.

No tengo pruebas, ni siquiera indicios, y pese a ello tengo la certeza de que alguien espía mi trabajo. También yo me siento observado.

Es extraño, no me siento observado por la espalda; tampoco desde una grieta abierta en la pared o desde la región de sombra que linda con el foco de la lámpara: me siento observado de frente.

Lo mismo sucede con mi trabajo: no siento que una mano desconocida abra las carpetas cuando yo las cierro, o siga mi discurso cuando yo duermo; tengo la sensación abrumadora de que «el espía» supervisa mi trabajo en el mismo momento de su alumbramiento, de que todo sucede a plena luz.

Para clasificar las carpetas, creé mi propio alfabeto. Nunca he podido soportar esa letanía que recitan los párvulos de todo el mundo. Mi alfabeto hace justicia al verdadero valor numérico de las letras. Así: las vocales ocupan los privilegiados puestos de los números primos y, en esa secuencia, se abren paso las consonantes secas en grado de permeabilidad. Sencillas operaciones matemáticas ordenan el resto de las consonantes divisibles.

Para mi sorpresa, me di cuenta de que «el espía», o su sensación, alteraban mi conducta. Sentirme observado me hizo dudar por primera vez.

En un principio, había asignado a la letra «h» la decimotercera posición de mi alfabeto. Nunca he creído que esta letra excepcional fuera un mero capricho de la ortografía; creía que de esta forma hacía justicia a su valor y, sin embargo, cuando iba a colocarla en la estantería... la duda no partió de mí... «el espía» me hizo dudar.

Fue como descorrer un velo: me di cuenta de que la letra «h» tenía su correspondencia con la portentosa «O».

Abrí la carpeta «HERRAMIENTA-HERMÉTICO». Me pareció que, por vez primera, veía más allá del material fotográfico y las notas allí almacenadas. «Nivel: herramienta que sirve para reconocer si un plano es horizontal o no, y para averiguar la diferencia de altura entre dos puntos». Y a continuación: «Hay un nivel dentro del ojo, quizá el de mayor precisión, pero requiere concentración en estado puro».

El orden de las carpetas permanece inalterable. Total ausencia de huellas y una sensación que se acrecienta día a día: alguien me observa.

A veces pienso: ¿Es un espejo cuyo reflejo modifica mi conducta? Si las preguntas llevan en sí mismas la esencia de las respuestas, si son interrogantes invertidos, cualquier pensamiento está bañado en azogue.

Intento en vano un nuevo ejercicio. Digo en voz alta algo en lo que no creo: «Estoy muerto». Si fuera un espejo, las palabras empañarían el cristal. Pero nada sucede. Entonces, pienso si verdaderamente creo en lo que he dicho, si esa frase es verdaderamente una frase elegida al azar.