IV
Hoy ha sonado el teléfono. Siete veces. Después ha parado.
Mientras sonaba, yo estaba de pie, mirándolo con miedo. Así es cada vez que suena el teléfono. Porque si la persona que llama lo hace desde la oficina de costas, o desde la oficina del puerto, me hace preguntas que puedo contestar. Se refieren al faro, a una avería que lo mantuvo apagado durante una hora la otra noche y que pude solucionar, o a los componentes de una tarjeta electrónica que dejé encargados en la tienda y que han llegado. Pero si la persona que llama es otra, otra que me conocía antes del accidente, entonces me hace preguntas que no sé responder. Las preguntas se me vienen encima como un alud y termino por colgar el teléfono, ahogado por su peso.
No había transcurrido media hora cuando el teléfono volvió a sonar. Al oír la tercera de sus señales espeluznantes, descolgué el auricular.
La voz familiar de la mujer me hablaba en francés. Yo comprendía muy bien todas y cada una de sus palabras, pero no entendía su sentido. Esta mujer ha llamado más veces; habla con afecto, con ternura. Cuanto mayor afecto, cuanta más ternura denotan sus palabras, mayor es mi turbación, mi ansiedad.
A veces, como hoy, me ha parecido que su voz se entrecortaba, ¿podría estar llorando? Yo quisiera consolarla; de hacerlo, me consolaría a mí mismo.
Basenji estaba a mi lado, insensible a mi angustia, pero acompañándome más que esa voz esforzada del otro lado del teléfono que, acariciándome, me arañaba.
Mirando a Basenji me ha asaltado la pregunta: ¿conoce esta mujer a mi perro? Debo preguntárselo. Sin embargo, la pregunta se queda atascada en el duodécimo de los nervios craneales, en el nervio hipogloso —coloreado de amarillo en mi lámina de anatomía—, ese bendito transistor que enerva la musculatura de la lengua. Se queda ahí varada, o clavada con el alfiler del miedo. ¿Y si ella conociera a Basenji? ¿Qué significaría? ¿Basenji vino de África conmigo o nació aquella noche, en las rocas del acantilado?
Ella podría responderme, por eso no pregunto. Sin embargo, debo hacerlo. Ella volverá a llamar. Sí, se lo preguntaré otro día, cuando esté más sereno. Excusez moi, madame, il faut que je raccroche... Oui, un autre jour... S’il vous plaît. Je vous en prie... Debo colgar.
Me quedé mirando a Basenji, escrutándole casi con odio. Un odio tan parecido al que a veces siento por mí mismo que de nuevo pensé si decir «Basenji» es igual a decir «yo».
Le abrí la puerta del jardín y le dije que esperase fuera. ¿Esperar a qué? A serenarme. Quería estar solo. Pero ¿acaso no sigo estando solo en su compañía? ¿Por qué, casi inmediatamente, tuve que abrir la puerta, dominado por el miedo de no verlo nunca más?
Casi me atrevo a desear que suene de nuevo el teléfono.