II
Llegué al alcohol de una forma natural, de la misma forma natural con que algunos hombres saben qué hacer ante una mujer, sin necesidad de leer en los libros. La apetencia es un vacío que hay que llenar a cualquier precio: el vacío del hambre con el alimento, el vacío del blanco con el negro; el vacío del bien con el mal. También mi memoria vacía pide un contrapeso de imágenes, de recuerdos; acepta, incluso, su naturaleza irreal, mientras éstos sean capaces de llenar el cauce seco del tiempo.
Una nueva filosofía se instaura en mi cabeza gracias al alcohol. Durante unas horas, mis células se hermanan, se multiplican en una carrera sin tropiezos hacia una meta feliz. Esto hace el alcohol por mí, por eso lo inventé.
Cualquier fórmula no sería eficaz en un caso como el mío. Yo no engroso las listas de la estadística; yo elaboro mi medicina: los grados justos, la evaporación exacta, el color absoluto, y pago con el revés de la moneda.
Mi alambique se parece a Dios. Aquí estoy yo, en pecado concebido, esperando que obre su milagro.
El exasperante proceso se inicia a medianoche. Abrazada a las llamas, la cucúrbita cambia bruscamente de color y comienza a repetir en su pared circular, muchas veces, las trazas de la habitación, los ojos de Basenji. Tengo que contenerme para no levantar la montera y aspirar —como oxígeno en acceso de asma— el vapor virginal que comienza a ascender.
Con los ojos cerrados, empiezo a contar: uno, tres, cinco, hasta que escucho el sonido del alcohol golpeando la cubeta. Me precipito sobre ella, porque tengo urgencia de su contenido; pero la manejo con suma delicadeza, cuidando de no derramar una sola gota. Es un líquido impasible, que en nada delata su poder; por el contrario, retrata la inocencia. Me inspira el mismo respeto que siento por el vitriolo. Lo hago resbalar por el embudo y lo encierro en la botella de vidrio verde. Pienso en lo fácil que sería verlo arder de repente. Introduzco el líquido combustible en mi interior. Es como si leyera el prospecto de esta medicina y no pudiera dar crédito a su composición. Ya debería haber muerto (catalizadores... 5 y 50 °C límites extremos... aldehído acético... 90% alcohol y colas... 95% alcohol, mezcla azeotrópica... segunda destilación, cal viva, benceno, 100% alcohol absoluto) hace mucho tiempo. Me pregunto cómo, tras noches arbitradas por el alcohol, puedo seguir levantándome cada mañana.
No me dejo engañar fácilmente; no soy de esos que zarandean con rabia un aparato electrónico que deja de funcionar cuando más se necesita, y sonríen, orgullosos, en el momento en que éste recobra la vida súbitamente, creyendo que el aparato, de pronto animado, ha sucumbido a su mandato, se ha acobardado ante su fuerza. Yo sé que lo único que sucedía es que había un mal contacto.
No entiendo esta costumbre de morir y resucitar, de arder y levantarme de las cenizas. ¿Seré un impostor?