XXX

Llamaron a la puerta. No utilizaron el timbre, golpearon con los nudillos. Eso pensé la segunda vez, cuando ya me había incorporado sobre la cama y me di cuenta de que era de día.

Pasó algún tiempo y la puerta sonó por tercera vez. Basenji parecía muy tranquilo, como si ese sonido aterrador fuera un hecho cotidiano, tan inofensivo como el murmullo del mar que llega a nuestra atalaya.

Avancé por el pasillo sujetándome la cabeza con las manos. Las articulaciones parecían nudos de aire, incapaces de sostener el peso del cuerpo. Evité enfrentarme a la puerta y entré en el despacho. Antes de llegar a la ventana, escuché:

—Tiene que haber alguien, hay un coche.

Y una voz más lejana:

—Da una vuelta al edificio.

Me pegué a la pared. Sentí cómo una cara se acercaba al cristal y escudriñaba el interior. Vi mi imagen reflejada en el diploma enmarcado en la pared y me dejé escurrir lentamente al suelo, hasta quedar sentado.

Estaba temblando. La cara se alejó del cristal. Me sentí acorralado. ¿Por qué tenía tanto miedo? ¿Por qué el exterior era tan peligroso?

Me incorporé con cuidado y miré hacia fuera desde el extremo de la ventana. La verja estaba cerrada y, al otro lado, había un hombre de pie junto a un coche blanco. Fumaba un cigarrillo y miraba hacia el mar. Entonces, vi que en la puerta del coche estaba escrito el nombre del periódico local.

Poco después volví a escuchar muy cerca:

—No se ve nada, pero sale humo por el tiro de la chimenea.

—¿Éste no era el raro?

—Creo que sí. Pero me dijeron que le avisarían para que nos recibiera.

—A lo mejor le da a la pesa. ¿Andará por ahí abajo?

—Bueno, después de haber venido hasta aquí, podemos echar un vistazo.

Sentí el sonido de unos pasos que se alejaban sobre la gravilla. Volví a mirar por la ventana y vi cómo un hombre saltaba la verja. El primer hombre cerró el coche y, junto al segundo, se dirigió hacia el acantilado.

Poco a poco, su imagen fue decreciendo; sus siluetas se confundieron luego con el tresbolillo de troncos enfermos y volvieron a emerger, a la izquierda, sobre el mismo acantilado. Estuvieron un rato charlando; señalaban con el brazo extendido distintos puntos de la costa. Uno de los hombres se agachó para recoger algo.

El gesto que repite cada turista que llega hasta aquí en verano, arrojar una piedra, no podía sino llenarme una vez más de ira.

Poco después, emprendieron el regreso hacia el faro, y volví a sentirme paralizado. A medida que se acercaban, me apartaba de la ventana. Al llegar al coche, uno de ellos abrió la puerta y empezó a tocar la bocina. Este sonido y su impaciente mensaje, a pesar de la distancia que nos separaba, desató en mí un temblor aún mayor que el de los nudillos en la puerta. Me tapé los oídos con las manos y esperé, esperé, repitiendo no como una letanía.

Finalmente, el sonido cesó. Me asomé a la ventana y vi cómo los hombres entraban en el coche, cerraban las puertas y encendían el motor. Me pegué al cristal para confirmar que se alejaban definitivamente, y entonces, con total claridad, vi a la mujer rubia.

Estaba sentada en el asiento posterior del coche. En medio de la gélida atmósfera, su único vestido era una combinación de la cual yo sólo veía los tirantes. A medida que el vehículo se alejaba, ella acercaba más y más su cara al cristal. Parecía ir contra su voluntad en aquel coche y, sin embargo, su mirada era ajena.