XV
He soñado con la mujer rubia de la consulta.
Entraba en la recepción de un hotel, vestida con un largo camisón de satén blanco y encajes, y llevaba una maleta pequeña en la mano. El hotel tenía varias puertas abiertas a una calle blanca de sol y polvorienta. La calle estaba invadida por una multitud uniforme de colores neutros: una especie de código de barras en movimiento. También en la recepción del hotel había muchas personas, sentadas en taburetes junto a mesitas bajas y redondas de madera taraceada. Vestían caftanes; algunos portaban turbantes y tomaban té en vasos de cristal con armazón de plata. Un enorme ventilador movía el aire con mucha lentitud desde el techo, y las paredes estaban decoradas con carteles anunciadores impresos con caracteres árabes y fotografías de Karnak y Gizeh.
La mujer rubia sudaba ligeramente, y sus pezones se marcaban en el camisón de satén como balines de plomo. Al llegar al mostrador de la recepción, dejó las maletas en el suelo y pulsó el dorado timbre de campana.
Apareció un hombre muy moreno, de negro bigote, vestido al igual que los otros con caftán, y sonrió a la mujer con exagerada servidumbre.
—Une chambre, s’il vous plaît.
—Mademoiselle vient toute seule?
—Non.
—¡Ah! Mademoiselle espera a otra persona.
—Oui, il viendrà...
Entonces el recepcionista sacó del interior del mostrador el libro de registros y, abriéndolo, se lo ofreció a la mujer. Ella se agachó, abrió la maleta y extrajo de ella una pluma.
—Où est-ce que je dois signer?
—Ici, mademoiselle, s’il vous plaît.
La mujer quitó el capuchón de la pluma con mucha lentitud y, mordiéndose la lengua, como una niña que está aprendiendo las primeras letras, escribió: «V. Blanchard».