XXVIII
Estaba sentado sobre la silla, con el tronco, los brazos y la cabeza derrumbados sobre la mesa del taller de electrónica; un rictus de dolor recién abandonado: aparentemente muerto.
La única señal de vida era un diodo led de color rojo que, fuera del foco de la lámpara, sobre la mano izquierda extendida, se encendía y apagaba en el costado de una tarjeta electrónica, como un diminuto corazón que animaba la penumbra del taller.
Así me veía, desde el otro lado de la ventana, tiritando de frío y casi desnudo en medio de la noche. Volvía a pegar la cara al cristal y, otra vez, encontraba mi cadáver: el desecho de un hombre consumido bajo la lámpara de un interrogatorio.
Del interior de la casa venía un frío aún más intenso que el que azuzaba mi cuerpo en el jardín. Intenté forzar la ventana. No sé si lo hice por huir del frío o por entrar en el taller y sacudir mi cadáver hasta expulsar de él a mi espíritu.
La histeria mantenía cerrada la ventana. Golpeé el cristal. Volví a golpearlo. Entonces, vi cómo mi cadáver despertaba de un sueño profundo y se desperezaba imperceptiblemente. La tarjeta electrónica cayó sobre la mesa. Los ojos de mi cadáver se abrieron y contemplaron el parpadeo del diodo como si acabaran de nacer. Después, los ojos de mi cadáver resucitado miraron hacia la ventana y nuestras miradas se encontraron. Los ojos transmigraron.
Tan pronto sentí el aire del vuelo, vi mi imagen en el exterior, al otro lado de la ventana. Vi mi cara pegada al cristal. Vi cómo mis ojos se apagaban lentamente, el brillo histérico de la vida replegarse, moribundo, sobre sí mismo; enterrarse. Vi cómo mi cuerpo, casi desnudo, se volvía cada vez más blanco. Me vi como un cauce desecado, al otro lado de la ventana, como un molde de nada.
El diodo rojo parpadeaba sobre la mesa. Cogí la tarjeta entre las manos y sentí sus latidos como los de un pajarillo. Volví a mirar hacia la ventana y aún encontré mi cadáver, milagrosamente en pie.
Estaba allí, muchas veces multiplicado sobre la silla del taller, y, otras tantas veces, al otro lado de la ventana.
Basenji salió de debajo de la mesa. Poderoso, como un dios que no necesita joyas ni atributos para ser reconocido. Entonces, sin reconocer mi voz, pulsando sílabas en un teclado metálico, le pregunté:
—Basenji, ¿quién de los dos soy yo?
El perro no contestó. Se irguió sobre sus patas traseras y empezó a estirar verticalmente su cuerpo, con tensión dramática. Dramática porque del perro quería salir un hombre, y la metamorfosis se operaba sobre mi sacrificio. Sólo la cabeza de Basenji se mantenía intacta, y fue esa cabeza, con todo su poder, la que, soportada por el cuerpo de un hombre, atravesó caminando el hueco de la puerta y salió de la habitación.
El hueco de la puerta volvió a llenarse de negro, un negro sin concesiones, abismal. Miré hacia la ventana. Ahora el cristal estaba empañado por un rosario abstracto de materia húmeda.
Sentí que mi cabeza, separada del cuerpo, flotaba sobre mercurio, que era dueño del tiempo, porque nada más podía suceder.