I

Basenji es mi perro africano. Un perro desalmado, mudo como las piedras, cerrado.

Para expresarse en tiempo presente, igual que para hablar de Basenji, es preciso estar muerto. Toda precaución es poca. Yo estoy a resguardo de muchas calamidades por mi absoluto descreimiento (todo lo que veo lo coloco, inmediatamente, un palmo más allá; disecciono el deseo tan pronto empieza a tomar forma; vomito todo lo que como), convencido de que cualquier acción, como veneno, tiene su antídoto. Sin embargo, el historial intachable de Basenji no deja lugar a la sospecha. En vano persigues en su anatomía la huella de una sutura: no existe. Basenji provoca miedo, o mejor, tiene al miedo por desenlace; atemoriza con su cabeza en suspenso y sus delgadas patas de cobre hincadas en tierra. Husmea por las rendijas de sus ojos rasgados. La suerte le precede siempre y libera de espinas a sus presas. Su caza es tan limpia que parece que un ángel de la guarda ha limpiado de plumas la gallina del corral y la ha dispuesto en su plato de tierra. Sin embargo, antes ha habido lucha. Por un instante, me ha parecido ver manchas de sangre. Quizá Basenji ha inyectado en su víctima suero de silencio, porque la gallina no ha gemido, no ha arrebatado su cobarde plumaje; quizá la gallina se ha rendido al miedo, como concubina.

Basenji no conoce la ansiedad, o, al menos, no reconozco en él ese nervioso temblor de otros perros. Como sondas especulares, sus orejas están siempre levantadas, sin esfuerzo, incluso cuando duerme. En realidad, Basenji no duerme, utiliza la noche para absorber energía, que dosificará con calma ilimitada durante el día.

Uno de mis trabajos en el faro consiste en cuidar de que las baterías mantengan constante su nivel de agua. Haciendo disciplina del absurdo, cambio el agua de su plato todos los días, a pesar de que siempre está lleno y nunca le he visto beber. Sí le he visto la lengua, una lija de grano muy grueso, asomada entre los incisivos. Pienso en el perro cuando aplico los bornes del generador a las baterías y creo que es posible que beba de ese ambarino cóctel de agua y sulfúrico.

Nada de Basenji me extraña. No sé por qué lo tengo a mi lado; si vino conmigo desde África, o se salvó del accidente y antes no existía. No puedo recordarlo. Tampoco el faro ayuda a recordar; el ritmo monocorde de la luz, de sus destellos y ocultaciones, aplaca la memoria y la diluye como tinta en el vaso de la cabeza.

La cabeza... mi vulnerable computadora procesa información a destajo, sin control; me duele y salgo al jardín a refrescarme con la noche. Basenji me acompaña en mi monótona ronda. Compruebo la visibilidad de los faros repartidos por la costa. En la distancia, me espeluzna su parecido con las estrellas. Siento vértigo: las luces actúan sobre mí como agujeros. Miro entonces por encima de mi cabeza, y la linterna, con su molino de haces, me produce otra clase de vértigo (los agujeros están ahora en todas partes: arriba, abajo, en la línea del horizonte... y en todos quieres caer).

Basenji no tiene vértigo. Se asoma al acantilado y mira el barrido de los haces sobre el mar, como un matemático frío. Hace su inventario, lo sella y vuelve a mi lado, insultante, con la calma del tiempo.

Yo no puedo asomarme al acantilado; sería como asomarme al accidente; como amasar la bola del infarto, sin tirarla.

Entro en casa, seguido por Basenji, y anoto en el cuaderno lo que el viento me ha dicho: fuerza 3, F3; noroeste, NW; marejada, M; cielo despejado, CD; faros a la vista, visibilidad buena, VB. Siento esta noche la rara tentación de subir a la linterna y abro la puerta de la torre.

Cuando comienzo a ascender por la escalera de caracol, Basenji se sienta en el primer peldaño. Nunca sube conmigo. Ya sabe lo que me espera arriba: una gran bombilla acorazada por poderosas lentes, un acantilado de hielo caliente. Los ojos, bruscamente cegados por la luz, buscan la oscuridad intermitente del exterior. El vértigo se apaga y los latidos se encuentran.

Pienso en Basenji; lo imagino sentado en el primer peldaño de la escalera, y temo que al bajar ya no esté allí, que haya desaparecido para siempre. Ese temor me acompaña desde el primer día. No sé por qué lo necesito. No es sólo su presencia —que me asegura, de alguna forma, que no estoy muerto, que estoy entre las rocas, con una zanja de sangre coagulada en el cráneo—; me dice cosas del que soy ahora, el rey del desasosiego, encerrado en un tubo de ensayo que, con mano irresponsable, yo mismo agito. A veces pienso que Basenji no existe, que soy yo resucitado, un corsé de hierro que me ayuda a caminar.

Bajo la escalera y lo encuentro sentado en el primer peldaño. Lo toco con los ojos (con la mano no me atrevería nunca). Me pregunto cómo será el tacto de su pelo de cobre apagado; si al tocarlo respondería a la antigua calidez de mis dedos.

Cierro la puerta de la torre y entro en el cuarto de máquinas. La habitación —que recuerda un aséptico almacén de hospital, forrado de azulejos inmaculadamente blancos— zumba como si entre sus paredes revoloteara un abejorro electrónico. Sólo están encendidos los pilotos verdes de la lámpara principal y del motor 1. Abro la puerta del cuadro de control y repaso, por puro placer, su oscura laboriosidad. Cierro de nuevo la puerta, como se cierra con pesar una caja de música, consciente de que todo el misterio queda encerrado en su interior. Arrinconada en una esquina, la vieja maquinaria de relojería no comprende su aislamiento, la razón por la cual ha sido privada de su antigua función, si conserva su inteligencia, su precisión, su metal intacto.

Salgo del cuarto de máquinas y avanzo por el pasillo hasta la cocina; abro la puerta del jardín y miro la leña almacenada bajo el ruinoso saledizo: es como mirar una larga sucesión de ceros: 000000000... Me enfrento a un número sin principio ni final; lo llamo el número del fuego. Sin embargo, entro de nuevo en la casa, cargado con los troncos que arderán esta noche.

Tras escarbar entre las cenizas, encuentro las vísceras palpitantes de las brasas. El fuego se construye siguiendo las pautas de una arquitectura humilde sólo en apariencia: apilo agujas de pino, hojas secas y alguna piña sobre el foco de calor. No tarda en ascender una columna de humo densa, casi maciza. Envueltas en imprecisión, aparecen las primeras llamas. Poco a poco, crece la pirámide y es posible arriesgar astillas y troncos. Recibo múltiples señales de que el proceso del fuego es ya imparable, y bajo la guardia.

Pienso en el fuego. Esto es lo que pienso: el fuego es igual a derrochar. Un derroche crónico que está dentro y fuera de mí.

Basenji está sentado cerca de la chimenea y entre sus párpados rasgados aparece encendida su pupila infrarroja.

Recuerdo las fogatas en el desierto africano. El círculo de arena iluminado por las llamas y la columna de humo ascendiendo a una bóveda de infinito techo. No recuerdo a Basenji a mi lado, y, sin embargo, quizá fue allí donde lo encontré. Si Basenji ya estaba conmigo entonces, es posible que fuera él quien me arrastró por las rocas del acantilado aquella noche, dejando un rastro de sangre azabache.

Por un instante recuerdo las rocas, en la parálisis de la caída; estriadas como el vientre de una mujer preñada. Absurda fecundación. Un lleno vacío.

Vuelvo a sentir los haces del faro por encima de mi cabeza: un sombrero mágico, como el sombrero de los helicópteros y las luciérnagas, a medio acelerar, sostenido sobre el acantilado, con polvos mágicos de luz que entierran la oscuridad y desordenan constantemente el horizonte; un sombrero experimental y científico —calado como los electrodos de un encefalograma en la cabeza— por donde pasan mis recuerdos fragmentados: el desierto africano, el accidente, las rocas, Basenji... Toda mi amnesia sale despedida por los haces de luz y queda grabada, por un instante, en el caos del horizonte; sin tiempo para anotar, registrar, archivar, decidir qué hacer con la preciosa información.

A estas horas, en las que he pasado revista a todo y he olvidado todo, la semirrealidad en la que vivo despierta invariablemente en mí la sed de alcohol. He construido un alambique y he aprendido la fórmula de un alcohol absoluto. La cocina es mi farmacia, y mi medicina, destilación tras destilación, me espera sobre la mesa.

Los ojos de Basenji se reflejan muchas veces en el cristal, y el alambique, poblado de ojos, espoleado por el calor inhumano de su mirada fija, acelera el proceso de mi medicina. Me llevo la taza a los labios y bebo sin advertir a la lengua del caudal de lava que voy a verter sobre ella. Las papilas gustativas se erizan en un eczema indescriptible. Casi al mismo tiempo, la sangre coagulada de mi cabeza comienza a fluir y riega, por canales y acequias, el jardín de mi cabello. Brotan flores de cardo.

Antes de que el alcohol comience su último proceso y la acetona se ensañe con mi cerebro, hay tiempo para soñar y fecundar la amnesia, para creer que estoy vivo, para resucitar la memoria y componer una realidad.

Veo a Basenji distinto: un perro amigo que se desvive por darme calor, me lame los zapatos. Sus ojos de pupilas infrarrojas tienen sueño y placer, y se cierran con los míos.