XXIX

Basenji vuelve a caminar sobre cuatro patas. Yo vuelvo a estar vivo, pero camino escorado, como si mantuviera un pulso con la tierra y una de sus rocas quisiera que golpease sobre ella mi cabeza. Sólo el faro me levanta; su luz me obliga a tensar los músculos del cuello y a tirar hacia arriba. A medio camino, el alambique continúa fabricando el alimento que, día a día, va arrinconando la sangre de mi cuerpo y usurpando su función.

La sangre desfondada sale por la nariz y muere en el secadero de la almohada; a veces, desciende por sus pliegues hasta el colchón desnudo o salpica las mantas. El cero positivo muere como un cisne, lentamente, y deja como sórdido recuerdo su radiografía.

La sangre muerta me plantea más problemas que la sangre viva. No puedo olvidarla. Es una imagen inmutable, fijada con pegamento a la pared. Puedo verla con los ojos cerrados, más oscura en los bordes. La sangre seca es como un petirrojo que enterré y se acuesta conmigo cada noche.

Basenji vuelve a caminar sobre cuatro patas, pero es imposible olvidar que se irguió como un hombre. Yo quisiera que todo lo vacío y todo lo desconocido se llenase de negro; sin embargo, lo vacío, lo desconocido se llena de Basenji, de sangre, del petirrojo, de V. (la letra V está tatuada en la frente de la mujer rubia que, desvergonzada, emerge desnuda de las aguas del Nilo).

La otra cara de la sangre —la sangre muerta— tiene una caligrafía y una lectura tan intrincada como la de los jeroglíficos. Es el libro abierto de la muerte.

Con la cuchilla me hago un corte en la yema del dedo índice y veo brotar la sangre con su carmín escandaloso, como un concepto incontenible que desborda su propia naturaleza. Luego, llevo el dedo al cristal de la ventana y, con la sangre, dibujo una cruz. Mi sacrificio simbólico, como el de un mártir adiestrado en la fe, no tarda en obtener su recompensa: el símbolo deja de serlo, se sublima y desnuda de cimientos.

Por un instante, puedo penetrar en la materia; tengo el microscopio de los rayos; acelero a voluntad los trescientos mil kilómetros por segundo con que avanzan las patas de ciempiés de la luz. Soy el redentor de la materia. Pero el instante cesa y, violentamente, siento que la baba carga las comisuras de los labios de una boca abierta. Llamo a la baba saliva y la escupo. No sé escupir. El gesto de rabia se transforma en una grotesca caricatura que me chorrea por el mentón y me salpica la camisa. Me limpio con la mano y, sin darme cuenta, deslío la sangre seca que quedaba entre los dedos. Al contacto con la saliva, la sangre muerta parece reavivarse.

Esta última resurrección, milagrosa como un accidente, me sume en nuevas cavilaciones, me secuestra. Recuerdo mi cabeza golpeada contra las rocas del acantilado y la sangre como el zumo exprimido del fruto de mi cabeza. Nuevas preguntas sin respuesta. Nuevas visiones: veo mi cuerpo, reducido a miniatura, blanco y frío como una porcelana, sumergido en un recipiente de cristal lleno de sangre caliente. El recipiente está cerrado. Reposa en el estante de un laboratorio. Estoy ahí, macerando inútilmente, pues la sangre no puede volver a entrar en el cuerpo.

Es inútil, es inútil... Nada permanece, sino la pérdida.