XXXIII
El primer conejo estaba tendido a escasos metros de la puerta. Seguramente se había acercado a beber agua del cubo de zinc. El segundo lo encontré cerca del acantilado, camuflado entre los helechos secos. Los dos tenían el sello inconfundible de Basenji: ninguna señal de lucha, las pupilas dolorosamente dilatadas, el rictus del pánico. El viento mecía su abrigo de pelo ligerísimo, sin poder despertarlo.
Pienso en el animal. Lo imagino en la jaula de un laboratorio, y hago un repaso sobre las innumerables clases de muerte a las que ha sido sometido: muerte por efecto de gas mostaza, muerte por exposición a radiaciones, muerte por inoculación del virus del mal de China. Lo imagino tenso bajo una descarga eléctrica; con los belfos abultados, con los ojos enrojecidos, brillantes o lechosos; agusanado por dentro; hinchado como una vejiga que no descarga; o fosilizado, o leproso. Las posibilidades son casi infinitas.
El animal se retuerce de dolor, tiene convulsiones, se deforma con el sufrimiento; pero nada, nada es comparable a la expresión de las víctimas de Basenji.
Basenji es un verdugo distinto, disciplinado; pone en marcha su método sin vacilaciones; no necesita dosificar; comparte la muerte de una vez. No siento lástima por sus víctimas, sólo me pregunto el porqué de estas muertes, qué impulsa a Basenji —un perro desprovisto de emociones— a matar.
No puede tratarse de trofeos de la vanidad; tampoco le sirven de alimento. Quizá la respuesta se halle en esos ojos abiertos: el único espejo en el que Basenji se ha mirado realmente. Pero la clave se ha desvanecido dejando sólo un molde crispado y vacío que devuelve desasosiego.
Bebo alcohol e imagino una escena de caza:
Estoy desnudo. Camino a cuatro patas entre los helechos, lleno de rasguños, las rodillas ensangrentadas. La luz de la luna, lejos de alumbrar, desorienta los caminos, abriendo trampas con sus reflejos. Veo la silueta de Basenji recortada en el acantilado. El radar de sus orejas me detecta. Sin embargo, se toma su tiempo. Avanza hacia mí con paso firme, e intento esconderme en el bosquecillo, protegerme con la oscuridad. Basenji no yerra en su rastreo; avanza sin obstáculos. Su inminente presencia me obliga a salir a la luz. Estoy cerca del acantilado. Sus ojos, cada vez más cercanos, parecen brasas encendidas. Retrocedo. Me hago daño en las rocas. Me doy cuenta de que voy dejando un reguero de sangre tras de mí. Basenji está muy cerca. Saborea el momento, la debilidad de su presa, creando a mi alrededor un cerco de poder.
Entonces intento ponerme en pie, pero no puedo. Intento levantarme como un hombre, pero no puedo.
Basenji se acerca y al otro lado está el acantilado. El perro avanza mostrando su dentadura. En sus ojos se opera la oscuridad. Deseo cerrar los míos, dejarme matar, pero no puedo.
Creo que es en ese momento cuando salto al vacío del acantilado y, finalmente, mi cabeza se rompe contra las rocas. La sangre mana a borbotones, en forma de cadena de moras; pero todavía no estoy muerto.