XIII

Me siento seguro aquí. El faro me protege de la vida y yo he anidado en él.

A veces, cuando voy a la ciudad, pienso que soy un muerto que sale del cementerio. Con mis ojos vueltos y mis andrajos, debo de asustar a la gente. Basenji, entonces, es mi perro lazarillo, y sin él no soy capaz de ver los días que pasan; es una suerte de testigo.

El faro tiene una anatomía fría y prodigiosa. Yo también puedo ser su parásito. Quizá me pegue a su piel para sentir un centro de gravedad, para ver por sus ojos de luz. A cambio, yo alimento sus baterías, reparo averías, repongo las gigantescas bombillas ennegrecidas por el tungsteno quemado, cuido de la célula fotoeléctrica... de su ojo de cíclope.

¿Por qué, entonces, este regalo mutuo que nos hacemos, esta muda necesidad recíproca, se vuelve contra nosotros? ¿Por qué el faro es también un infierno? ¿Por qué Basenji es también mi perro cancerbero?

¡Ladra, Basenji! A veces siento el impulso de ponerme a cuatro patas y ladrar frente a él, de azuzar esa indolencia. Ladrar y ladrar. ¡Ladra, Basenji!

Pero el perro ni siquiera sabe lo que es eso. Basenji no tiene nada que decir o, al menos, no tiene nada que decir por ahora.

También, a veces, siento el deseo de arrancar al faro su ojo de silicio y verlo desangrarse en su propia luz. Así, quizá, sabría cuánto lo necesito.

He recordado, de repente, el cartel anunciador del carnaval; el reclamo de máscaras y serpentinas, pegado hasta la saciedad en todas las paredes de la ciudad.

¿Y si me asomara a esa ventana? ¿Cuánto tiempo podría resistir lejos del faro? ¿Hablaría con alguien?

El faro está encendido. Todo está en orden.