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A las diez escuché el ruido metálico de la moto del cartero, que subía la cuesta: más intenso, más débil, más intenso, según doblaba las curvas.

La verja estaba candada. Desde el otro lado, el cartero buscaba a Basenji con ojos aprensivos, sin decidirse a saltar. Se atrevió a llamar. Yo me escondí un instante tras la cortina. No tenía el menor deseo de encontrarse conmigo y, con el rostro satisfecho de un «yo he cumplido», dejó la carta, sobre la que había tamborileado impacientemente los dedos, debajo de una piedra.

Volví a escuchar el ruido del motor rebobinando la cuesta y salí al jardín casi inmediatamente.

El sobre era de color azul y de formato apaisado. En el remite: Dr. Tassili-n-Ajjer.

Me puse muy nervioso. Sin embargo, entré en casa con mucha lentitud, seguido por Basenji; abrí la puerta de la cocina y dejé el sobre encima de la mesa de madera. Abrí entonces la nevera.

Había algunas piezas de fruta y de verdura echadas a perder, apretadas entre sí y enlazadas por puentes de moho: las pompas fúnebres de la podredumbre. Ignoré el líquido empalagoso que encharcaba la bandeja de cristal y el goteo, en forma de estalactitas de almíbar, que aún se desprendía de la rejilla metálica, y cogí tres huevos.

Mientras los freía en la sartén, el hambre me pegaba en el estómago, y recordé que el día anterior no había comido nada.

El gesto de abrir la nevera, asomarme a su interior y volverla a cerrar, sin extraer ningún alimento de ella, es un acto que repito varias veces a lo largo del día: un reflejo mecánico, sólo fundamentado en la costumbre.

Comí con avidez y encendí un cigarrillo. La carta estaba escrita en francés.

El Cairo, 5 de febrero

Querido amigo:

Ayer recibí una carta del doctor Prieto, en la que me informa de que no acude usted a su consulta desde hace más de seis meses. También Mlle. Blanchard me telefoneó, preocupada por su estado.

Amigo mío, sé que usted cree que nuestro interés por su caso es estrictamente médico y que le utilizamos como a un conejo de laboratorio. Los médicos no somos seres puros, exentos de enfermedades, y nuestra enfermedad más común, es cierto, es la amoralidad para con el paciente.

Recuerdo una grata conversación con usted, en la que me convirtió en representante de todos mis colegas (quizá, como única cabeza visible) y me amonestó con sabiduría. He dicho «grata» y lo mantengo.

No niego que su caso plantea aspectos novedosos y de gran interés para nuestra especialidad (tampoco yo me libro de ese placer egoísta de observarle); pero créame cuando le digo que profeso por usted un sincero afecto y que, ante todo, deseo ayudarle.

El doctor Prieto piensa que yo podría alentarle a acudir a su consulta. Le ruego que lo haga, por su bien.

Tiene usted mi teléfono y mi dirección. Sabe que puede contar conmigo en cualquier momento. Por favor, hágame saber de usted.

Su amigo,

Dejé la carta abierta sobre el plato y vi cómo la grasa se abría paso por el papel. El foco de aceite iluminó las palabras «profeso», «Mlle. Blanchard» y «le ruego» de forma siniestra.