XXVII

El puerto estaba casi desierto a última hora de la tarde. La flota amarrada, mecida por un movimiento pendular, parecía hipnotizada. Sólo algunos barcos pequeños salían a la mar, en pos de una pesca de saldo, acabada la temporada oficial.

Dos mujeres remendaban unas redes, y desde el interior de un tinglado abierto llegaba el tono inconfundible de un locutor de radio, de un oficiante de la voz.

A pesar de que en absoluto sonreían, no podían dejar de mostrar unas dentaduras arracimadas, más incisivas incluso que las de algunos depredadores. No cabía duda de que se trataba de dos hermanas. Debían de ser descomunalmente altas; las dos ostentaban sendas jorobas sobre sus espaldas, como triunfos de la deformidad; sus miembros parecían rematados por muñones, que sin embargo movían con cierta destreza. Creo que estos ejemplares de origen incierto ya no se muestran en las ferias, zarandeados por cadenas, ni son objeto de exorcismos, pero siguen ahí, apartados de todos.

De nuevo recordé mi ejercicio continuado de hostilidad hacia la naturaleza, un ejercicio absolutamente alejado del sentimiento de piedad. En el fondo, agradecía la existencia de estos experimentos fracasados, que no hacían sino corroborar lo que ya sabía, y hacer más fácil la observación del estigma.

Cerca de las mujeres, un marinero viejo descargaba cajas de madera con un variado muestrario de criaturas del mar: peces planos, peces cilíndricos, moluscos viscosos... Nuevamente, el asco.

Las arcadas me produjeron dolorosos zarpazos en el estómago vacío. Apoyé la frente en el motor de la barca y me quedé mirando el costillar del cetáceo que las cuadernas grasientas formaban a mis pies. Cerré los ojos. Aun entonces, mi cabeza continuó poblándose de animales leprosos, de animales disecados, de animales intoxicados..., de sarna animal.

Abrí los ojos. Las mujeres habían desaparecido. A pesar del precario equilibrio de mi estómago, encendí un cigarrillo. Contuve las náuseas y volví a tragar humo, en un pulso trascendental con mi cuerpo. Conseguí consumirlo íntegramente, y sólo tiré la colilla al agua cuando ya me quemaba los dedos. A medio metro flotaba una gaviota muerta, hinchada como un balón de gas pesado. El cuello parecía atravesado perpendicularmente por una estaca. Sin embargo, no había rastro de orificio de entrada o de salida. ¡Pero era rígido! No podía ser un pez.

Empecé a sudar y a sentir frío. Recordé la voz del sueño: «El que va a morir se atraganta con un grano de sal».

¿Qué hacía sentado en aquella barca? ¿Qué nuevo jeroglífico era aquél? ¿A qué había ido al puerto?

Intenté poner el motor en marcha. No tenía fuerza en el brazo. El fósil empezaba a tomar posesión de mí. Miré hacia la bocana del puerto: parecía una frontera insalvable. Las luces de babor y estribor brillaban intermitentemente sobre sus templetes rayados. Comprendí que debía regresar al faro con urgencia.