XIV
Hacía mucho tiempo que no entraba en un bar. En realidad, no sabía si me estaba sometiendo a una prueba, me infligía una penitencia o actuaba empujado por la necesidad.
El local era vulgar; algo que nunca decepciona en la noche. Las consabidas luces apagadas, enfrentadas a paredes y columnas que nada sostienen. En la barra se acodaban parejas, tríos y dobles parejas, uniformados con cazadoras de cuero e idénticos cortes de pelo. Quizá eran miembros de un mismo club.
Había algunas mesas dispersas en la penumbra, y muchos vasos, vasos por todas partes, brillantes como cuentas de collar. La música sonaba a través de dos enormes altavoces negros y acentuaba aún más la penumbra.
No podía quejarme. Todo favorecía mi condición de muerto. Me dirigí a una mesa vacía en un rincón y me senté a esperar. Al apoyar la espalda contra la pared, sentí el tacto de un papel. Me di la vuelta y vi, una vez más, el cartel anunciador de las fiestas de carnaval (supe que aún lo vería más veces). Las 12 p.m., el nombre del local, música en vivo.
Eran las doce menos cuarto. Un cuarto de hora de calma todavía para pensar qué hacer. Entonces vi las guirnaldas de papel. Me levanté, y estaba a punto de marcharme cuando la puerta se abrió y distinguí a la mujer rubia de la consulta, que entraba escoltada por dos hombres. Desvié el impulso de mis piernas y me dirigí a la barra.
Tenía que beber algo. Iban a dar las doce y estaba lejos de mi farmacia.
—Un whisky, por favor.
El camarero empezó a enumerar nombres de marcas, mientras limpiaba mi parcela de barra y los cercos de los vasos permanecían intactos.
—Da igual.
Sabía que, bebiera lo que bebiera, mi organismo, acostumbrado a su etiqueta negra, lo rechazaría.
La mujer rubia estaba sentada ahora en la mesa que yo había dejado libre, y sus acompañantes avanzaban hacia allí con tres vasos brillantes en las manos. Ella había encendido un cigarrillo y se había quitado la misma gabardina que le había visto en la consulta. Llevaba un vestido negro de punto y cruzaba las piernas como entonces. Apenas hablaba: bebía, fumaba y parecía distraída, también como entonces. Ellos charlaban con animación y se distinguían del resto de la gente.
Poco después, se abrió la puerta de nuevo e hizo su aparición un trío aún más distinguido. Tres hombres negros, vestidos de negro, con maletines y fundas de instrumentos de color negro.
Del grupo de las cazadoras salió algún silbido y un sordo aplauso. Los músicos depositaron sus instrumentos en la tarima y se acercaron a la barra. El camarero llenó tres vasos con la misma botella con la que había llenado el mío, y me sentí identificado con ellos.
¡Qué dientes tan blancos mostraban al sonreír! Parecían tallados en luz. Recordé la dentadura de mis láminas de anatomía y me pareció que pertenecía a una especie inferior. También el blanco de sus ojos era espectacular. Sus movimientos, insignificantes, trascendían.
No me quedaba más remedio que mirarles. Probablemente hablaban inglés, pero eran africanos. Africanos, sí, como Basenji. Pensé: todo lo que quiero está en África.
La bebida me estaba haciendo daño, pero me sentía extrañamente bien. Las guirnaldas, las cazadoras y los carteles de carnaval dejaron de incomodarme.
Volví a fijarme en la mujer rubia. Decididamente, era elegante. De pronto, consultó su reloj y sacó un frasco del bolso, del cual extrajo una pastilla. La empujó por la garganta con un sorbo de su vaso brillante y se puso a observar a los músicos y su negro equipaje.
¿Qué pastilla sería aquélla? Recordé que la había conocido en la consulta del doctor Prieto, por tanto habría acudido allí aquejada de alguna dolencia. ¿Cuál sería? Seguí observándola, preguntándome dónde residiría su mal. ¿Tendría insomnio? ¿Le temblaría la mano?
Yo la veía cada vez más perfecta, como si estuviera siendo esculpida por una mano invisible delante de mis ojos, y pensé que nada podía pasarle. Exhalaba el humo, bebía.
Los músicos empezaron a templar sus instrumentos, a reconocerse en ellos. Un saxo, un piano y un contrabajo. Se miraban, sonreían, parecían hermanos. De pronto, uno de ellos se adelantó hasta el borde de la tarima y levantó el saxo, concentrando toda la atención en un sonido albar que decía: ¡despertad!
Inmediatamente, me sentí hechizado.
La génesis. La música se hacía y se deshacía; se trenzaba y se destrenzaba, abría los ojos y los cerraba. La tarima era una isla africana. La mujer rubia estaba cerca de mí. ¿Por qué aquello tenía que acabarse?
Me sentí herido, como un niño. Pedí otro vaso de lo mismo, aplaudiendo hacia dentro y esperando que aquella felicidad se reanudara pronto.
Pero entonces la mujer rubia se levantó de la mesa, besó a sus acompañantes y, tocándose la frente, como si palpara fiebre, se dirigió hacia la puerta.
No podía dejarme así, no podía romper mi felicidad de aquella forma. Tenía que impedírselo. Avancé hacia la puerta y, en ese cruce de caminos —la puerta abierta, alguien entraba, ella salía y yo tras ella—, se volvió y dijo: «Au revoir».
Me quedé clavado en el sitio. Au revoir. Unos instantes después, como si despertara de un sueño, salí tras ella. No había nadie en la calle. Me sentí mareado. Tuve que apoyarme en la pared: un nuevo cartel de carnaval. Cogí una esquina y empecé a arrancarlo muy despacio, ensimismado. Au revoir.
Entré de nuevo en el bar. No debía haberlo hecho. Ya nada era igual, aunque la música...
Cuando la música cesó, por segunda vez, me dirigí a la isla de la tarima y comencé a interrogar a los músicos sobre África. No entendían nada de lo que les decía. Yo no entendía su lengua... ¡Habladme de África!
El camarero me sugirió que volviera a casa, y yo nunca discuto. Al salir del local, sentí de nuevo el escozor de los ojos; quizá, un deseo reprimido de llorar.