Muchas veces he tenido la secreta sensación de que el faro era un ser vivo, un animal inmovilizado por un hechizo. Subía las escaleras de la torre y me parecía hacerlo por el interior de un tronco erguido. Cada peldaño correspondía a una vértebra.
De ahí quizá la aprensión, el temor a estar usurpando un espacio que no me pertenecía. Otras veces, la torre se convertía en un templo consagrado a una religión extraña, en el que la materia a la que se rendía culto era la luz. Cuando me acercaba a la óptica, el gran ojo del faro, pensaba que el animal, ofendido por mi presencia, podría castigarme con la ceguera. También, al desconocer el ritual de la luz del templo y equivocar el paso, la escalera de caracol, provista de un invisible mecanismo de defensa, podría abrirse bajo mis pies, dejándome caer en un pozo.
Pero, incluso cuando mi mente estaba tranquila y ninguno de estos avatares tomaba posesión del edificio, tampoco entonces subía la escalera de la linterna en paz, y la respiración siempre ha ido en mi contra, peldaño a peldaño; no por el esfuerzo físico, sino por el desasosiego; cada peldaño, una moneda de inquietud en el pecho: el precio a pagar por un sentimiento de extranjería que nunca me ha abandonado.
Sin embargo, hoy que asciendo la escalera por última vez, lo hago, si no en paz, sí con la certidumbre de que el faro sabe que es nuestra última noche, percibiendo solemnidad y respeto en su forma de no oponer resistencia, una suerte de reconocimiento ante la despedida, de reparación.
Y si el gran ojo de cristal tallado fue siempre la meta única de la subida a la torre, hoy asciendo también por la espiral de un oído, o mejor, avanzo oído adentro, como hacia el centro de una caracola, y los peldaños de piedra arenisca se transforman en celdillas de nácar de un nautilo, o en las teclas de marfil de un instrumento musical en construcción.
Creo que estoy hablando al oído y a la memoria del faro.
Antes de llegar al arranque de la escalera, he estado deambulando por todas las habitaciones de la casa, iluminada esta noche de forma intermitente y violenta, como a golpes de guadaña. Creo que el ojo de la torre ha invertido el foco de su mirada, que los haces han comenzado a barrer su espacio interior, y con él los veinte años de vibrante inmovilidad vividos en el faro.
El camión de la mudanza llegará mañana, y todo lo que una vez ocupó un lugar en una estantería o en un armario descansa ahora en el interior de una caja. Las cajas y sus sombras están por todas partes. Parecen bultos impersonales, y sin embargo, al pasar a su lado, siento una llamada: como si todas ellas contuvieran relojes y oyera el tictac de un tiempo diferente, periodos enteros de tiempo vivido bajo la advocación de la luz y ahora encapsulados.
Tengo la fantasía de que algunos objetos deberían salir de aquí en camilla y reposar quizá bajo una tienda, en una suerte de hospital de campaña, antes de volver a ser objetos en otro lugar. Sobre todo, los libros. Sobre todo, algunos libros. Si no se curan antes, quizá se desintegren al contacto con el aire nuevo, como reliquias que hubieran estado enterradas durante siglos bajo un túmulo.
No necesito mirar atrás para saber que los recuerdos de la vida en el faro no se encuentran en las habitaciones, sino fuera de ellas, a lo sumo en los alféizares de las ventanas desde donde se contempla un mar siempre cambiante, y un horizonte que, lejos de ser una línea continua, se comporta como un volcán en permanente erupción de emociones; la memoria no está cifrada en las marcas o en las cicatrices abiertas en la pintura de las paredes, y forma parte del trabajo riguroso y constante que cada noche ejercen los haces sobre los troncos de los tilos del jardín. ¿Serían capaces estas cuchillas de luz de talarlos un día?
Los recuerdos no se encuentran en el interior de una parcela de espacio que no posee ninguno de los atributos de una casa verdadera. La falsa casa del faro se reduce a un recinto imantado a una escalera. Igual que un cepo no es un dormitorio, igual que un telescopio no es una almohada. La casa del faro no puede ser nunca una casa, igual que una garita de centinela no lo es. ¿Puede una alucinación ser legada o heredarse? No, los hijos del faro han nacido a los pies de una torre y lo saben bien cuando, desde lejos, reconocen la luz que se enciende en un punto de la costa y se sienten señalados con el dedo.
El verdadero recuerdo se encuentra adherido a los ojos que, multiplicados por las lentes de unos prismáticos, buscan en la superficie del mar una señal que dará sentido al día. Esté donde esté, la descendencia del faro, marcada por la luz, no puede olvidar. El estigma crece con el tiempo: lo he reconocido en estaciones de tren y en aeropuertos, en la frente de un tránsfuga que mostraba en la frontera un pasaporte falsificado. También yo sé lo que es sentir el dedo acusador, y me he identificado con el sacerdote o la sacerdotisa del templo que pagaría con su vida la conservación del fuego.
En realidad no somos tan distintos. ¿Recuerdas la secuencia? ¿La historia de la luz del faro?
Primero fue el fuego de leña, que se acarreaba al punto más alto de la torre, las hogueras a cielo abierto; luego se prendieron hogueras de carbón, que algunos navegantes confundían con la luz de una estrella. También, bajo la recién nacida cúpula de la linterna, ardieron una mecha de algodón empapada en aceite y un hachón embadurnado de brea. Los barcos se guiaron por la luz de las velas, de las lámparas de petróleo y de gas que precedieron el alumbramiento del ojo eléctrico. El faro se derrumbó y volvió a levantarse, más alto, más firme, más distante también. Sin embargo, incluso ahora, sabiendo que tras las lentes talladas brilla una bombilla de incandescencia, crees ver el fuego original, o sientes su antigua presencia, cuando, desde la distancia, la linterna del faro parece tantas veces el sagrario de una iglesia.
Que no se apague la luz, ésa es la servidumbre vital del guardián de la torre; no puedes dejar que la luz se apague, igual que no puedes dejar de beber o de dormir.
Acababa de oscurecer cuando empezaron a llegar, como el oleaje a la playa, las voces encadenadas de todos los habitantes del faro; un viaje inverso en el tiempo: primero, voces recientes, tan nítidas que podrían ser de ayer; mi propia voz que anunciaba a alguien la próxima mudanza; luego, más oscuras y fragmentadas, fueron haciendo su aparición voces antiguas; unas tras otras, hasta la primera, el eslabón inaugural de la cadena, una voz equivalente al primer crujido que emite un entablado de madera verde al secarse. Su mensaje fue claro: igual que tú, sólo fuimos huéspedes.
—Madre, ¡no me dejes! —gritaba entre sollozos la voz del farero.
¿Llamaba a la madre que, según me contaron, tras una larga agonía murió en lo que hoy es el cuarto de las baterías, o llamaba madre a la luz del faro? Después se escuchó un disparo.
Otro farero hablaba de redes y anzuelos.
Luego, llegó una frase de esperanza pronunciada al auricular de un teléfono.
Como si, en un acto de prestidigitación, acabara de retirarse una funda del tiempo, escuché risas.
Las risas se ahogaron a golpe de martillo en el pequeño yunque del taller.
Ahora era la voz de un locutor de radio la que informaba sobre el avance de unas tropas, y la resistencia de una ciudad.
El faro permanecía impasible ante la amenaza, completamente al margen del conflicto, como si no hubiera sido construido por manos humanas y sirviera a una causa alejada de la temporalidad.
—Alguien ha forzado la puerta del almacén, y ha desaparecido el mercurio.
Veía ante mí el vaso de mercurio sobre el que gira la óptica del faro como un grial que guardase el inconsciente del animal que a veces creo sentir en él, un vaso que le sirve de almacén de sueños.
—En la noche del miércoles las olas alcanzaban los ocho metros. Mientras reforzábamos el amarre de un bote, vimos un pequeño barco de pesca que el temporal arrastraba hacia la escollera. Bajamos a toda prisa, y conseguimos lanzar un cabo. Sólo pudimos salvar a uno de los tripulantes; los demás parecían títeres que el mar golpeaba contra las rocas.
Poco después del amanecer, presentí una llegada. Mucho antes de que hiciese su aparición, yo ya sabía que estaba en camino, que avanzaba lentamente hacia el faro, como un buque fantasma o un cetáceo de gran envergadura.
Limpié los prismáticos y me senté a esperar. La niebla hizo su aparición por el oeste.
Llegó el sonido emboscado de la sirena del faro, que poco después pareció extinguirse en la misma niebla.
Así pues, no me había engañado: el gran mamífero había subido a la superficie para respirar y, a cambio de oxígeno, exhalaba esa densa cortina de átomos blanquecinos en la que se pierden los barcos... Les dijo: éste no es vuestro reino.
Comenzó entonces una escena de caza diferente: la persecución del animal de la niebla... Se escuchó el cuerno que en otros tiempos orientaba a los barcos, convertidos de pronto en lebreles. A la hendidura abierta por el sonido ancestral siguió una estela de silencio. Navegar en la niebla era contener la respiración. Hasta que, de esa misma cortina de átomos blanquecinos, surgió poco después, aunque hubiera recorrido un arco de más de cien años, el sonido de una campana. La boca de bronce que también antaño alertaba de un peligroso arrecife borrado por la niebla. ¿Cómo no confundir el faro con una iglesia?
Las voces se adelgazaban y llegaban cada vez más remotas. Ahora dos niñas jugaban a la entrada del cuarto de máquinas, susurraban secretos a sus muñecas y las muñecas respondían con silencio. El silencio se llenó con los ladridos de un perro, y, poco después, los ladridos fueron engullidos por el sonido de una nueva tormenta.
Miré hacia el lucernario que corona la caja de escalera, ¿cuántas veces había contemplado un temporal a través de estos cristales? Siempre me ha parecido que el lucernario es una pantalla de rayos X, y que los relámpagos que tantas veces se proyectan en ella son las radiografías de la tormenta. Ahora, gracias a esa conquista de la memoria, puedo diagnosticar la enfermedad del cielo y predecir su fin.
Las primeras gotas de la tormenta transforman esta pantalla en un instrumento musical, aunque, muy pronto, las notas comienzan a resultar indistinguibles unas de otras, y el cero absoluto del agua desbarata cualquier idea de espacio sonoro.
El tiempo pasaba muy deprisa por las habitaciones desnudas, que recorría describiendo una ronda de la memoria, y las páginas arrancadas a los calendarios se reconstruían ante mí a gran velocidad, hasta que me encontré con el recuerdo nítido del primer día: el de la llegada al faro.
Entonces estaba amaneciendo y los haces de la torre mantenían todavía un pulso desigual con la luz vestibular casi blanca. La historia del faro es también la de esos duelos siempre desequilibrados entre niños y gigantes de luz y oscuridad; también, la de los paréntesis temporales en los que unos y otros se miran un instante a los ojos y desaparecen.
El día de la llegada, la casa vacía estaba todavía tan saturada por los olores de la última familia que la había habitado que su presencia resultaba abrumadora, y casi podías golpearte con sus miembros por los pasillos. Unos parecían darte la mano; otros, echar a correr.
Igual que hoy, las cajas estaban desperdigadas por toda la casa. Las suyas habían salido poco antes, como féretros; las nuestras, ¿qué contenían entonces? ¿Eran las mismas? ¿No se encontraba ya en una de ellas, en forma de semilla, el manuscrito de «Basenji»? ¿No era esa caja sin abrir igual a la célula que guarda en su interior toda la información que terminará convirtiéndola en un ojo? ¿Y no ha sido ya abierta en algún lugar la caja cerrada de hoy?
El misterio entonces parecía encontrarse por delante. Extraño que ese misterio estuviera hecho de luz, y de esa eterna rivalidad entre el día y la noche.
Del mismo modo vertiginoso, del primer día regresé al último: a este largo, larguísimo día de hoy. El lucernario estaba ahora apagado. La caja en la que había guardado las fotografías y las cartas estaba sellada. Todo lo que alguna vez había sido expuesto a la luz ahora dormía.
Querida V.:
Agradecí mucho tu carta y tu relato de la visita al faro. Sin embargo, siento que describes el interior de una biblioteca cuyos libros nunca he leído. Tal vez los libros estén escritos en una lengua desconocida, o tan remota que he perdido las claves de cualquier posible traducción. Cuanto más luminosas y precisas son tus palabras, más oscuras me resultan. Yo recibo tu descripción del faro como la de su negativo. Quizá en mí se esté operando el jeroglífico de la luz; quiero decir que quizá yo misma me haya convertido en el receptáculo en el que la luz se hace reversible.
Las cartas viajan en el tiempo en varias direcciones, algunas vienen del futuro y anticipan mi amnesia o mi decepción. No han sido escritas todavía pero están ya guardadas en cajas, en sobres azules con sellos extranjeros.
Querida M.:
He pasado varios días recorriendo a pie la costa de N. Pasé por I. y decidí buscar el faro en el que viviste tantos años. La casa está deshabitada y encontré la verja de la entrada candada. Salté el murete de piedra y estuve deambulando por el antiguo jardín. Las zarzas y los helechos se han apoderado de todo. El anemómetro se ha convertido en una veleta maniatada; el pluviómetro, en una lata oxidada; de la caseta del perro sólo queda su inquietante carcasa.
Cuando me iba a marchar, llegó un coche del que descendieron dos personas. Me dijeron que eran los encargados del mantenimiento del faro desde hace años. A pesar de su aparente desapego, cuando les conté el motivo de mi visita me invitaron a entrar...
De la misma manera en que algunas cartas no han sido escritas todavía, ciertas fotografías no han sido aún tomadas, y otras me fueron enviadas, por manos anónimas, muchos años antes de mi llegada al faro. Son tan antiguas que las imágenes parecen haber sido pintadas con acuarela sobre el papel fotográfico.
Una de esas fotografías del faro de I. no guarda ningún parecido con el faro de I. Absolutamente ninguno. La impresión en color sepia, casi cuarteada por el tiempo, como si hubiera estado expuesta al sol durante años, lo convierte en una cámara de secado, cuando el faro es una esponja eternamente mojada y la humedad que rezuman sus paredes se abre camino hacia los huesos con la lentitud y la constancia de los caracoles...
Querida V.:
Casi un año ya viviendo en esta casa y todavía me pregunto dónde ha quedado el mar. Si existe todavía o existió alguna vez. Me refiero a ese mar tiránico en el que terminaban ahogándose, una a una, todas las miradas, y en el cual cada ola era una embarcación.
Frente a la nueva casa se levanta una montaña. Debo decirte enseguida que no percibo esta mole gigantesca como pared ni como freno, sino como un enigma.
Si antes, cuando vivía en el faro, el cielo era más grande que el mar, ahora creo que la montaña es más grande que el cielo. Para explicarme esta sensación, he llegado a la conclusión de que la montaña es más grande por lo que esconde: infinidad de galerías interiores que conforman un laberinto.
Vivo ahora dedicada en gran medida a esa labor de concentrada minería, atraída fatalmente por lo que no veo; esa enorme colección de tesoros ocultos que imagino. Siento que tengo una misión: la de comprender el vínculo que existe entre el mar invisible y la omnipresente montaña.
En los días claros, desde lo alto de la montaña se ve el mar y si tendiera los brazos casi podría mojarme en él las manos. Desde allí, muchas veces recuerdo al maestro de la tinta: La montaña es el mar y el mar es la montaña...
Sin embargo, tengo la intuición de que la unión entre la montaña y el mar se lleva a cabo a un nivel más profundo. Hablo en un plano puramente físico: si ausculto la montaña con el poder de la imaginación, siento cómo un lago preside la cueva que se encuentra en el centro del laberinto, y cómo este lago está unido al mar por un río subterráneo. Cuando estoy a punto de bucear en él... me despierto.
Esta carta todavía no escrita me hace recordar algunos de los sueños del faro. Sobre todo aquel en el que una multitud de olas gigantescas y amenazantes avanzaban hacia la playa, como un regimiento de ballenas que ocupara toda la masa de agua que abarcaba la vista, y cuando llegaban a la orilla se solidificaban, formando una cordillera de montañas.
Continúo la ronda y miro entre las cajas, preguntándome en cuál de ellas estará aquel libro que ahora parece un oráculo. Lo encuentro de pronto en mis manos, como si alguien lo hubiera puesto ahí.
La señora Ramsay contempla desde el jardín la luz del faro lejano. La secuencia es de dos más uno: dos destellos cortos y uno largo. Ella se identifica con el tercero. El tercer haz, lento y uniforme, es el suyo.
La luz del faro y ella se miran como si de pronto conformaran una unidad.
Enseguida, el niño volverá a preguntar, ¿iremos mañana al faro? Y ella tendrá que responder que no, que no irán, que el padre así lo ha decidido. La señora Ramsay piensa que su hijo recordará esa decepción toda la vida.
De la misma forma como hoy yo pienso que, a partir de ahora, ir al faro será una excursión siempre pospuesta, que yo misma obstaculizaré con cualquier pretexto.
Ahora estoy dentro del faro y en el futuro veré el faro a distancia, como la señora Ramsay; mi mirada irá hacia el ojo de la luz y me reconoceré inmediatamente después del tercer parpadeo, con la llegada del haz largo; porque he acompasado mi corazón al ritmo del faro, y mi pulso coincide exactamente con el pulso de esta luz.
Como la señora Ramsay vaticinó, su hijo James nunca olvidó aquella decepción. Cuando, muchos años más tarde, muerta su madre, éste se dirige con su padre hacia la isla del faro a bordo de un velero, y ve por primera vez de cerca el edificio, le cuesta conciliar la imagen acariciada durante años y almacenada en su memoria —la de una torre de plata envuelta en niebla, provista de un ojo amarillo— con esa torre listada de blanco y negro, junto a la cual ve incluso ropa tendida.
Dentro de un año, cuando me encuentre en alta mar, frente a este exacto fragmento de costa, ¿me reconocerá la luz del faro? ¿O tal vez podría matarme? Quizá sea aún menos fantástica la idea de que podría perder mi capacidad de ver la luz; de que podría estar frente a ella y, sin embargo, no verla.
¿Recuerdas la leyenda que hablaba de aquel descendiente de Lir, el dios del mar, que habitaba en una isla secreta y encendía hogueras sobre las rocas para orientar a los barcos? Pero sólo un rey o una persona de corazón puro podía verlas.
Querida V.:
Tu condición de muerta me permite escribirte con una libertad desconocida entre los vivos, la libertad absoluta de los que no se mueven, de los que han regresado al estado mineral. Mimetizada con esta torre, las palabras se deshacen en la niebla de tu inexistencia y siento que puedo comunicarte cualquier cosa, pedirte también cualquier cosa.
Sé que el hechizo, como el producido por una botella de alcohol, no durará mucho tiempo y debo darme prisa en escribir.
Creo que sólo tú puedes entender esta obsesión: ver, sentir cómo era este lugar antes de que fuera colocado el primer bloque de piedra de la torre; que sólo tú puedes señalar el punto en el que el zahorí de la luz decidió comenzar a cavar hacia arriba, abriendo un agujero en la noche.
Tú que puedes leer en todos los libros, que los contienes ya a todos.
Una noche que condense más de siete mil noches pasadas en el faro, bajo la protección de la luz, quizá formando parte de ella en un sueño.
En realidad, lo que invoco es una noche capaz de condensar todas las noches en las que, no este faro, sino un faro que representa a todos los faros, el Faro de los faros, ha estado encendido.
Esa noche me devuelve a los caballos cargados de leña que subían con paso difícil por las rampas de la Torre de Hércules, incluso el sonido de los cascos contra la piedra. Me devuelve a la descripción de Ibn al-Sayj del Faro de Alejandría, y veo los bloques de piedra kaddan, sellados con plomo fundido, que en la distancia recordaban el mármol blanco; las bóvedas de vidrio, soportadas por una estructura de cobre en forma de cangrejo que le servían de cimiento. Y repaso sus fantásticas proporciones, consignadas con una tabla de medir ya perdida: el grano de cebada; el dedo que mide seis granos; el palmo que mide doce dedos; el codo que mide dos palmos; el paso que medía dos codos; la braza que medía cuatro codos; la milla que medía mil pasos...
E incluso si ese faro ya no existe, también esta noche está encendido, y su luz es la misma que me espera al final de la escalera.
Esta noche, todos los faros encendidos son el faro del fin del mundo. En el lugar donde los haces se interrumpen y son devorados por la oscuridad, allí está el fin del mundo...
A medianoche Basenji hace su aparición por el pasillo. La puerta estaba cerrada, pero eso nunca ha sido un impedimento para el perro.
El perro mudo muestra la misma determinación de hace años.
Abro el libro y leo:
Basenji es mi perro africano. Un perro desalmado, mudo como las piedras, cerrado.
Para expresarse en tiempo presente, igual que para hablar de Basenji, es preciso estar muerto. Toda precaución es poca.
No tengo miedo de Basenji, llevaba todo el día esperándolo. Es la descendencia directa del faro, su verdadero y único hijo, el hijo de su imaginación.
Y es el perro —el portador de mensajes entre el mundo de los vivos y el de los muertos— el que me conduce hasta el primer peldaño de la escalera de caracol.
Como hacía antaño, Basenji se sienta y se dispone a esperar.
Miro torre arriba una vez más y siento el embate de un vértigo invertido, ascendente, el tirón que procede de la luz todavía invisible.
Creo que esta noche, igual que en una mano crece un sexto dedo para señalar lo maravilloso, esta noche se ha añadido un peldaño más a la escalera del faro.
Estoy en el primer peldaño e imagino que al llegar al último me encontraré con una guillotina mortal, compuesta por tres largas cuchillas de luz.
Recuerdo un bello libro en el que un condenado a muerte sube lentamente la escalera hacia el patíbulo en el que será decapitado, y en cada peldaño se detiene para componer un poema en recuerdo de cada noche de intensa pasión que pasó en compañía de su amada.
Cada peldaño de la escalera es una estación del tiempo. ¿Tengo tiempo todavía? ¿Podría lanzar una última pregunta al faro?
Lo único que sé con certeza, mientras levanto un pie y luego otro, es que esta escalera, igual que la del patíbulo, sólo puede ser ascendida y que nunca descenderé estos peldaños.
Igual que había imaginado cómo los haces del faro terminarían por talar algún día los árboles del jardín, pienso que mi cabeza, segada por la luz, quedará separada del tronco, y rodará escaleras abajo, hasta los pies de Basenji, con todos mis recuerdos.