XXXV

Es importante consignar las medidas, porque de ellas se desprende una parte del contenido espiritual del faro. La mirada inteligente no basta; es preciso sacrificar una porción de espontaneidad y hacer uso de los aparatos de medida y de las fórmulas matemáticas que legislan el espacio.

Por ello no traiciono mi inteligencia, ni confisco mi percepción; simplemente, multiplico a mi conocimiento una constante a, una cifra-baluarte-correctora que opera como contrapeso del deseo.

Cuando mi cuaderno de tapas de hule negro contenga todas y cada una de las medidas del faro, seré más libre.

Comienzo por la planta del edificio. Hace frío y las manos tardan mucho tiempo en arrancar las hierbas que crecen entre el basamento y el empedrado que rodea el faro. Es necesario marcar, y volver a desenrollar la cinta métrica varias veces, pero el trabajo genera placer.

Mido la altura hasta la cornisa, la cornisa y el pretil de la terraza. Para ello, me sirvo de una cuerda a la que he atado una plomada. Me favorece la ausencia total de viento.

Mido los marcos de las ventanas; la puerta principal y la puerta trasera. Consigno la altura a la que se encuentran los goznes y, con el calibre, mido sus diámetros iguales. Hallo un extraordinario placer en el manejo del calibre. Me siento como un tornero que trabaja para sí mismo y repasa, por puro placer, una pieza trascendental. También por placer mido una de las teselas que recubren la fachada; cuento las hileras verticales y horizontales, y multiplico; descuento los huecos de puertas y ventanas y constato, de una forma casi visual, la superficie resultante. Podría utilizar un método quizá más certero, pero el placer de fraccionar las medidas al máximo es demasiado gratificante.

El placer termina por traducirse en un vértigo difícilmente tolerable y necesito descansar.

Me embadurno de café la lengua, la garganta y el estómago, y almaceno una pequeña reserva que iré dosificando para ayudar a mi trabajo. Siento todos mis órganos con una extraordinaria lucidez; el corazón, los pulmones, el estómago, la vejiga hinchada. Me pregunto si pueden tener edad, si el tiempo puede infiltrarse en esta estructura tan bien guardada y hacerla envejecer.

Mido la taza y calculo su capacidad. Hallo el radio de curvatura del asa. Mido la altura de la mesa. Hago una señal en la pared, por encima de mi cabeza: un metro ochenta y dos centímetros. Esta medida me desconcierta. Mido el contorno de la muñeca izquierda, ligeramente inferior al de la muñeca derecha. Pinzo con el calibre una de las venas que sobresalen en el reverso de la palma de la mano. Me pregunto hasta dónde puedo llegar con mis mediciones.

El fuego chisporrotea de pronto. Su imagen me perturba. Las llamas aparecen y desaparecen, suben y bajan, son las mismas y dejan de serlo. Me doy cuenta de que no puedo medirlo. ¿Por qué puedo medir la velocidad del viento y no puedo medir el fuego? Tiene que existir un aparato, tiene que existir.

Esto no puede hacerme renunciar a mi plan. Debo permanecer concentrado, consignar las medidas. El comportamiento de las medidas es inalterable; seis metros, por cuatro, por siete; ciento sesenta y ocho metros cúbicos de aire enrarecido. El pasillo...