XX
Una vez más, la imagen del desierto me llena la cabeza. Ininterrumpidamente, arena. Blanca, amarilla, naranja, a distintas horas del día.
Cuando es blanca, como ahora, el horizonte se tambalea envuelto en cataratas. Avanzo como un esforzado insecto por dunas infinitas, dejando tras de mí huellas anonadadas. Las dunas se encadenan sutilmente y forman una cordillera peligrosa de picos mansos sólo en apariencia.
Bebo un poco más de alcohol. Los poros de mi piel se abren, se cierran, se abren, se cierran, se erizan.
No recuerdo cuánto tiempo llevo bebiendo, pero sé que he anticipado mucho más que de costumbre esta cita por culpa del pájaro muerto. No me lo puedo quitar de encima. Su cabeza ladeada, la salpicadura de sangre. Debo de haberlo matado mientras dormía. No soy responsable de este asesinato que se repite y multiplica hasta convertirse en una matanza.
Vuelvo a ver los pechos nerviosos de V. Deseo jugar con ellos, hacerlos resbalar por mis dedos, como arena.
Me imagino arrancándole esos cucuruchos de encaje del sujetador, y veo sus pechos triunfantes, florecidos en los pezones, obsesivos, hipnóticos, dulces imanes para mis manos.
Deseo ser amamantado, crispar los labios y succionar el jugo resinoso del placer. V. me amamanta como una madre egoísta. Deja caer la cabeza hacia atrás y entreabre sus labios. Una hilera de dientes blanquísimos presiona, luego, su labio inferior. No quiere dejar escapar esas notas quejumbrosas que me deleitaría escuchar.
Mon coeur, mon enfant... ouvre bien ta petite bouche... un peu plus...
Pero, en realidad, la leche no llega nunca; me estoy deshidratando. V. juega cruelmente conmigo. Su disfraz de madre deja de engañarme; me rebelo.
Bebo más alcohol, para acrecentar esta voluntad de rebelión; sin embargo, sigo siendo un niño, un enfant qui a besoin de sa maman.
Desearía ser un hombre. Barba poblada, todo el cuerpo protegido por un vello negro y denso; alejarme de esos pechos envenenados; hacer otra cosa con esta mujer.
Bebo más alcohol, a riesgo de desdoblarme.
La arena del desierto sigue siendo blanca. Tan ciego como el sol, me dejo caer en ella. Hago una almohada con las manos y siento las quemaduras de la espalda como despiadados hormigueros. El sol no se quiere poner nunca.
Basenji, el perro africano, no teme al sol. Lo sostiene sobre su cabeza con la naturalidad de un dios. En algún lugar he visto esa imagen. Las orejas levantadas en tensión. La espiral del rabo. Otro perro. ¿Dónde?
La arena lo ocupa todo. La habitación está llena de arena; no puedo avanzar hacia el alambique; me hundo en la arena... tengo sed... me estoy deshidratando... la arena me responde. Un poco más de alcohol..., pero la arena se interpone, una duna sucede a otra. Este castigo ejemplar se parece demasiado a la muerte.