XXI
Me ha llamado mi madre por teléfono. Apenas han transcurrido unas horas y ya no puedo recordar la conversación. En realidad, debe de haber sido un monólogo, y no muy largo, porque sí recuerdo haber colgado el teléfono con la sensación de pecar.
No podía tratarse de un engaño: la que hablaba era mi madre, mi madre.
Ahora estoy fumando. El cigarrillo acapara toda mi atención. La brasa y el humo se suceden reglamentaria, lógicamente. La tos no puede ser consecuencia del humo; es consecuencia culpable de mi madre. Si mi madre no hubiera llamado por teléfono, yo no tosería con esta desesperación.
Mi madre me ha recriminado. No puedo recordar sus palabras, pero todas ellas me herían. Seguramente me conoce muy bien y sabe dónde se clavan los dardos. Debe de contar con la ventaja del conocimiento. Yo, en cambio, no sé cómo defenderme si no es con el olvido.
He sacado la foto del cajón. Su imagen se corresponde con la voz. Una mujer alta, dura como un pedazo de madera; es imposible saber por qué sonríe. El moño que le atenaza la nuca debe de tirarle de la cara. Las cejas, depiladas mentirosamente, aumentan la teatralidad de su expresión. Toda ella reniega con coraje del pasado, de cada uno de sus días. No cabe duda de que es una mujer amargada y mezquina. Lleva un elegante traje de chaqueta espigado; tiene cintura y caderas, pero no las siente. Poco más: dos pulseras de oro en la frágil muñeca; los ojos son pura ceniza.
Mi madre me ha estado recriminando con delectación; me ha rogado que hiciera cosas, si no por mí, por ella. Las he olvidado. Yo estaba ahí, pegado al teléfono, por una erupción de resina en las manos.
Las madres se han hecho para cantar canciones de cuna a sus hijos. Si cumplieran con la misión que la vida les ha encomendado, las amaríamos hasta el final, incluso después de su muerte. En los momentos difíciles, escucharíamos la melodía tranquilizadora. La frente quedaría sanada al instante; el río turbio de los pensamientos se apaciguaría y, en su lugar, aparecería un estanque: las notas caerían en él como piedrecillas amables y las ondas se multiplicarían con infinita elasticidad. La epifanía de una sonrisa humedecería nuestros labios, hasta entonces perlados de alcohol desgraciado.
Me dejo llevar por esta ilusión. Sustituyo a mi madre por una imagen anestésica de leche tibia. Quisiera ser amamantado. Los pechos de V. vienen en mi auxilio. Dulce de leche. Cantarina leche. Cuna de leche. Demasiado hermoso; mi madre no puede ser este incesto delicioso. V. deja caer la cabeza hacia atrás y entreabre los labios con placer. De nuevo, esta mujer suplanta mis aspiraciones más puras. Sustituyo a V. por mi madre. Inmediatamente, por el rictus de su boca empiezan a salir las culebras de las recriminaciones. Sustituyo a mi madre por V., que empuja la cabeza hacia atrás y entreabre los labios con placer. Sustituyo a V. por mi madre disecada. Sustituyo a mi madre por V. entre brillantes sábanas blancas. Sustituyo a V. por mi madre.
Este juego maldito comienza a irritarme. La perversión se acumula en mi cabeza, con ganas de hacer daño.
Quizá si yo fuera una mujer sabría cómo herir; tendría la erudición de la ponzoña; a estas alturas, habría incluso matado.
Basenji, créeme, no soy un cobarde.