XXXVII
Al llegar a la ciudad, no podía recordar qué había ido a hacer allí.
Aparqué el coche cerca del puerto. Desde la calleja podía ver el brazo de una grúa y una confusión de mástiles de la flota amarrada. Mi campo de visión se veía también cruzado por personajes siniestros —trajes planchados, ropa deportiva de riguroso estreno, sonrisas superpuestas—, a todas luces ajenos a la actividad del puerto. Me pregunté si sería domingo. Me iba a marchar cuando distinguí el letrero azulón del Acuario.
Encendí un cigarrillo y luego otro, con la esperanza de que aquel bullicio se aplacara y pudiera abrirme paso hasta el edificio.
La arenisca de la fachada parecía mortalmente herida por la lepra de la humedad. Como si fuera un milagro, en el interior no había nadie.
El descenso a sus profundidades se realizaba a través de unas escaleras sólo iluminadas, en los extremos de sus peldaños, por pequeños botones de luz. Se creaba así una atmósfera de concentración artificial que me llenó de desconfianza. Sin embargo, la primera visión del Acuario me inmovilizó por completo. Poco a poco, el reverbero de luz y agua de los ventanales, que mecía el suelo de piedra, me fue despertando hacia su realidad.
El lugar era opresivo. De nada servían los respiraderos que, de vez en vez, salpicaban el techo. Las peceras iguales estaban embutidas en sus paredes circulares, y constituían los únicos focos de luz de aquel sótano de sótanos.
Conmovido por el espacio, me acerqué a la primera pecera: un congrio dormitaba sobre un fondo de arena. Los utilleros de aquel teatro habían erigido a su alrededor un bellísimo escenario de rocas escarpadas, a las que incluso se adherían pequeños moluscos. Un extraordinario realismo cuya credibilidad se veía bruscamente desbaratada por la presencia de un termómetro que pendía de lo alto y de un chorro de oxígeno que removía la superficie del agua, creando un torbellino burbujeante.
Resultaba descorazonador; no obstante, avancé cuatro pasos. Esta vez, un ejército de alitanes, dividido en grupos irregulares, se movía en todas direcciones. Me di cuenta de que, en realidad, en aquella pecera no existían direcciones, porque el norte —ellos lo sabían— no podía ser aquel cristal que, invariablemente, los invitaba a retroceder.
El perlón y la corvina, la tembladera y la pintarroja. En las tarjetas de visita que los anunciaban, sus nombres estaban traducidos a varios idiomas; como si, efectivamente, aquella traducción fuera de alguna utilidad.
En las siguientes peceras volví a encontrar algunos peces repetidos. De pronto, una pecera mucho más grande.
Había dos gigantescas tortugas en el fondo. Las dos tenían los ojos abiertos; unos ojos fijos, hipnotizados hacia dentro.
Los tortugas dominaban aquel reino que, hasta entonces, yo había creído gobernado por el pulpo y sus múltiples brazos. Ante ellas se puso en marcha un mecanismo imparable de cuenta atrás. Cuando iba a sonar la alarma del cero, una tortuga comenzó a batir sus aletas. Sus aletas, en realidad, eran alas.
La tortuga remontó el vuelo majestuosamente, realizó unas indescriptibles acrobacias en aquella pecera inmunda y subió a la superficie. Su cabeza se hizo invisible bajo el chorro de la bombilla y yo creí que se había fundido con el sol. Después de aquel instante milagroso, volvió a volar y a volar, tocada por la gracia. Finalmente, se posó en el fondo de arena, junto a su compañera, y cerró los ojos.
Ya nada me retenía allí. Después de aquel espectáculo superior a la música, la visión de peces tropicales era insultante.
Aguas dulces del Yucatán: Molly velífera, Molly cola de lira. Aguas dulces de América del Sur: Pez ángel. Longitud máxima: 15 cm. Pez carnero... Yo iba sonámbulo. Avanzaba fatigosamente hacia la salida, y miraba como un autómata las peceras, en cuyo interior, ahora, el escenógrafo había colocado una flora de verdes eléctricos que parecía estar contenida en macetas.
América tropical: Boca de fuego, Severum... Recordaba haberlos visto en mis libros, pero no tenía ninguna memoria de tortugas, como si mi encuentro con ellas hubiera estado predestinado para aquel día.
Después del simulacro tropical, las peceras recobraron la sobriedad y el luto de un siglo anterior. Volví a ver un congrio, y varias cabrarrocas mimetizadas en los telones de roca de las paredes. Mi alma estaba ahora en paz. Sin embargo, me estaba reservada una visión aún más trascendente.
Cuando me dirigía hacia la salida, la media luz de una pecera hizo que me detuviera. La pecera estaba vacía. En vano busqué la presencia de algún pez mimetizado con la arena. No había peces, no había algas, pero, en el centro, sobre un fondo de arena, se levantaba una roca, alargada como un monolito. Sólo la roca y su poder.
Inmediatamente, supe por qué había ido a la ciudad. Se me reveló el contenido de la nota. Supe que aquella era la humilde maqueta de un proyecto superior que había entrado en contacto conmigo.