XXXVIII
Estaba entregado a mis estudios cuando llegaron los periodistas.
Vestían las mismas prendas acolchadas de color azul y andaban con la misma desenvoltura ignorante de la primera vez. Aunque su estatura, que entonces me pareció gigantesca, ahora me parecía insignificante. Tampoco sus voces me inspiraban temor; sólo sentía el irresistible deseo de que el tiempo transcurriera velozmente, de que su presencia no mancillara mi iglesia, de que sus intereses mezquinos no entretuvieran la integridad de mi misión.
Las frases introductorias no albergaban sorpresas. De nuevo, estaba preparado para desbaratar cualquier intento de acercamiento. Enseguida quedé prendado de su equipo fotográfico, de la variedad de objetivos y de la solidez del trípode.
Yo hablaba del mecanismo de la óptica, del ritmo de sus destellos, de la célula fotoeléctrica; mientras, ellos insistían en un interrogatorio propio de un consultorio sentimental. Me daba perfecta cuenta de que no les interesaba lo que les contaba, de que buscaban otra cosa. Sus preguntas eran cada vez más insidiosas. Me preguntaba si en la universidad se impartiría la asignatura «confección de preguntas inteligentes»; y si, para aprobar esa materia, los alumnos debían olvidar la pregunta elemental que los niños repiten insaciablemente: «¿por qué?».
También debían de haber estudiado psicología; si hubiera cedido un ápice, si hubiera dejado vagar una mirada por la ventana, estoy seguro de que me habrían interrogado sobre mis sueños.
Cuanto más dirigidos iban sus dardos, más intrincadamente técnico se volvía mi discurso. Para su desasosiego, comencé a hablar de las tarjetas monitoras y reguladoras de la velocidad.
¿Acaso conocían algunos de mis descubrimientos y querían tirarme de la lengua? Era imposible que detrás de aquellas miradas estólidas pudiera esconderse la más mínima sospecha, pero volvían una y otra vez.
Finalmente se rindieron y comenzaron a buscar los planos del faro que más favorecían su ideal de belleza. Una y otra vez, los objetivos de su cámara enfocaban perfectas tarjetas postales. Ignoraban el alma del faro, ignoraban la óptica, y ni siquiera se daban cuenta de que la única forma de fotografiar su envoltura era desde un barco oscilante, atrapado entre coordenadas siempre engañosas, mar adentro.
Mis visitantes continuaban sin preguntar «por qué»; tampoco sus cámaras se aproximaban a la pregunta.
Sin embargo, su presencia allí fue reveladora. Llené sus vacíos con mi conocimiento, sus carencias con mi aptitud.
Cuando se marcharon, recordé que tenía bastante dinero en el cajón del despacho. Lo conté. Había una cantidad más que suficiente para mis compras.
No sé por qué había olvidado mi necesidad de un microscopio. Ahora añadiría a este aparato un equipo fotográfico. ¡Con qué alegría vislumbraba las horas de trabajo que estaban por llegar! Me sentí exultante. Metí los billetes en la guantera del coche y me fui a la ciudad.
Los comercios estaban cerrados. Entré en un bar, me senté frente a un reloj de pared y consumí café tras café —observado por un camarero semiconsciente—, siguiendo el ritmo de las manecillas, hasta que éstas marcaron la hora convenida.
Acababan de levantar la persiana metálica de la puerta, y la puerta estaba vacía. Con voz temblorosa, empecé a enumerar la lista de mis necesidades a una dependienta de rasgos orientales. Pronto me embargó el sentimiento de infinita culpabilidad que me asalta en la farmacia cuando pido somníferos.
Igual que todos los demás, la dependienta desconfiaba. Saqué los billetes del bolsillo del abrigo como si buscara algo; después, los volví a guardar y le pregunté si tenía fuego. Me ofreció su mechero y, muy nerviosa, empezó a sacar cajas, folletos, objetivos, líquido revelador...
La precisión de mis preguntas le incomodaba. Entró en la trastienda y, poco después, salió «el encargado». Éste sí sabía; además, me hacía sugerencias; me hablaba de tiempos de exposición, de filtros. Cuando le pedí el microscopio, también él pareció incomodarse. Para hablarme de sus excelencias, sacó el manual del aparato y empezó a recitarlo en tono coloquial, como si toda aquella información estuviera almacenada en su cerebro.
Al salir de la tienda me temblaban las piernas. Sentí una necesidad tan imperiosa de volver al faro que las calles de la ciudad parecían cambiar caprichosamente de orientación, formar un dédalo del que me era imposible salir. Hasta que distinguí la línea del mar.