III

Poco después del amanecer, presentí una llegada. Mucho antes de que hiciese su aparición, yo ya sabía que estaba en camino, que avanzaba lentamente hacia el faro, como un buque fantasma o un cetáceo de gran envergadura.

Limpié los prismáticos y me senté a esperar. La niebla hizo su aparición por el oeste.

Así pues, no me había engañado: el gran mamífero había subido a la superficie para respirar y, a cambio de oxígeno, exhalaba esa densa cortina de átomos blanquecinos en la que se pierden los barcos. Ningún arpón acertaría a clavarse en su piel. Como un calamar que empujase su estela de tinta hacia delante, el cetáceo blanco cegó a los intrusos pescadores; les dijo: éste no es vuestro reino.

Cumpliendo mi obligación, puse en marcha la sirena. Un morse profundo, de búho mayestático, comenzó a surgir por la bocina, instalada en el saliente de la terraza. Igual que los intermitentes haces de luz del faro hacen que la oscuridad sea más negra, la sirena multiplica el silencio cada vez que su ensordecedora letanía se apaga. El oído soporta el sonido trepanador y se acostumbra a sufrir; deja que ese ritmo se hermane con los latidos del corazón y ensordece lentamente.

Basenji irradiaba inteligencia. Sentado en la terraza, no muy lejos de la sirena, sus orejas erguidas no denotaban dolor ni crispación alguna; aceptaba el sonido, igual que la niebla, sin protesta, haciendo frente a la realidad. Hace calor: pues bien, hace calor; llueve: pues bien, llueve; hace frío: pues bien, hace frío. Tampoco yo me rebelo contra la sirena, contra la niebla; no me escondo, y sin embargo es difícil tolerar tanta ceguera.

La niebla se parece a mi enfermedad, parece haberse introducido en mi cabeza y logrado ocultar todos sus archivos. No puedo acceder a la información de mi sistema central. Mi cabeza es un incensario; en la bóveda de mi cerebro retumba la sirena, muge como una vaca atroz. Mi cabeza, devastada por la niebla, es más pobre que la cabeza de las vacas. No, no quiero quejarme.

Busco entre las láminas de anatomía, y dejo el libro abierto sobre la mesa. Ahí está: el cerebro.

Sección transversal del mesencéfalo, sección sagital del encéfalo, aspecto posterior del tronco del encéfalo sin cerebelo; acueducto de Silvio; cuerpo geniculado medial; núcleo rojo; pedúnculo cerebral; tramo óptico; circunvoluciones y cisuras de la superficie lateral del cerebro; ramas de la arteria cerebral anterior; venas cerebrales interiores.

Todo bien guardado en la caja de resonancia del cráneo; guarecido en esa cueva oscura, inhóspita a todas horas. ¿De qué me sirve contemplar esta lámina? ¿En qué se parece este cerebro coloreado al mío? ¿Qué se oculta tras esa sustancia gris de Sómmerring? ¿Acaso al pronunciar «Sómmerring», enfatizando cada sílaba, habré articulado la palabra mágica y se abrirá la cueva del cráneo? ¿Qué contiene ese ovillo de lana viscosa del cerebelo?

Un nuevo libro y más láminas, más láminas... Cuadrúpedos. Aquí está: Basenji.

Cráneo, incisivos superiores, incisivos inferiores... Cerebro. ¿Es éste el cerebro de Basenji? Una incredulidad exacerbada hace que se me salten las lágrimas.

Continúa la niebla apoderándose de las gaviotas, del perfil de la costa, de las columnas que soportan la realidad.