XXII
He empezado a regar el pequeño retal de tierra bajo el cual enterré al pájaro. Me siento ennoblecido por esta actividad y tengo la certeza de que algún día me será recompensada. Seguramente todo empezará por un tímido brote de hierba; después, quién sabe. Tengo grandes esperanzas, esperanzas vertebradas.
Antes de enterrarlo, dos días después de muerto, lo llevé a la mesa del taller de electrónica; lo puse debajo del foco y, sin más miramientos, lo abrí en canal con ayuda del cortatramas.
Me encontré con una anatomía sorprendente, de económicas proporciones, bien ajustada al aireado habitáculo de la carcasa, que debía de cumplir sus funciones a la perfección hasta el momento del disparo.
Limpié todo aquel interior de oscuridades y coloqué en el cenicero las vísceras del animal. Actué resueltamente, como un embalsamador de oficio.
Por último, sellé los ojos y el pico del pájaro con estaño fundido, y sentí que le aseguraba una paz eterna. Lo envolví en un trozo de sábana y con rotulador negro encomendé su alma a Anubis.
Salí al jardín con el precioso bulto entre las manos y comencé a caminar por él, de un extremo a otro, en círculos, incluso entre las zarzas; palpando el terreno, buscando la inspiración, como los zahoríes.
En aquel punto la tierra parecía caliente. Me detuve cerca del árbol negro quemado por el rayo y comencé a escarbar. Pensé que debía hacer todo el trabajo con las manos y desechar cualquier herramienta; que era más digno. Además, las manos me quemaban como si, de alguna forma, desde el día del disparo continuaran pegadas a la escopeta, y el contacto con la tierra actuaba sobre ellas como un bálsamo.
Basenji me observaba con calma, sentado sobre sus cuartos traseros, como un dibujo estilizado que no siente, mientras yo, a cuatro patas, escarbaba como un perro.
Abrí un hoyo muy profundo, cada vez más caliente, hasta que el imán de la tierra dejó de actuar. Entonces deposité blandamente la mortaja, que parecía allí un pañuelo sucio, y, rápidamente empecé a cubrirla de tierra.
Apisoné la tumba, empeñada en sobresalir como una joroba, y me quedé ensimismado, mirando mis zapatos manchados de tierra, sin saber qué había hecho. Sentí hambre.
Después de aquel día, volví al lugar muchas veces. Me acercaba hasta allí e intentaba balbucear una oración. Enseguida me arrepentía. No sé cómo pueden rezar los culpables si son verdaderamente culpables; si eran culpables antes y después del hecho culpable. ¿Qué podría aducir en mi descargo? ¿Qué importancia tiene que matar al pájaro fuese tan doloroso como matarme a mí?
Entonces, milagrosamente, pensé en el agua. Traduje: si el esperma del riego toca al pájaro, lo que sólo duerme despertará. Ningún muerto puede resistirse a engendrar.
Dudé si me habría equivocado al sellar su pico con estaño; luego me tranquilicé pensando que el agua siempre encuentra caminos.
Ahora me siento seguro. El conocimiento juega a mi favor. Ahora sé muchas cosas que desconocía antes; no vacilo. Tanta fe y la emoción expectante, sin embargo, me producen un sostenido dolor de cabeza, a menudo intolerable. Sólo estas fases de migraña logran abatirme y me arrancan, temporalmente, pedazos insignificantes de esperanza.
Mientras tanto, la metamorfosis se está produciendo ahí debajo y la imagino larvada, blanca —como corresponde a la inocencia—, abriéndose hueco en la tierra, tomándose su tiempo para crecer.