VI
A las tres de la mañana me despertó el sonido de la alarma. Basenji estaba al lado de la cama, incorporado sobre sus patas de cobre, esperándome. Los potentes sensores de sus orejas debieron de anticiparle la avería antes de que ésta se produjera.
La casa se encendía intermitentemente con el resplandor de relámpagos casi encadenados. Probé el interruptor, sin luz, y a pasos desiguales alcancé la mesa. Con la linterna en la mano, y precedido por el perro, llegué al cuarto de máquinas.
Fallo del motor 1; fallo del motor 2. No había parpadeo en los diodos led de color rojo. Una sobretensión debía de haber sedado su familiar tic nervioso y los cables del cajetín electrónico parecían un bosque lleno de trampas.
Es peligroso trabajar bajo una tormenta, tentar al rayo. El rayo tiene una sola servidumbre: quemar. Y ahí estaba la tormenta, como un ave rapaz, planeando sobre nosotros. Mi estado, sin embargo, me permite actuar resueltamente en estos casos. Este juego suicida no me inspira temor alguno. ¿De qué debería tener miedo? ¿De morir? Creo que podría apoyarme en el poste que sujeta el cable trenzado del pararrayos con la misma naturalidad con que lo haría en el pasamanos de una escalera.
Cogí el polímetro y comprobé los fusibles; la aguja decía «sí» con la cabeza. Encendí manualmente el motor e inicié el protocolo de avería.
En la torre hacía frío; la humedad incurable se condensaba en los cristales, y el último tramo metálico de la escalera sufría amagos de temblor. Desatornillé los cuatro tornillos que sujetan la caja negra, en la base de la óptica, e inspeccioné los sensores de velocidad. No estaban averiados; tampoco sus gemelos en el cuarto de máquinas. La avería se encontraba, por tanto, en algún lugar de las tarjetas electrónicas. Cambié las tarjetas dañadas por las de repuesto, y el faro recobró la normalidad.
En el taller, apuré los restos de una taza de alcohol y me compuse para operar sobre la tarjeta. Me resultaba imposible aplazar el trabajo. Los rayos me inyectaban euforia. Transistores, diodos, integrados y resistencias, dispuestos a lo largo de calles de cobre transitadas por corrientes, evocaban la maqueta de una ciudad aséptica y laboriosa. Sus puertas se abrían y se cerraban con estaño. Habría deseado intervenir en mi cabeza como en ese problema agradecido: ver la deflexión de la aguja, en la pantalla del polímetro, diciendo «sí».
Me quedé dormido sobre la mesa, arropado por los ojos carambanados del taller.