IX
Todos los días abro el grueso volumen, encuadernado en rojo, que lleva por título L’Afrique Ancienne.
En el extremo superior derecho de su primera página, sobre el nombre del autor y la repetición del título, leo en tinta verde: V. Blanchard. Este libro no es originariamente mío; se trata quizá de un regalo o de una compra en una librería de viejo, o quizá las dos cosas, porque no puedo adivinar quién se esconde tras el vértice puro de esa inicial. En cambio, sí recuerdo con exactitud, sin necesidad de buscar en la página doscientos dieciocho, que V es un jeroglífico egipcio que representa el agua. Precisamente agua: todo lo que veo. ¡Qué cabal y absurda coincidencia!
El libro se abre siempre involuntariamente por la página ciento noventa y seis: L’Egypte. Religion. La mathématique des Pyramides. Todas las páginas dedicadas al antiguo Egipto se pasan con facilidad y resultan livianas como hojas secas. Sin embargo, las páginas que guardan Le trésor de Zimbabwe recuerdan una amalgama de hojas verdes y húmedas, pegajosas de pulgón, que se resisten a ser examinadas. Una excepción: el binomio formado por las páginas cuarenta y dos y cuarenta y tres. En estas páginas se reproducen algunas de las pinturas de Tassili-n-Ajjer. Figuras de hombres de cabeza redonda con cascos, cuernos; imágenes de bueyes que sostienen un sol entre cuernos con forma de lira... Un anticipo de mi querencia por la página ciento noventa y seis.
Casi nunca leo el texto; aunque a veces me asaltan frases como «Yo soy el único Uno», o «la lengua y el corazón tienen poder sobre los demás miembros, porque el corazón está en todos los cuerpos y la lengua está en todas las bocas, de todos los dioses, de todos los hombres... de todo aquel que vive».
Me palpo el corazón, chasco la lengua, aún entumecida por efecto del alcohol, y me siento prisionero de la estupidez.
Yo no soy de esos que repiten oraciones y se adormecen junto con sus abnegados sufrimientos, pero ahí me quedo, con un corazón que empieza a latir con fuerza creciente y una lengua que ocupa todo el espacio de la boca, como un anfibio. «Yo soy el único Uno.»
Casi nunca leo el texto; me limito a pasar las páginas de forma lenta. Ocasionalmente, me detengo en alguna ilustración que creía conocer de memoria y en la que descubro un detalle inquietante y alentador: Anubis, el dios de los muertos, con cabeza de chacal, pesa en la balanza el corazón del difunto, cuyo rostro en el fresco aparece borrado. Sus ojos producen el efecto de mirar hacia el exterior. Me siento observado.
Mirar e intentar interpretar este libro resulta más cercano e importante que volver a las numerosas fotografías que están asociadas a mi vida pasada y que conservo en un cajón. Todas estas personas de rostros tan precisos, que sonríen o me toman del brazo, se me antojan jeroglíficos negros, o mejor, falsificaciones de jeroglíficos. Basenji, sin embargo, es un jeroglífico vivo y esencial: mi única esperanza.
Tengo otros muchos libros en la librería de roble del faro: libros de medicina, de química, de geografía, de electrónica, de fotografía, de historia, y muchas novelas —embaucadoras del espíritu— que apestan a romanticismo. También en sus estanterías descansan objetos de barro, de madera o de hierro —¿esculturas?—, y cuadernos llenos de anotaciones que no puedo descifrar, pese a reconocer mi caligrafía.
Resulta inquietante que los lomos de los libros se parezcan tanto entre sí. De hecho, ordenados en las estanterías, parecen ladrillos de construcción, y el conjunto de la librería se convierte en un muro paralizante.
Más que el concepto de ladrillo, lo importante es el concepto de argamasa.
Mi relación con el significado es tan ambigua que me tapo la cara con las manos, como si quisiera apantallar el foco de una luz excesiva. Cojo los prismáticos y salgo al jardín a mirar los barcos, matriculados en la santa institución del comercio, que se dirigen hacia el puerto.