VIII
Esta mañana volvió a sonar el teléfono. La llamada era de la oficina del puerto. Anoche, el temporal rompió la cadena de una boya luminosa, y ahora ésta se encontraba a la deriva.
Me dolía mucho la cabeza. Sin analizar un síntoma distinto que me atenazaba la base del cráneo, volví a levantar el auricular y marqué el número. Con una voz que casi ya no recordaba, solicité los servicios del remolcador del puerto y, sin lavarme, por no arrancarme la camisa que se pegaba enfermizamente al cuerpo, me dirigí al garaje.
Antes de arrancar el coche, Basenji se sentó como una esfinge junto a la puerta del jardín, haciendo valer su despedida.
En el embarcadero me esperaban los dos hombres. Eran los mismos con quienes, tras el fuerte temporal del año pasado, rescaté otra boya perdida. Sin embargo, ni ellos ni yo delatamos un reconocimiento. Los hombres parecían tener prisa por salir a la mar y yo nunca opongo resistencia.
Hacía frío. Los dos hombres entraron en la caseta de mando y comenzaron a charlar animadamente. Yo permanecí en el puente, observando con distancia la maniobra de salida, y encendí un cigarrillo que, pronto, preso de una náusea, arrojé al mar. Dejé de ver los muros artificiales que tantas veces intentan contener en vano el embalse del puerto y me quedé mirando, tanto tiempo como pude, antes de que me escocieran los ojos, la silueta del cigarrillo movida por un suave oleaje.
El temporal había cesado casi por completo; el cielo estaba limpio y ahora reconocía el azul de Egipto, surcado por gaviotas.
Los hombres continuaban charlando en la caseta y, a pesar del ruido del motor, y del dolor que aún trepanaba mis oídos, conseguí apresar fragmentos de su diálogo.
...los ojos de loco de este tipo... el año pasado, ¿te acuerdas?... dicen que el faro... está... acabemos pronto... Dios te oiga... no compares.
Ahora pienso que hablaban en voz baja —tan baja como el ruido del motor les permitía— y que, en realidad, yo leía en sus labios. Por eso se asustaban de los ojos de loco y deseaban que la travesía y la tarea acabasen pronto.
¿Acaso represento yo una amenaza? ¿Quién quiere librarse de un ser sólo esbozado?
El mar seguía envolviéndonos, acunándonos. Contábamos con las coordenadas aproximadas donde la boya podría hacer su aparición. ¿Cómo no pensar en la boya como en mi hermana? A la deriva.
Los hombres continuaban hablando, y parecían haber olvidado mi presencia. La costa comenzaba a perfilarse con dominio y, después, divisé el peñón deforme en el que se asienta el faro. Me sorprendió verlo tan pequeño, y me hizo recordar la maqueta de una ciudad que se esconde en las tarjetas electrónicas. Ésta sería una maqueta solitaria, tan sutil como la brasa de un cigarrillo en la noche.
Por un momento, me acobardó la distancia. Debajo de aquella pincelada blanca, con forma de cerilla, imaginé a Basenji. Quizá me estaba esperando; quizá su cometido, su misión, fuera esperarme, a pesar de todo. Todo, ahora, era la masa gelatinosa en cuyo magma yo buscaba la boya.
Y, de pronto, como un milagro, allí estaba; flotando a corta distancia de proa, como un torpe cormorán que descansa del pesado esfuerzo de volar.
Doce metros de boya: el castillete, la escalera del trapecio, el cuerpo del flotador y el tren de fondeo, invisible y roto.
Amarrar el calabrote al asa fue una maniobra fácil. Los hombres reían. Yo no sentía sino lo que sentía el remolcador: que arrastrábamos un lastre. Era consciente del peso sin esforzarme, igual que el cetáceo es consciente de la rémora.
Por última vez, miré la diminuta efigie del faro, y pensé que pronto volvería a encontrarme con mi esqueleto.