XII
Esta mañana me levanté muy temprano, con un fuerte dolor de cabeza y una sensación de frío metálico en todo el cuerpo. Decidí darme un baño caliente.
El grifo de la bañera comenzó a escupir un agua de color cobrizo y el aire acumulado en el interior de las cañerías forzó la boca del grifo con sórdidos eructos. Me di cuenta de que llevaba mucho tiempo sin lavarme.
Una vez desnudo en el agua, sumergido hasta el cuello, comencé a observar mi cuerpo. La piel, muy blanca, se oscurecía sensiblemente al llegar a los tobillos y a las muñecas, hasta el punto de que pies y manos resultaban ajenos. El sexo parecía un pez inerte, como inerte era la masa de agua de la bañera: un sarcófago maternal donde reposaba mi cadáver. Me ensoñé en esa muerte placentera; pensé en suicidas que eligen la bañera para dormir eternamente. Como tantas veces, me asaltó la idea de que, en realidad, yo ya estaba muerto, y cerré los ojos para acrecentar una sensación sólo apuntalada.
Recordé la carta manchada de grasa, los círculos de aceite que no podía lavar como mi cuerpo.
El coche se negaba a arrancar. Las luces que había olvidado apagar habían agotado la batería. Basenji adoptó la postura de la esfinge junto a la puerta y empujé el coche hasta la verja. Después, la retorcida cuesta se encargó de ponerlo en marcha.
Cada curva me devolvía un fotograma de la noche del accidente. Imposible reconstruir la secuencia.
Llovía. Los primeros edificios de la ciudad estaban empapelados con carteles que anunciaban la fiesta del carnaval. Todos estábamos invitados a participar: a las 7 p.m. aquí, a las 10 p.m. allá. Las letras mojadas ironizaban sobre la fiesta. Sin embargo, ahí marchaban ellos. Ellas eran ellos: una partida de marionetas que desfilaba por la calle con trajes de época alquilados. Por las pelucas blancas y rizadas se descolgaban algunos bucles empapados de lluvia. La ira se apoderó de mí.
El número 5. El edificio en chaflán. Dr. Prieto. 2.° izqda.
Subí los peldaños muy lentamente. En el rellano del primer piso me sentía ya fatigado y tuve que descansar. Cuando llegué a la puerta del consultorio, me dolía la espalda. No podría decir que estaba nervioso, pero me sentía otro.
La enfermera me invitó a esperar en una salita pequeña. Las paredes estaban empapeladas de rosas, y sobre las rosas del papel colgaban, enmarcadas, láminas de flores silvestres con nombres latinos. Aquel jardín envolvente me repelía de tal forma que salí al pasillo.
—Perdone, aquí no se puede fumar. ¿Quiere esperar en la salita? Gracias.
Nada más sentarme entre las flores sonó el timbre de la puerta, y poco después la enfermera dijo «puede esperar aquí» a una mujer joven de pelo rubio.
La mujer murmuró un saludo, se quitó la gabardina húmeda y se sentó, cruzando las piernas. No parecía sensible a nuestra rosaleda, ni a mi presencia. El dibujo de un cigarrillo tachado con dos barras rojas se erguía sobre la mesa. Lo miró y, a continuación, sacó tabaco y mechero del bolso y empezó a fumar.
Me agradaba su proximidad. Exhalaba el humo con elegancia. Tenía los zapatos mojados. Recorrí el perfil de sus piernas hasta las rodillas, crispadas y bellas. Era fácil adivinar la forma de los muslos. Empezaba a imaginar su sexo oprimido cuando la enfermera abrió la puerta y me indicó que podía pasar.
El doctor Prieto estaba sentado tras una recargada mesa de despacho. Un caballo de plata; un juego de tinteros de plata, de los cuales asomaban sendas plumas de plata, y ceniceros de plata de todos los tamaños y formas posibles. Sin embargo, su cigarrillo encendido reposaba sobre un cenicero de cristal lleno de colillas.
—Buenos días, ¿es la primera vez que viene a la consulta?
No me conocía. Pero yo insistí.
—No.
—Ah, es verdad... Aquí tengo su historial. Veamos... problemas para dormir... ¿Vuelve a tener insomnio?
—Tengo otro problema.
—¿Qué es lo que le pasa?
—Me tiembla una mano.
—¿Le tiembla ahora mismo?
—No.
—¿Le tiembla a menudo?
—No.
—¿Con cuánta frecuencia?
—Me tembló ayer.
El doctor Prieto abrió un poco más los ojos y me miró, como si acabara de entrar en su despacho y me observara por primera vez.
—Le tembló ayer... ¿Estaba usted, quizá, en una mala postura?
—No.
—¿Estaba haciendo algún esfuerzo?
—Estaba leyendo una carta.
La despedida fue rápida. La enfermera no debía anotar una próxima cita en su agenda. Me sentía turbado. El doctor Prieto no me conocía, no entendía ninguna de mis preguntas, ni me había recetado medicamento alguno. Me crucé con la mujer rubia, que volvió a ignorarme. Y de nuevo estaba en la calle, donde seguía lloviendo.
Ahora me crucé con un grupo de quinceañeros, con las caras pintadas de negro y embutidos en sacos de arpillera, en los que se leía «Café de Colombia». Y, un poco más allá, dos niñas vestidas de hadas, cogidas de la mano y cubiertas por paraguas que sostenían a sus espaldas dos madres solícitas.
Sentado en el coche, sentí que me escocían los ojos; quizá un deseo reprimido de llorar.