XVI
He recogido el agua de la lluvia caída durante la noche en el pluviómetro. El contacto con el granulado invisible del contenedor de zinc me produce un rechazo denteroso. Las yemas de los dedos se quedan pegadas a la funda cilíndrica con vientre de embudo, y, al sacar la jarrita estilo Imperio de su estuche, siento deseos de soltarla de golpe contra el cemento. En cambio, me gustaría pintarlo de blanco —igual que las persianas de madera de la garita meteorológica—, porque sé que cuando abra la puerta nada habrá vulnerado la ascensión del mercurio por la vena del termómetro y anotaré 6 °C en paz conmigo mismo.
Vierto el agua en la probeta graduada, paso la uña por sus letras en relieve (SUPERFICIE DE RECOGIDA DE LLUVIA 200 cm) y anoto: 1,0 mm. Pienso: estos números no van a ninguna parte. Sin embargo, no dudo un instante en transcribirlos a la tarjeta postal que el día uno enviaré por correo al Instituto Meteorológico. Cumplo los diez mandamientos del faro con absoluta ceguera, en la creencia de que atentar contra cualquiera de ellos me condenaría.
La tarjeta tiene columnas, casillas, números y jeroglíficos: un círculo negro, igual a lluvia; un asterisco, igual a nieve; un triángulo con un círculo negro encerrado en su interior, igual a granizo; nuevos jeroglíficos para la tormenta, la niebla, el rocío, la escarcha. Este lenguaje me remite de nuevo a Egipto y a la infinita fatiga, el trabajo hercúleo de mi tesis.
Después, para culminar la ceremonia, me bebo el contenido de la probeta.
La lluvia, igual que el alcohol, forma parte de mi vademécum de fe. Riega y fecunda mis semillas más íntimas; mis células agrícolas enervan sus tiernas raicillas e imagino un prado de hierba incipiente y verdísima, flecos de seda al filo de mis órganos vitales.
El anemómetro gira con sus cazoletas blancas llenas de viento y chirría en su gozne oxidado. De nuevo siento el anuncio de una presencia inminente sobre el mar. Consulto el barómetro. Me gusta subir y bajar por los peldaños del barómetro, seccionarme la pupila con las rayitas negras y afiladas de su escala del uno al diez, y llenarla después con mercurio. La córnea debe teñirse de gris y medrar a su costa.
El brusco descenso de la presión corrobora el sentimiento de amenaza. Tengo que resignarme al viento que vendrá, al azote de la lluvia, al meteoro eléctrico; tengo que aceptarlo tan pronto llame a la puerta, decir que sí a todo, rellenar pacientemente todas las celdillas F de mi tarjeta postal, con los grados consignados en la escala de Beaufort. Tengo que estar en mi puesto.