V

Los colores dejan de ser reconocibles y, emboscados por el viento, forman tantos grises que, en un prodigio algebraico, es posible operar en el binomio cielo y mar: términos irreconciliables que milagrosamente se encuentran del mismo lado de una ecuación.

Esta ecuación marca el inicio de un temporal. El párpado del cielo y el párpado del mar se cierran un poco más, confundiéndose, y el ojo no encuentra asidero en un horizonte que parece desbocado. Sin embargo, precisamente ahora, es muy difícil equivocarse.

La hierba se dobla como si una guadaña histérica y mal afilada la golpeara muchas veces, sin poder segarla; los árboles se tensan como arcos inútiles, y la confusión me da alas.

Toda esta fuerza, de duración incalculable, hace que abra la ventana. Me dejo vaciar por la visión, me dejo asaetear por los vectores del viento, que apenas me vencen. Estoy hipnotizado y corro el peligro de que me guste. No tengo ganas sino de continuar de pie.

Llevo cerca de dos horas en este estado. Ni siquiera he prestado atención a Basenji. Su indolencia es ejemplar. A veces pienso que, si lo dejara caer por el acantilado, se hundiría en el mar como el muerto de una boya, sin intentar ganar las rocas.

Subo a la torre del faro, aún sin encender, y veo el temporal como debe verse desde el ojo inscrito en el triángulo de Dios: ahí abajo, azotando a los barcos, miserables arcas de Noé pilotadas por la impotencia.

En realidad no hay barcos; sin embargo, yo los veo en todas partes, en cada cresta de ola: veo los barcos y veo sus naufragios. La cúpula de bronce de la linterna concentra el mensaje del viento y vibra como un diapasón. Me da vueltas la cabeza.