XXXIV
Se estaba celebrando un juicio. Desde la cama me era imposible ver los rostros de los magistrados. El estrado era la zona de sombra y yo me encontraba en la zona de luz, una luz tan blanca como la que arroja una lámpara en el quirófano.
De una aguja, clavada en mi brazo izquierdo, nacía una larga vena de plástico que iba a morir en una botella de suero; mientras, del brazo derecho salía una mecha de gasa que estaba conectada a un termómetro de evaporación. Este termómetro era igual al que guarda la garita meteorológica del faro: un tubo de vidrio graduado, sellado con una lámina de papel secante.
En la zona de sombra, los bultos de los magistrados se movían como nubes densas en formación. Quizá intercambiaban detalles sobre las acusaciones, hacían inventario sobre las pruebas que, después, utilizarían en mi contra. En mi contra, porque un juicio es siempre una voz fiscal que resuena por encima de las otras.
Seguramente estaban hurgando en mi pasado, como cirujanos entre las vísceras (de ahí la potencia de la luz), para encontrar la clave, es decir, el tumor, que había motorizado los hechos (por eso yo estaba en la cama, cubierto por una sábana blanca).
No obstante, parecía que ya había sido sentenciado. ¿Por qué si no me encontraba crucificado sobre la cama; los brazos extendidos; clavado a la cruz con el suero y el termómetro? ¿O es que aún se operaba el juicio y existía la posibilidad de una resurrección?
El tribunal médico o el tribunal jurídico, o lo que fuera aquello, se demoraba en su resolución y, así, yo tenía tiempo de observar cómo descendía el nivel de la botella graduada y ascendía la escala milimétrica del termómetro.
De pronto, en el centro de la botella se formó un pequeño remolino, muy pequeño, del tamaño de una moneda; luego, una espiral creciente; una espiral que se deformaba, que se deshilachaba; vi una serpiente que se desenroscaba y se asentaba sobre dos patas; la serpiente se levantó y se enervó; vi el interior de una crisálida.
Tan pronto acabó de formarse, la imagen se desvaneció. En ese momento, me di cuenta de que el suero era el producto laborioso de mi alambique, y de que el termómetro marcaba los minutos de vida consciente que, en forma de vapor, se escapaban definitivamente de mi cuerpo.