XXXIX
Llevo varios días clasificando el material de mis investigaciones. He trabajado tanto y es tan grande el esfuerzo que aún debo realizar que, a veces, mucho antes de que llegue la noche, me encierro en la farmacia y destilo... ya no me atrevo a llamarlo alcohol. A veces, amanece y es difícil soportar la cámara entre las manos, o ajustarla en el trípode; incluso, el disparador de cable ofrece resistencia a un dedo pulgar tembloroso por un exceso de tensión.
Al principio, la gran ventaja de conocer el objeto de mi trabajo hacía insignificante el esfuerzo; cada paso se inscribía en una recta final. Ahora, cada punto de inflexión se ha vuelto peligroso, se parece a la duda, se traduce en desasosiego.
Quiero creer que es el cansancio y que el cansancio es fruto de sí mismo. Me repele la idea de cosechar cansancio del otro, no-contrastado, ese que deviene rutina y que —en los momentos más bajos— me hace pensar que sólo amaso información.
El cansancio actúa desde dentro y desde fuera del misterio, como una fuerza centrífuga y centrípeta a un tiempo. Es la piel del misterio, la opacidad tras la cual se esconde la luz, la luz que ha de ganarse con fatiga. Debo aislarlo como si fuera una bacteria, dominarlo, trepanarlo con el taladro de mi razón.
Repito esta invocación mientras repaso las medidas acotadas en el margen de cada fotografía. Los ciento veintidós peldaños de la escalera de caracol de la torre cuelgan, numerados, de las cuerdas que he tendido de un lado a otro del cuarto oscuro. Después, con sumo cuidado, deberé trasladar las medidas registradas en mi cuaderno a sus márgenes, con tinta de rotulador indeleble, y archivarlas en el apartado «Contenido de la torre». El anverso de las troneras se agrupa en esta misma carpeta, pero su reverso pertenece a la carpeta «Exterior de la torre».
Cuando estoy a punto de finalizar un capítulo, descubro que he omitido no un dato, sino un aspecto determinante de la obra. Esto sucede muy a menudo y me obliga —como en el caso del taller de electrónica— a crear nuevas subdivisiones en mi trabajo y a abrir nuevas carpetas.
El efecto multiplicador de una percepción sensible es gratificante, pero también genera multitud de focos de atención, focos que actúan como «centros» y demandan un mismo tratamiento. A veces, es difícil rechazar la atracción que ejercen estos imanes, como es difícil recordar que un universo se inscribe en una galaxia; metidos como estamos hasta el cuello en el fango terrenal.
Debo sobreponerme a la emoción. Debo continuar fotografiando y revelando negativos asépticamente, hasta que el trabajo haya concluido. No puedo escatimar distancias.
El tiempo parece detenerse en el instante en que, bajo el líquido revelador que contiene la cubeta, la imagen se fija en el papel definitivamente. Enciendo un cigarrillo y contemplo «el tiempo» como un resultado; igual que el alpinista desde la cima de una montaña.
De la mercancía que muestra el escaparate, es éste el único objeto que quiero comprar. Creo tener el dinero, pero hay otro tiempo preparado para suplantar al anterior. Lo tengo pegado a la espalda, viene empujando, y me obliga a caer de nuevo en el abismo de la actividad, a formar parte de él.
Todavía no he tenido tiempo de desembalar el microscopio.