XXXII

Me doy cuenta de que el alambique prescinde de mí. Yo lo construí a mi medida, a la medida de mi fórmula; podría decir que el alambique obedecía mi dictado. Ahora, todo ha cambiado: creo que no me engaño al pensar que el alambique se ha dotado a sí mismo de un espíritu; ha contravenido las leyes de la química y se esfuerza en un trabajo propio, ajeno al que yo le encomendé.

Tenía la misión de arrancar la costra de mi memoria y proyectarla en una pantalla limpia; también debía desinfectar el pus de las heridas secundarias —las de la imaginación— y anestesiar el dolor. Ahora, dependo en parte de su voluntad y no alcanzo a imaginar la meta que se ha trazado.

Sospeché de él durante largo tiempo. El alcohol tan pronto viraba al amarillo como al rojo; de forma casi imperceptible, sí, pero yo me daba cuenta: un regusto final, dulce, un poco más dulce; una temperatura inconstante en el paladar. Yo sospechaba, sólo sospechaba —sin entender—, hasta ayer.

Como cada noche, veía los ojos de Basenji sumados a las llamas que abrazaban la cucúrbita; esperaba el momento en el que haría pasar el alcohol por el embudo y, encerrado en la botella, lo pondría sobre la mesa de la cocina; lo vertería en el vaso; me lo llevaría a los labios.

Ya en su paso por el serpentín, tuve una impresión extraña: sentí que, por un instante, una oblea de cristal esmerilado obstruía su camino descendente. Fue un instante: la sensación de una presencia.

Cogí la cubeta, el embudo y la botella, y procedí cuidadosamente al trasvase del alcohol. Estuve tentado de colocar un tamiz en el embudo, pero no lo hice (quizá, ya entonces, dominado por el influjo del alambique).

Coloqué la botella al trasluz: nada. De pronto, un pequeño remolino en el centro, muy pequeño, como una moneda, como una espiral que crece..., una espiral que se deforma, que se deshilacha..., una serpiente que se desenrosca y se asienta sobre dos patas..., que se levanta y se enerva... Por un instante, vi el interior de la crisálida.

Imposible retener la instantánea; vertiginosamente, hacia atrás, el negativo se pierde..., sólo el alcohol en la botella.

Las pupilas se proyectan violentamente hacia fuera, como punzones. Todavía con los ojos cerrados, palpé la botella, la agarré por el cuello y llené la taza. Abrí los ojos: la taza estaba mediada. Parecía inofensiva, pero yo sabía que al beberla me contagiaría; estrecharía mis vínculos con el alambique; sólo que esta vez él llevaría las riendas, desaceleraría mi voluntad.

Pensé que quizá aquel proceso había empezado mucho antes. Hice un largo repaso de los últimos días: había perdido mucha sangre, había roto la disciplina de mi horario, mis citas con el alambique se habían adelantado y atrasado de forma inquietante, el dolor de cabeza a veces no me dejaba pensar.

¿Desde cuándo el alambique controlaba mis movimientos? ¿Hasta qué punto los controlaba? ¿Y de qué forma? ¿Qué se proponía? No podía responder a ninguna de aquellas preguntas. Pensé que la única respuesta posible se encontraba en la taza. Yo necesitaba beber su contenido para saber. Cerré los ojos y bebí.

El espíritu del alambique no es aún tan fuerte como el mío, pero continúa haciendo su trabajo.